16 December 2013

NUEVO LANZAMIENTO EN BIZARRO EDICIONES


 LA DUDA DE EDUARDO

Por: Richar Primo


VIERNES 8 DE MARZO

Cuando Eduardo Aliaga volvió a leer el correo, ya no le quedó la menor duda: las palabras que aparecían en la pantalla eran muy claras. Tenía una cita de trabajo para el día sábado dieciséis de marzo a las diez de la mañana en la oficina de Recursos Humanos de la empresa de cobranzas “Castillejo y asociados”. Le ofrecían el puesto de tele gestor y para ello debía asistir, impostergablemente, a la reunión de capacitación en esa fecha. < Y tenía que ser precisamente en esa fecha >, murmuró con desazón Eduardo. Se quedó un rato contemplando el parpadeo del cursor en la pantalla. Luego se sacó los anteojos de miope que venía usando desde que tenía memoria. Los limpió con un pañuelo, casi sin ver los vidrios. Después giró el rostro hacia el lado derecho de su pequeña mesa de trabajo y abrió la carpeta en donde guardaba todos sus documentos de admisión: el prospecto de la universidad, la boleta de pago del Banco de la Nación, su carné y código de postulante, y volvió a mirar la fecha del examen, solo por reflejo, porque ya sabía para cuándo estaba fijada: sábado dieciséis de marzo a partir de las ocho de la mañana, en el pabellón C, salón 103, puerta 3 de la Facultad de Letras de la Universidad San Marcos. Cerró el fólder y se entretuvo, otra vez, en parpadeo del cursor. Definitivamente estaba frente a un gran problema. Luego de un rato, apagó la computadora.

Había cumplido los dieciocho años hacía tres meses. En la foto de su documento de identidad aparecía con el cabello bastante largo, pero desde hacía un mes se le había dado por tenerlo muy corto. Eso, más sus lentes de carey grueso, hacía que resaltara la palidez de su rostro, pero así se sentía más cómodo. Abandonó su mesa de trabajo y se acercó a la ventana de su cuarto, la que daba hacia la calle: la resolana de la tarde aún era intensa y la gente que pasaba por su calle todavía parecía sofocada por el calor. Más allá de las casas y edificios empolvados que cortaban el horizonte de esa parte del Rímac - en donde había vivido desde la muerte de su padre -la cruz del cerro San Cristóbal parecía incrustarse en el cielo extrañamente límpido de Lima. Apoyó los codos en el alféizar de la ventana. Ya habían pasado tres años desde la muerte de su padre, dos años desde que había terminado el colegio y ya estaba por terminar el ciclo anual en una academia preuniversitaria. Eduardo suspiró muy hondo. Hasta ahora había conseguido resistir todas las arremetidas de la fatalidad, pero ya no estaba seguro de seguir lográndolo. . Volvió a suspirar. Después de un rato, salió de su habitación porque era la hora en que su madre llegaba del trabajo para almorzar con él.

- Este fin de semana, me toca turno en la tienda – dijo mamá, mientras retiraba el plato de sopa y acercaba el arroz con pescado frito -. Tendrás que cocinarte tú solo.

- Está bien – dijo Eduardo -; no hay problema. Además tendré tiempo porque este domingo no hay ningún seminario en la academia. Estudiaré en casa.

Comieron un buen rato en silencio. El comedor y la sala estaban en el mismo ambiente. Lo cierto es que su departamento tenía solo ese ambiente común, más la cocinita, el patiecito para el lavado. Después solo estaban los dos cuartos. Había un televisor y un radio grande sobre un aparador arrinconado en una de las paredes, luego dos viejos silloncitos azules y una pequeña mesa de centro que parecía algo astillada. En las paredes laterales, algunos cuadros de flores y en la pared principal, un gran cuadro con la fotografía de papá, mamá y él cuando apenas era un niño que terminaba la primaria: lucía una toga y un birrete, usaba lentes, y papá y mamá lo flanqueaba felices.

- Los del banco me han avisado que no me darán el préstamo – le notificó la madre, en un tono secó y frustrado.

- ¿Cómo? ¿Cuándo? – preguntó Eduardo.

-- Ayer me llegó la carta al trabajo, pero solo hoy día me la han alcanzado – le contestó la madre.

