20 November 2008

CUENTO DE SANDRO BOSSIO


DE "CRÓNICA DE AMORES FURTIVOS"

Hace unos días, recomendé la lectura de un escritor poco difundido y promocionado y no suelo ultizar este blog para recomendar autores que no valgan la pena. Quiero, a través de este post, dar a conocer a los lectores un cuento de Sandro Bossio extraído de su ultimo libro de relatos, Crónica de amores furtivos. El relato lleva por título "El valle de los mutilados".

En la contraportada del libro, podemos leer lo siguiente:

"Tras cinco años de silencio, Sandro Bossio Suárez, el autor de la novela El llanto en las tinieblas, vuelve al ruedo con esta colección de relatos de indiscutible destreza literaria.

Historias de amor, de fantasía, de crímenes, de política, de época. Esas son la materia prima de los dieciséis cuentos que componen el compendio. Varios de ellos han merecido premios y nominaciones internacionales; otros han sido publicados anteriormente en revistas literarias; pero la mayoría son echados al mundo por primera vez, como dice su autor, «para que prueben suerte».

Sin tratarse de un libro de cuentos temático, sino más bien de una antología personal de múltiples aristas, Crónica de amores furtivos se alza como una metáfora de múltiples rostros, una compleja polifonía de nuestra miseranda condición humana. El autor, profundo conocedor del alma del hombre, escudriña las vivencias, los dramas y los infortunios de nuestros tiempos, y compone un verdadero retablo de personajes inolvidables. Argumentos sólidos, prosa inspirada, dominio técnico, desenlaces inesperados, son algunas de las claves del singular arte narrativo de Sandro Bossio Suárez presentes a lo largo de este libro memorable".


EL VALLE DE LOS MUTILADOS



Por la mañana los niños siguieron torturándome. El primero en ingresar a la cabaña fue el muchacho alto, el del arco en la cintura, y detrás llegaron los más pequeños. Volvió a llamar mi atención la chica del flequillo sobre la frente, porque, otra vez, se quedó frente a mí, sin decir nada, escrutándome con el único ojo que le quedaba. Me dolía todo el cuerpo y, de tanto que me habían golpeado, no sentía las piernas. Los bejucos, con los que estaba amarrado a los horcones, empezaban a secarse, sangrando mis muñecas cada vez que hacía esfuerzos por liberarme. En cuanto los vi les pedí agua. El muchacho del arco hizo un sonido con la garganta y en seguida sentí un gargajo caliente sobre mi pómulo. Después iniciaron de nuevo el ceremonial de sangre. Y, en efecto, con los primeros golpazos mi camiseta de la aviación peruana no tardó en llenarse de sudor, de salpicaduras, de baba colorada. En ese momento apreté los ojos, resignado a morir.

Y entonces me vi, meses atrás, haciendo la fila ante las fuerzas aéreas para cumplir con el servicio militar. No era la mejor época para alistarse: el terrorismo había recrudecido y, como los soldados eran los primeros en morir emboscados por las patrullas enemigas, los muchachos inventaban todo tipo de evasivas para dispensarse del servicio. Yo, mordido por el hambre que ellos no sentían, fui sincero con el intendente de las inscripciones y así aparecí en los galpones de la aviación, con la cabeza rapada y los pies apretados por los borceguíes. A las pocas semanas estaba plenamente habituado al toque de la clarinada, a las lentejas de la gamela, al peso del fusil, a las patadas que el sargento nos propinaba cada vez que abandonábamos las duchas a destiempo. A lo que tardé a acostumbrarme fue a volar, porque siempre le tuve espanto a las alturas, y además porque desde mi infancia me persiguió la sensación de que mi muerte estaría marcada por un accidente aéreo. Debido a que me ponía blanco cada vez que veía de cerca uno de esos aparatos que quién sabe cómo se sostienen en el aire, el capitán de vuelo encarnizó sus iras contra mí, y resulté el primero en elevarme a kilómetros de altura y el primero en ser empujado con un pedazo de tela para amortiguar la caída. Increíblemente, sobreviví a todos los saltos, aunque pasé días estremecido de miedo sobre mi litera. Con todo, a los seis meses estaba preparado para batir al enemigo, y como eso me emocionaba más que nada en el mundo, el día en que el capitán llamó a mi contingente para volar hacia la selva central, supe que era mi oportunidad. Me vestí como manda el reglamento, cargué mi alcarraza y mi fusil, y aparecí antes que nadie en el patio de maniobras, listo para abordar la avioneta que habría de conducirnos a la malaventura. Todos intuimos que algo marchaba mal en los motores cuando el aparato empezó a dar tumbos, bandazos en el aire, y la tensión se convirtió en zozobra cuando nos percatamos que emprendíamos una irremediable carrera a tierra. El capitán, la verdad, no se condujo como el valiente que decía ser, porque en cuanto empezamos a descender sin control, nos miró despavorido, sudando a mares, hasta que, impulsándose con sus paracaídas, se lanzó al vacío. Nosotros no atinamos a hacer lo mismo sino hasta que el avión empezó a rozar las primeras copas de los árboles, y, en medio de una tolvanera de ramas y ruidos endemoniados, vibró en caída libre hasta que todo se detuvo en medio de una gran nube de polvo. Desperté rodeado por los cuerpos de mis amigos, todos rígidos, y al abandonar el avión me encontré con las lanzas enfiladas de mis verdugos. Al primero que vi, inmóvil en la bruma, fue al muchacho del arco en la cintura. Luego, poco a poco, fui distinguiendo al resto. Pese a su fisonomía, al furor que destellaban sus miradas, no los juzgué peligrosos, de modo que intenté acercarme a ellos, arrastrando la pierna que tenía ensangrentada. Pero el muchacho del arco les impartió una orden en su lengua bárbara, que los puso más a la defensiva todavía, y yo tuve que detenerme y esperar que fueran ellos los que se acercaran. Lo hicieron, en efecto, y cuando los tuve delante me di cuenta de que todos eran defectuosos: unos rengueaban, otros lucían muñones como troncos cercenados, otros no podían enderezarse, y había quienes mostraban piernas incompletas y quienes me apremiaban con sus encías donde no queda un solo diente. La que más compasión me inspiró fue la niña del flequillo, porque le faltaba un ojo y, para compensarlo, había colocado sobre su cuenca vacía la pupila torva de una muñeca. La visión de ese ejército fantasmal, patibulario, me produjo no sólo espanto, sino hasta repugnancia, y ni en esa ni en las horas siguientes pude imaginar a qué debían su terrible condición. El muchacho del arco dio una nueva indicación para que todos cerraran sus manos sobre mí. Así, preso de esos niños infectos, marché a su caserío. Atravesamos riachuelos, repechos resbalosos, senderos furtivos en el boscaje, y trasmontamos riadas pestilentes y pantanos humeantes, perseguidos por oleadas de vapor y toques eléctricos, hasta que llegamos a una aldea con algunas cabañas armadas sobre plataformas, dentro de una de las cuales quedé tendido. Lo único que sabía era que estaba en territorio asháninka. Los niños más grandes, siempre ante la atenta mirada del muchacho del arco, me ataron a los horcones. La tortura empezó de inmediato. Mi pierna herida empezó a recibir hincones, pateaduras, salvajes dentelladas que no pude repeler debido a mis amarras, pero también a mi estado agónico, y después vinieron los garrotazos, los reveses, las feroces zarpadas inferidas con plantas espinosas. En los interludios del suplicio, les preguntaba por qué me maltrataban si nada les había hecho, y trataba de explicarles que era aviador, que había sufrido un accidente, que necesitaba socorro, pero ellos sólo me miraban con la misma expresión aterradora, como deben mirar los cadáveres esos que dicen salen de noche para asustar a los noctívagos, y seguían adelante con sus verdugazos. A la medianoche mi cuerpo estaba acostumbrado a los flagelos y ya casi no sentía dolor. Finalmente, los golpes cesaron y los muchachos se retiraron, mirándome con la pavorosa promesa de volver. En su ausencia, durante las horas siguientes, batallé contra mis amarras, pero con el esfuerzo no logré sino acortar la extensión de los bejucos, que seguían desguazándose, y cuanto más se secaban más resistentes se ponían. Vencido, dormí a intervalos, escuchando el protesto de las aves en las copas, la fusilería de los insectos, el grito montaraz de los monos nocturnos que me ponían los pelos de punta. Mi pavor redobló su intensidad cuando, en algún momento de la madrugada, advertí entre las sombras una presencia. Un momento después, con el corazón rebotando contra mi pecho, tenía al frente el único ojo de la niña del flequillo. El espanto hizo que pegara un grito y que ella, asustada también, se acurrucara como un animalillo herido en la oscuridad: su vaga apariencia venía escoltada de una especie de fulgor tenue, de aureola agónica que se movía para todos lados con ella. Largo rato esperé que volviera a acercarse, pero como no lo hizo, decidí llamarla con voz temerosa, acaso con la intención de persuadirla de que me asistiese con las amarras. A la tercera invocación reaccionó al fin y, deslizándose como una bestia rastrera, se aproximó. En ese momento reconocí el dispositivo luminoso que se movía con ella: era una botella de plástico donde habían quedado atrapadas cientos de luciérnagas. Traté de hablarle con suavidad, para no espantarla otra vez, pero el miedo me hizo levantar la voz, y ella vaciló. Intenté enmendar mi incompetencia aludiendo a su hermosura, pero como ella continuaba mirándome sin decir nada, pensé que no entendía mi idioma. Ya no para persuadirla de que me socorriese, sino simplemente para vaciar las tristezas de mi alma, seguí hablándole, y mientras iba contándole mis desesperanzas, mis miserias, la niña movía suavemente su carita alumbrada por el resplandor de las luciérnagas. Al final, cuando quedé callado, se acercó más hacia mí y me sorprendió con una palabra en perfecto castellano:

—Papá.