Luego siguieron comiendo en silencio. Ella tenía puesto todavía el guardapolvo gris que usaba en el trabajo. Los viernes se traía el uniforme para lavarlo y llevarse el otro. Su cabello ya algo cano estaba recogido en un moño y lucía un rostro totalmente limpio, sin nada de maquillaje. Eduardo, sabía que ese recato y sobriedad en sus ropas y sus arreglos era porque aún mantenía un luto escondido por papá. Sin embargo jamás habían hablado de ello. Por lo general no hablaban mucho, más allá de algunos llamados de atención, jamás habían discutido y se llevaban bien, pero hablaban poco. Eduardo sentía que algo se había trabado en mamá desde hacía tiempo, y que eso ocasionaba que no hablara más allá de las cosas domésticas de la casa y del dinero. Todo, en cambio, había sido muy distinto con papá; él era conversador y ameno; abría el baúl de sus recuerdos y anécdotas cada vez que hallaba una oportunidad; indagaba sobre cada aspecto de la vida de Eduardo con la curiosidad de un niño y sin dar señales de estar evaluando lo bueno y lo malo de los episodios de su vida. Él también lo extrañaba todavía, y mucho.

- Lo de malo – agregó la madre - es que ya estamos atrasados tres meses en la cuota del departamento y encima hay que pagar el préstamo que le pedimos a la cooperativa.

- Lo sé – dijo Eduardo -. Lo sé – volvió repetirlo monótonamente.

- No sé qué vamos a hacer – masculló la madre casi para sí misma. Luego, con la mirada hacia la ventana que daba al patiecito de lavado -. Solo queda lo del aumento en el trabajo, a ver si sale.

- También queda que yo encuentre trabajo – dijo él, y se instaló un largo silencio en la mesa.

Una navidad, le preguntaron qué quería de regalo y él había estado aguardando por mucho tiempo la pregunta porque ya tenía la respuesta precisa. Quería un juego completo de piezas para construir pequeñas casitas: de grande había decidido ser constructor. Luego le explicaron que, entonces, lo que quería era ser ingeniero civil, y quedó satisfecho con el nombre: iba a ser ingeniero. Nunca tuvo muy claro cuándo se le vino al idea. Tal vez de oír alguna conversación en el colegio o cuando fueron a ver los departamentos en la época en la que estaban buscando uno para comprarlo a plazos. Puede que allí. < Pero, eso sí, tienes que ser muy bueno en matemáticas >, le había dicho papá. Y aquella vez, él había contestado que las matemáticas eran fáciles en su colegio.

- No vas a poder – dijo la madre.

- Pero debería, ¿no? – señaló Eduardo - Necesitamos más dinero.

Mamá se quedó un rato en silencio, como meditando en la pregunta. Su rostro aún lozano no delataba ninguna expresión. Luego se limpió los labios con la servilleta y comenzó a levantar la vajilla apaciblemente.

- En fin – dijo ella - ya veremos luego qué vamos a hacer – lo miró a los ojos unos segundos -. Aún tenemos algunos días para el pago – sentenció con un tono que indicaba el fin de la conversación. Antes de retirarse a la cocina le dejó una caricia en la cabeza -.Solo a ti se te ocurre cortarte el cabello tan pequeño – dijo con ternura materna.


SABADO 9 DE MARZO

A la salida de la academia, logró interceptar a la China y pudo acompañarla hasta su paradero. Eso le alegró la mañana. La China también usaba lentes, pero de marco muy delgado y se le veía muy bien. Lo cierto es que ella era linda de cualquier modo. Un poco más alta que él, el cabello lacio y la figura delgada sin llegar a ser flaca. Ella quería postular a Negocios Internacionales y parecía que iba a lograrlo porque era muy inteligente y estaba en los primeros puestos en los simulacros de ingreso que organizaba la Academia. Fueron por el camino más largo, uno que bordeaba un parque y luego les permitía pasear unas cuadras por la calzada central de la avenida Salaverry que desde hacía un tiempo lucía bonita, arbolada y fresca. Pensó si acaso no sería esta la mejor oportunidad para declarársele. Pero, entonces, como si fuera una ráfaga de calor importuno, recordó sus preocupaciones.

- Pareces nervioso – dijo la China - ¿Acaso es por el examen de la próxima semana?

- Un poco – le contestó él, algo evasivo -. Creo que como todos, ¿no?

- Sí, eso es cierto – reflexionó ella -. Te juro que yo sueño todas las noches con que ya estoy dando el examen – sonrió algo turbada -. Incluso hasta me acuerdo de algunas preguntas.

- No juegues – se rio también él.

- En serio – aseguró la China y se cogió del brazo derecho de Eduardo -. Te juro. No te burles – le reclamó engriéndose. Eduardo sintió el aroma de su champú frutado tan cerca que hubiera querido besarlos – Ya, te digo una – dijo ella haciendo un ademán como si buscara recordar las palabras exactas -: ¿De qué trata el primer capítulo de la Constitución Política del Perú?

- Y tú, ¿qué pusiste en tu sueño? – preguntó él.

- Pues la alternativa “A” – respondió la China inmediatamente -; o sea la que decía: Derechos fundamentales de la persona.

- A qué fácil te pones el examen, China.

- Anda, tonto. Yo no lo hice – luego se volvió a reír -, solo lo contesté.

Caminaron un rato en silencio contemplando las copas de los árboles y viendo a los corredores y ciclistas que iban y venían sudorosos por la calzada. Eduardo hubiera contarle su dilema. Quién más que la China, tan inteligente, tan amable, (¿también enamorada cómo él?) como para abrirle su corazón y decirle, solo a ella, que estaba pensando finalmente no postular el sábado siguiente, que había estado sacando sus cuentas y que todo se estaba derrumbando alrededor, que no era justo que su mamá se esté matando con un trabajo a doble turno, mientras él solo estudiaba y recibía dinero para los pasajes, para las fotocopias, hasta para las golosinas. No estaba bien.

- No estaba bien, ¿qué? – le preguntó la China y la voz serena de ella lo regresó momentáneamente de sus cavilaciones.

- Nada – respondió Eduardo -. Me fui al espacio por un rato.

- ¿Hay algo en que pueda ayudarte, Eduardo? – le preguntó la China. Eduardo se dio cuenta de que la China hablaba muy serio. Lo supo por el tono de su voz y porque, deteniéndose, lo miro a los ojos con toda la disposición que cabía en su corazón. , pensó.

- No, amiga, no te preocupes – le contestó él -. Como dices, son los nervios de la postulación. - - ¡Ah!, bueno, pero no me asustes – dijo ella mientras reiniciaban la caminata -. Por un momento pensé que tendría problemas para el sábado.

- No te entiendo – dijo él, cauteloso.                                                                                                          - O sea, tú sabes, que de pronto te sintieras inseguro – le contestó como ordenando sus palabras -. No sé, que a lo mejor no quisieras postular.                                            
 - Sí quiero postular, China, en verdad que quiero…- No me hagas caso, entonces – dijo finalmente la China -. Toco madera para que nada pase – Luego cambió el tono de su voz - El sábado la hacemos entonces. Somos cachimbos. ¿Sí?                                                                          - Sí…, claro – dio Eduardo.                                                                                                                       Las últimas cuadras antes de llegar al paradero de la China, repasaron Lenguaje: categorías gramaticales y sus accidentes. También algo de Razonamiento Verbal: las clases de homónimas y las clases antónimos. Ella le dio un beso muy fuerte en la mejilla antes de subir al ómnibus y le estuvo haciendo adiós con la mano, desde su asiento, hasta que el vehículo emprendió la marcha y se perdió en el horizonte.                                                                                                                                                                                                                                            Miércoles 13 de marzo                                                                                                                                      Se había encontrado con su tío por casualidad, incluso trató de evitarlo cruzando hacia la otra vereda, pero la luz roja y la prisa de los carros no lo dejaron. Ni modo. Después de un rato ya estaban sentados en el café Berisso de la avenida Arenales. Su tío Carlos se bebía lentamente un café muy cargado y a él le había invitado una cremolada de maracuyá. En el medio de la mesa había unos cachitos de mantequilla que, según el tío eran muy ricos y, principalmente, baratos. Ya le había preguntado sobre su mamá, sobre la salud y también le había estado contado sobre unos negocios que estaba haciendo en provincia: negocio redondo, sobrino. Plata rápida y sin mucho trámite.El café Berisso era fresco por los techos altos, y en verano, tenía encendidos algunos ventiladores. Había un televisor grande que transmitía un programa de noticias, enmarcado en una de sus paredes, pero que muy pocos miraban. Desde sus ventanas se veía la avenida Cuba como un cuadro urbano luminoso y a punto de incendiarse por el intenso verano.                                                                                                                                  - ¿Cómo va el asunto de tu ingreso? – le pregunto su tío.- Va bien, tío – contestó Eduardo, un tanto esquivo -. Este sábado me toca postular.- Y tú qué crees – preguntó otra vez el tío -, ¿la agarras?- Yo creo que sí, pero siempre puede pasar algo – respondió Eduardo.- Tu padre siempre quiso estudiar una carrera – rememoró el tío -. Quería ser doctor, pero doctor de una vaina que tenía que ver con lo de las enfermedades del corazón.- Cardiología – definió Eduardo -. Sí. Lo sabía.- Solo que las cosas no se le dieron - recordó el tío. Bebió otro sorbo de café -. En fin, no le fue mal. Hizo negocios como yo. Ayudó a la familia. Nos dio una buena mano. Luego conoció a tu mamá. Formó una familia. Lástima que se haya ido tan joven. No pudo estar la noche en que falleció su papá. Los doctores ya habían vaticinado lo peor. Ellos dijeron que solo había que esperar. Fueron unos días muy duros. No obstante, Eduardo sí sabía lo que su papá esperaba de él. Lo habían conversado varias veces. En cierta forma, a pesar de ser padre e hijo, y quizás porque la muerte idealiza a las personas, tal vez; pero Eduardo lo recordaba como el mejor amigo que tuvo.- Entiendo que tienen problemas de dinero, ¿cierto? – interrogó el tío, mientras mordía unos de los cachitos de mantequilla.- Sí, tío – contestó él.- Y qué piensas al respecto – volvió a interrogar el tío, aun sin mirarlo a los ojos.- No estoy seguro – dijo Eduardo. Espero unos segundos. No estaba seguro de lo que iba decir -. Estaba pensando no postular por ahora, y ponerme a trabajar hasta que se nivelen las cosas – respiró hondo -. Y solo luego, intentar lo de la universidad. - Es una buena idea – dijo el tío.