Me estremecí, claro, y un sentimiento de piedad suplió al miedo. Utilizando sus deditos movedizos, la niña se dio entonces a una caricia prolongada de mi rostro, y mientras lo hacía no cesaba de recordar a su progenitor. Con movimientos suaves, incliné mi mejilla de tal manera que pudiera aprisionar, contra mi hombro, su manita tibia. Le pregunté qué había ocurrido con su papá y entonces me enteré que no sólo el padre de ella sino todos los adultos de la aldea habían desaparecido una mala tarde de crecidas. Los niños y muchachos habían ido al río a pescar zúngaros, y habían pasado la tarde retozando en el agua barrosa, y cuando regresaron vieron la aldea humeante: sólo quedaban unos pocos ancianos sobre el polvo, gimientes. Uno de ellos, con sus últimos alientos, les habló de los demonios que esa tarde habían asaltado la aldea, escupiendo fuego con sus armas, pateándolos, llevándose a varios para enrolarlos por la fuerza para la lucha armada, y les dijo que escaparan porque iban a volver. Los niños enterraron a sus muertos, pues sabían que las almas de los insepultos no van al mundo de arriba, al Anankampi, y el mayor abrazó a los más pequeños, y los consoló: no debían abandonar su tierra, porque era de ellos, y porque además sus padres, que eran guerreros y cazadores, les habían infundido la lucha por lo que les pertenecía. En lugar de emprender la retirada, el mayor, que se llamaba Shapiama, los organizó en cuadrillas, impartiéndoles la orden de pulir pértigas y garrochas, y envenenar dardos y cerbatanas, y tender trampas y excavar fosos para enfrentar a los demonios que, ciertamente, llegaron en la noche como una borrasca, sacudiendo las frondas, apurando las armas, echando espuma por la boca. Los muchachos tomaron sus lugares y, cuando los tuvieron cerca, enderezaron las lanzas. Flechas, aguijadas, dardos vesicantes cruzaron la noche vaporosa, hundiéndose en el cuerpo de los demonios, que se desbarrancaron en una marejada colorada, mientras sus armas empezaban a expectorar fuego. Varios muchachos se hincaron sobre el polvo, tocados por las balas, y poco después habían dejado de moverse. Shapiama tampoco sobrevivió. Cuando los demonios escaparon por la espesura, rumbo al torrente, los muchachos hicieron cuentas: no quedaba uno solo indemne. Los más saludables recorrieron el monte toda la noche en busca de hierbas para calmar la calentura de los heridos, y aunque muchos no resistieron, al final hubo sobrevivientes. Desde ese día, incompletos pero de pie, vivían a la espera de los demonios que, estaban seguros, volverían para vengar a sus muertos. Por lo mismo, nadie era bienvenido, y mucho menos mientras no encontraran al nuevo líder que supliera a Shapiama. Al enterarme de esto, comprendí que no saldría vivo de la cabaña, porque los muchachos nunca entenderían mis argumentos y siempre me verían como a un enemigo. La niña, finalmente, pegó su carita llorosa sobre mi frente, y me confesó que una exhalación, un relámpago punzante, le había arrebatado uno de sus ojos. Cuánto hubiera dado por soltarme las amarras en ese momento, y no ya para escapar, sino para corresponder al abrazo de esa niña tierna que conmovía mis entrañas.