Eduardo también cogió un cachito de mantequilla, pero el sabor de la mantequilla no se compatibilizó con el de la cremolada de maracuyá. De todas maneras, siguió mordiendo para cubrir un tanto el silencio que se había instalado en la mesa.
- Tío, ¿tú qué harías? – preguntó esta vez Eduardo.
- ¿Yo? – retrucó el tío. Después se quedó en silencio un rato mientras sorbía lo último de café que quedaba en la taza – Yo haría lo que tú dices. Yo no entiendo bien el asunto de las universidades, sabes. A mí me interesa tener a mi familia bien y con lo que yo hago no me va mal.
- Gracias tío, lo tomaré en cuenta – dijo Eduardo.

Después el tío pidió la cuenta, pago, y se quedó mirando el último cachito de mantequilla. , dijo. Y masticó el último un buen rato. Luego miró a su sobrino como si reconociera a alguien que hacía tiempo no había visto. Salieron a la avenida Cuba. Unas nubes habían cubierto al sol y había un fresco momentáneo en el ambiente. Se dieron la mano, y antes de que el tío le soltara la mano le dijo:
- Pero, sobrino, esa es la decisión que yo hubiera tomado – le puso una mano sobre el hombro -. Sin embargo, tú eres hijo de tu padre y él, siempre pensaba distinto, era un soñador, medio loco.
- No entiendo – dijo Eduardo.
- Lo que quiero decir, es que yo siempre lo admiré.

Le soltó la mano y se despidió diciéndole que le dijera a su mamá que lo llamara. A ver qué se podía hacer. Se perdió por la avenida Arenales: curvado, algo canoso, pero con el paso apresurado.

VIERNES 15 DE MARZO

Se habían juntado en la casa de Gabriela - que era la más entusiasta e hiperactiva de todos - para dar una última repasada antes de irse a descansar y tomar fuerzas para el examen. Gabriela vivía por la avenida Colonial, en una casa de dos plantas muy bonita. Todos se habían arremolinado en el jardín en torno a un árbol de manzano y los cuadernos, los libros, lapiceros y resaltadores estaban desperdigados sobre el césped. A un costado, en una mesita, estaban dos jarrones de limonada que la mamá de Gabriela había puesto para que nosotros pudiéramos refrescarnos de tanto en tanto.

Eduardo había llegado un poco tarde porque primero había dado algunas vueltas por la avenida. Además, se había quedado dormido esa mañana y no había podido ver a su mamá que tuvo que salir temprano porque se iba a reunir con alguien. Nunca le dijo con quién. La verdad es que Eduardo tampoco estuvo muy entusiasmado en hablar con ella. Hubiera tenido que decirle que había decidido no postular por esta vez y que iba a esperar hasta la siguiente convocatoria. Al menos estaba casi seguro de ello, o por lo menos, era lo que creía que debería hacer. No había podido dormir y se sentía algo malhumorado. Sin embargo, conforme había avanzado la mañana, decidió acompañar a sus compañeros al repaso extraordinario que habían organizado en la casa de Gabriela.

Se sentó, como siempre, al lado de la China. Percibió otra vez el a frutas de champú, pero luego ya no hablaron mucho porque en eso de estudiar, la China, y él mismo, eran bastante estrictos. Lograban desconectarse de todo lo demás y sumergirse en el temario que les tocaba. Aunque esa mañana, a él no le salía tan bien eso de la concentración, hizo cuánto pudo para estar a la altura de las circunstancias. Después de todo, se dijo, él iba a postular en algunos meses. Bien le valía el repaso.

Repasaron primero Álgebra y Gabriela, incluso, mostró la solución de un problema en una pizarrita acrílica que se había conseguido. Aplaudieron a la profesora que se agradeció con venías de teatro. Luego ya se concentraron en otros temas. Eduardo recordó las instrucciones del asesor de la academia. Había que llegar a tiempo a la universidad. Llevar un lápiz "b2". La China se levantaba el marco de los lentes, de rato en rato, con el dedo índice. No olvidar que según Tales de Mileto todo es agua. Tener tranquilidad porque en los momentos difíciles es donde se demuestra el temple de las personas, al menos eso dicen por allí. No olvidar de llevar el carné de postulante. Tampoco hay que olvidar que todo es relativo y que, finalmente, lo único absoluto es que todo es relativo. Tener ganas de mandar de paseo a todos los que se cruzan en el camino los días previos a la postulación para preguntar cómo van las cosas. Hacer la cola ordenadamente y estar despierto porque hasta en colas como esas hay uno que otro ladroncillo que podría fastidiar el día, y hasta la vida, si acaso se roban la billetera con la documentación del distraído postulante.

Vamos, hay que repasar un poco más: en gramática hay categorías variables e invariables, y esto depende de los benditos morfemas flexivos, que no tienen que ver con la flexibilidad de los cuerpos que es más bien cosa de Física y que la palabra física es esdrújula y que lleva tilde general. Ah, y a propósito, el general Odría gobernó ocho años luego de derrocar a José Luis Bustamante y Rivero. No muy buen presidente, según dijo el profesor de Historia. Aunque también lo dice, en el curso de Literatura, un personaje en la novela Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010. Novelista que inició el fenómeno literario denominado Boom junto a Gabriel García Márquez, quien también obtuvo el Nobel de literatura 1982.

Estudiar un poco más, repasar razonamiento matemático en donde te plantean que tienes que llenar una piscina y tienes dos mangueras de diferente grosor. Mientras recuerdas que hay que buscar con calma que el salón coincida con tu código allá en la universidad. Ahora bien, si utilizas la manguera ancha tardarás 240 minutos (4 horas) en llenar la piscina. También es bueno darle una rezadita a Dios, por si acaso. Ahora bien, si utilizas la manguera delgada tardarás 360 minutos (6 horas) en llenarla. ¿Y eso qué importancia tendrá en la vida? ¿Cuánto tardarás en llenarla si utilizas las dos mangueras?

Contestar lo que se pueda. Empezar por las fáciles, recomendó el profesor peladito de Razonamiento Verbal en alguna de esas tardes de consejo; pero entonces aparece el viejo chiste de dónde están las fáciles, y ya basta de tonterías, porque a esto hay que ponerle seriedad. Hay que marcar con fuerza la alternativa que señale la analogía correcta, por ejemplo: postular - estado de locura temporal. A ratos tenía su chispa el profesor calvito.