No terminaba de amanecer cuando volvieron. Esta vez me parecieron menos siniestros, quizás porque me había acostumbrado a ellos, pero la faena prometía ser más sanguinaria, pues no llegaban solo con sus instrumentos de tortura, sino con unos artefactos que me paralizaron. Entre las nuevas cosas que traían me llamó la atención una cesta con tapa que el muchacho del arco acunaba entre sus brazos como un tesoro. Cuando sentí el primer porrazo del día, el dolor de mis huesos y tendones se reactivaron, y mis músculos empezaron a temblar, incontrolables. Me golpearon durante varias horas, al cabo de las cuales quedé sin fuerzas, esperando terminar de morir. Pero la muerte no llegaba. Dejaron que me repusiera un poco para hacer algo que me llenó de espanto: en una especie de ritual impío, ante la mirada atenta de la rueda de monstruos, el muchacho del arco lanzó la cesta por delante. A través de las turgencias ensangrentadas de mis párpados, pude ver entonces que de la cesta tumbada emergía una enorme serpiente negra. La reconocí de inmediato, era una afaninga, y se liberaba de su cautiverio lenta, sibilante, trazando amplias curvas. Mientras se acercaba a mí, recordé a mis abuelos quienes, de chico, me decían que me cuidara de las afaningas, pues eran las serpientes más venenosas de la selva, que bastaba unos minutos para que su mordedura destrozara tus esencias. Un segundo después y la serpiente estaba sobre mis piernas, pesada, elástica, fría como el abdomen correoso de una babosa gigante. La respiración sobrecogida de los niños llenaba la habitación. Al llegar a la altura de mi pecho, la víbora se detuvo, la cabeza erguida, clavando sus malévolos ojos en los míos, y largo rato medimos nuestras miradas. De pronto el muchacho del arco se acercó a nosotros y, sin miramientos, espoleó a la serpiente con una pértiga. El reptil se reacomodó: enorgulleció el semblante, abrió las fauces, me mostró las paredes abultadas del hocico, la lengua ponzoñosa, los dos colmillos babeantes de sustancia mortal. Y, en su esfuerzo por defenderse de los golpes con la pértiga, mordió lo primero que encontró. Sentí un dolor candente, fugaz, y al instante el hombro donde la víbora había clavado sus colmillos empezó a adormecérseme. Era cierto lo que decían mis abuelos, pues apenas la serpiente cruzó mi pecho y tocó suelo, ya el mundo empezaba a disolverse entre rachas de neblina. Percibí, borrosamente, que los muchachos se lanzaban a una encarnizada cacería contra la víbora. Mientras la habitación se llenaba con sus carreras y gritos, y mientras a mí se me iba la vida en una especie de soponcio adormecedor, el muchacho del arco, impasible, llegó a mí con un recipiente diminuto. Una vez recapturada, la víbora volvió a su cesta, y el silencio se apoderó de nuevo de la cabaña en el momento en que dos chiquillos me abrieron la boca por la fuerza para que el muchacho del arco vaciara el contenido repugnante del recipiente. Mi cuerpo se conmovió al tragar el líquido inmundo, arqueándose con infinita violencia, pero, controlado por las amarras, volvió a su posición durmiente. Entendí que esa era también parte de la tortura. No puedo decir cuánto tiempo estuve vegetando entre la vida y la muerte después de beber el contraveneno, lo único claro que me queda es que cuando caía la tarde volví del todo a este mundo y encontré a los niños en expectante silencio, mirándome con algo parecido a la esperanza. Me pasé la lengua por los labios, que me parecieron dos trozos de cuero curtido por lo sedientos que estaban, y de pronto, sin que lo hubiera pedido, la niña del flequillo me alcanzó una vasija con agua, que bebí hasta saciarme. Luego me desamarraron y, en completo silencio, me arrimaron los hombros para incorporarme. Mis piernas casi no podían tenerse en pie, pero haciendo grandes esfuerzos salí de la cabaña, dejándome embeber por la humedad rosácea del medioambiente. Socorrido por los muchachos, bajé de la plataforma hasta llegar al claro polvoriento donde me esperaba el resto. Como siempre, ahí estaba el muchacho del arco, plantado al centro de todos. De pronto los brazos que me sostenían se apartaron, lanzándome de bruces sobre el suelo, y desde allí elevé los ojos, como en la mañana los había elevado la víbora, para enfrentarme a la mirada fiera del cabecilla. Se allegó a mí y, otra vez, pensé que torcería mi rostro de una patada. Pero esta vez no hubo violencia, solo una mano que se escabullía entre mis cabellos sangrantes, y que soportaba el peso de mi cabeza que ambicionaba sucumbir. El muchacho, por primera vez, habló en cristiano:

—Lo hemos golpeado durante un día entero y ha sobrevivido —dijo y se volvió hacia todos los niños que permanecían en silencio—. Se ha resistido al veneno de la afaninga. Quiere decir que tiene el alma y el cuerpo preparados.

Entonces el ruedo de engendros empezó a aclamar y el muchacho del arco me ayudó a incorporarme:

—Los demonios se llevaron a Shapiama, nuestro dirigente, y hemos esperado mucho tiempo para que el cielo nos envíe a su sucesor —dijo—. Y tú eres el elegido, el que nos guiará a partir de ahora y nos dirá qué debemos hacer para vencer a los demonios.

En ese momento la aclamación de la concurrencia creció como un torrente embravecido. No sé por qué consideré que hasta el propio boscaje se sumaba a la algarabía con sus voces montaraces y, resignado a comandar en adelante a ese grupo de engendros, sentí las manitas tibias de la niña aferradas a mi torso.