SABADO 16 DE MAYO

Cuando abrió los ojos, aún amodorrado por el sueño, vio que su madre estaba sentada en el borde de su cama totalmente vestida como para salir. Había una sonrisa plena en su rostro.
- Tienes que levantarte ya – le dijo -. Te queda poco tiempo para cambiarte, desayunar y llegar al examen.
- Mamá – dijo Eduardo -, yo había decidido otra cosa. Tendría que habértelo dicho ayer.
- Lo sé – dijo mamá. Estaba alegre, con una mirada serena -. Lo sé. Y me alegra de que seas tan buen hijo; pero tienes que saber que tú yo somos un equipo de pelota.
- De fútbol – corrigió Eduardo, mirándola algo extrañado.
- De lo que sea – alegó ella -. Lo que te quiero decir es que a tu padre y a mí nos gustaba soñar, y, sabes, tú eres uno de esos sueños hechos realidad.
- No entiendo bien a dónde quieres llegar, mamá – dijo Eduardo sentándose en la cama y restregándose un tanto los ojos.
- Que me disculpes porque yo también me he estado equivocando – contesto ella -. He estado mucho tiempo lamentando lo de tu papá y me estaba olvidando que parte de él está aquí, sentado, con cara de sueño y a punto de hacer una tontería. Tú tienes que seguir con lo que quieres hacer. Es tu deber. Ese es también mi sueño.
- ¿Y la plata? ¿Qué vamos a hacer?
- Todavía no tengo la menor idea, hijo
- Y entonces
- Pero, todavía estamos los dos. Hay mucho que podemos hacer.

A las siete y treinta de la mañana, Eduardo era apenas una silueta casi imperceptible en el muchedumbre de jóvenes que se ordenada en las puertas de la universidad para el examen de admisión. El cielo era plomizo aún, pero se presagiaba que pronto iba a despejar y que iba a haber un día radiante. Cuando las puertas se abrieron para el ingreso, Eduardo no pudo ver a mamá, pero sabía que ella estaba por allí, mirándolo. 

11 December 2013

NUEVO LANZAMIENTO EN BIZARRO JUVENIL


SAPOS, LORNAS Y OTRAS ESPECIES (GUSTAVO RODRÍGEZ)


"Por la ventanita"


A los trece años hubiera comido basura con tal de tener un par de zapatillas Puma. A veces me soñaba sentado en la cama de mi habitación sacando de su caja alemana unas de cuero blanco con la banda azul curvada que, según mis reflexiones adolescentes, estilizaba la cola de un felino rampante. Luego ponía una de las zapatillas a la altura de mis narices y, con la emoción de quien alza a su primogénito por primera vez, aspiraba largamente aquel cuero que había cruzado el Atlántico para terminar, quién sabe por qué circunstancias, pisando polvo en una mediana ciudad del norte peruano. En mis sueños también me veía sentado con angustia en la misa a la que nos obligaban a asistir los curas del colegio, preguntándome si valía la pena ganarme un pecado mortal con tal de lucirlas en público. El cura Espósito habría caído fulminado por la furia si se hubiera enterado de que, para los adolescentes de Trujillo, el pasillo de su iglesia que conducía a sus feligreses al altar era la pasarela de un desfile de modas donde podíamos despertar envidias y hacer demostraciones de poder. De haber llegado a tener un par de Pumas es muy posible que me hubiera animado a comulgar sin haberme confesado. Se me habría hecho irresistible la idea de avanzar lentamente por aquella alfombra roja camino al cuerpo y la sangre de Cristo, sabiendo que, con toda seguridad, mis compañeros estarían examinándome del cuello a los pies, si usas polo Lacoste y jeans Jordache te voy a respetar un poco más que si usas camisa sin marca y jean nacional, hasta que mis Puma hacen su aparición imponente rumbo a la hostia, despertando envidias porque son la marca más difícil de conseguir en seiscientos kilómetros a la redonda.
Estoy seguro de que si mi fantasía se hubiera hecho realidad, Mirko hubiera sido el más envidioso de todos mis compañeros. Tengo la impresión de que nada le complacía más que mostrarse, cada vez que podía, con alguna nueva prenda de categoría.
Pero yo no puedo arrojar la primera piedra.
Recuerdo con nostalgia indulgente la noche que fui a buscar a Mirko para ir a la misa del domingo. Salió al portal con un cortavientos blanco que ya le había visto y un pantalón celeste de corduroy que su mamá le había traído de Miami un par de meses atrás. Pero fue lo que llevaba bajo la basta de los pantalones lo que encendió mi codicia. Eran unas naves blancas. Un portento de ingeniería. Unos templos gemelos que dejaban a mis zapatos como burda artesanía para proteger los pies. Eran unas Puma tan hermosas que hasta ahora no las he podido olvidar. Su padre se las acababa de traer de Europa porque había llegado a culminar el año escolar con sólo dos notas reprobatorias. Eran totalmente blancas y absolutamente de cuero. La banda lateral que distinguía a la marca no tenía un color adicional, como era costumbre. Estaba delineada por agujeritos perfectos que, en su conjunto, la dibujaban sobre el cuero cual línea de Nazca. Pero la gran innovación de aquellas maravillas del diseño alemán descansaba en el lugar donde debían estar los pasadores. Durante trece años me había acostumbrado al concepto de que, para ponerse zapatillas, hay que aprender primero a amarrar un lazo. Pero las zapatillas que Mirko bajó por la escalera de su casa desbarataron en un segundo las teorías de mi universo conocido. Sólo años después tuve la misma sensación en mi primer trabajo, al descubrir que ya no era preciso utilizar un mensajero para enviar papeles a distancia. El fax se había inventado. Y, en el caso de las Puma de Mirko, las bandas de pega-pega habían nacido.
Mirko sabía muy bien el efecto que aquellas zapatillas podía lograr sobre todos nosotros. Y, por ello, debía cuidarlas como el tesoro que eran. Al darse cuenta de que cada paso que daba arrugaba irremediablemente el cuero del empeine, sacó partido de la enorme confianza que me tenía y, sin avergonzarse, empezó a caminar sin doblar los pies, apoyando totalmente las plantas como quien pisa globos en una fiesta infantil.
Por mi mente no cruzó la más leve intención de reírme de él.
Yo habría hecho lo mismo.
Pero el reinado absoluto de las zapatillas de Mirko declinó inevitablemente cuando, al año siguiente, los noticieros mostraron a John McEnroe mandando a la mierda al juez del partido mientras alzaba insolente su raqueta Head de aluminio. ¿Qué marca eran aquellas zapatillas que aquel rebelde usaba? ¿Qué simbolizaba aquel listón azul a los costados?
En esos momentos, en el estado norteamericano de Oregon, algunos ejecutivos caucásicos no tenían ni la más remota idea de cómo se pronunciaba Trujillo, ni sabían si valía la pena gastar un alfilercito en aquella nueva conquista en el mapa mundial de su marca bautizada en honor a una diosa griega.
Cabeto fue el primero que estrenó aquellas zapatillas en la misa del domingo. Eran igualitas a las de McEnroe pero, a diferencia de las Puma de Mirko, usaban cordones para amarrarse. Poco importaba. Eran Nike.
Mientras yo ahorraba mis propinas para mandarme traer unas de Lima, Mirko se había visto obligado a usar métodos más drásticos. En esa época su padre le había negado dinero por culpa de sus notas cada vez peores, y aquel castigo lo llevó a tener que usar la ventanita con mayor frecuencia.
El padre de Mirko era el dueño de la farmacia más grande de la ciudad. Su puerta metálica enrollable lucía a todo lo ancho, orgullosa, el apellido de su familia. De la pared de la fachada asomaba hacia la calle un gran letrero luminoso bajo el cual, una noche a la semana, se encendía un letrerito rojo que decía “Turno”. En aquellos días era obligatorio que toda farmacia atendiera un día de la semana durante toda la noche. Pero las ansias de calzar un par de Nikes hizo que Mirko encendiera el letrerito rojo una vez adicional, una hora antes de la retreta dominguera.
Una noche me convenció de acompañarlo en su operación clandestina. Entramos agachados por la puertita hija de la gran puerta enrollable, abrimos la ventanita metálica, y encendimos el letrero de “Turno”.
Mientras yo sintonizaba música en una radio cercana a la caja, Mirko había ido a la trastienda a buscar el vademécum que le servía de guía en los casos en que le era difícil encontrar una medicina en los estantes.
Era extraño estar en un lugar así y en esas circunstancias. La unión de la penumbra y el olor a medicina me puso nervioso, y busqué algo con qué entretenerme. Lo primero que se me ocurrió fue tratar de ubicar la sección de condones, y no tardé en hallarlos. Le comenté a Mirko lo sorprendido que estaba por la variedad de modelos y texturas con que los fabricaban, pero no pareció interesarle. Pensé que como había crecido entre ellos, para él eran algo tan usual como pueden parecerle un par de tuercas a un ferretero. Pero la razón de su silencio era otro. Estaba contrariado porque ya habían transcurrido treinta minutos desde que habíamos encendido el letrero y ningún cliente en emergencia había aparecido. Solamente quedaban treinta minutos más para no llegar tarde a la retreta. Sólo cuando inflé un extralarge con espuelas, y empecé a dominarlo con los pies, su cara sonrió algo. Ya vendrá alguien, lo animé. Fue cuando estábamos haciendo un pin-pon de cabecitas con aquel globo improvisado que unos golpes desesperados en la puerta llamaron nuestra atención. Mirko sonrió con nerviosismo y caminó rápidamente hacia la ventanita. La voz del cliente me pareció conocida por lo altisonante y creo que Mirko conocía a su dueño, porque lo saludó con una familiaridad que no se le entrega a cualquier comprador en apuros. Del diálogo que sostuvieron yo sólo alcancé a escuchar una palabra extraña que terminaba en “on”. Me di cuenta de que algo raro estaba pasando cuando vi a Mirko buscar contento la medicina solicitada en el vademécum, para después cambiar de actitud y quedarse largo rato leyendo el texto relacionado al medicamento. ¿Qué pasa?, le pregunté. ¿No sale ahí la medicina?
Se quedó pensativo, sin responderme, hasta que unos manotazos en la puerta metálica lo hicieron decidirse.
¿Ya, carajo? ¡¿Por qué te demoras?!
Aproveché que Mirko había ido a ubicar la medicina al estante, y leí la página abierta del vademécum. Ante mí apareció la palabra Cloroferón, Laboratorios Pfiden. Tenía un sello rojo muy claro que decía “Obligatoria prescripción médica”, y una anotación con la letra del padre de Mirko que decía “¡Ojo!”. Pensé que, obviamente, ese medicamento contenía algún compuesto prohibido para la venta libre. Mirko me había contado que, en una ocasión, su padre despidió a un empleado de la farmacia por haberle vendido Diazepan a una chica desesperada durante una noche de turno. Si la chica hubiera tenido un problema a causa de sobredosis, el responsable de la farmacia infractora habría acabado en la cárcel, cosa poco probable en Trujillo, y mucho menos tratándose de un profesional tan conocido como el padre de Mirko. Ahora me explicaba la contrariedad en el rostro de Mirko al darse cuenta de la turbia historia del Cloroferón. Sin embargo, en el vademécum encontré un dato que llamó mi atención mucho más que la advertencia junto al nombre de la droga.
El precio de cada frasco era altísimo. No recuerdo la cifra pero, en ese momento, calculé que con ese dinero podía haber llegado a tener cuatro cartuchos de Atari o la mitad de lo que costaban un par de zapatillas decentes.
Cuando Mirko regresó con la medicina lo atajé. ¿Vas a venderle esa huevada? Él me miró sonriendo nerviosamente. ¿Sabes quién es?, preguntó señalando la ventanita. Mi silencio le dio el ánimo para contestarme envalentonado.
Es el loco Iturriaga, me dijo. ¿Quieres que me abolle la puerta a patadas? ¿Quieres que me saque la mierda mañana en el colegio?
Pensé en preguntarle si aquel miedo a la reacción de Iturriaga era la verdadera razón de la venta. Pero me quedé callado.
Aquella fue la única transacción de esa noche, y cuando salimos rumbo a la retreta, a Mirko le había regresado el buen humor. En la Plaza de Armas ya había gente dando vueltas y autos estacionados con los parlantes retumbando. Pronto nos encontramos con Cabeto y María Eugenia, su primera novia, y comenzamos a pasear alrededor de la plaza tomando nuestro lugar en aquel tonto carrusel que son las retretas de provincia. Cuando estábamos frente a la catedral unos gritos desesperados llamaron nuestra atención y pudimos ver que un remolino de gente se estaba formando junto a un auto estacionado. Una chica gritaba lisuras irreproducibles y alguien a su lado pedía una ambulancia. Cuando llegamos al centro del remolino y pudimos ver lo que ocurría, Mirko y yo nos retiramos con los corazones en nuestras bocas. En el suelo una chica se agarraba la cara ensangrentada y, más allá, el loco Iturriaga exclamaba palabras entrecortadas agitando una botella rota de cerveza.
Mirko no se atrevió a mirarme mientras nos alejábamos y empezó a caminar más rápido, como perseguido por su culpa.

No pude dormir muy bien aquella noche, y me imagino que Mirko tampoco. La imagen del loco blandiendo la botella me persiguió implacable hasta cerca del amanecer. Su apodo era el correcto. Había que estar loco para usar unas zapatillas marca Sinfín teniendo la plata que tenía.