26 November 2014

ADELANTO DE NOVELA "SI MI AMOR FUERA COMETA"


CAPÍTULO 1




UN PUEBLO, 1971



Emilio y el Barbas llegaron al pueblo al mediodía. El sol caía verticalmente y producía un bochorno insoportable dentro del auto. Una cerveza helada les hubiera sentado bien. Hicieron un recorrido por las tres únicas calles del lugar y no encontraron a ningún lugareño que les pudiera indicar alguna bodega.

El pueblo era pequeño y tenía la apariencia de ser un lugar apacible que solo se veía perturbado por el cambio de clima, cuando llegaban las lluvias. La primera calle –la más larga– llevaba el nombre de avenida San Pablo y por ella se extendía la Panamericana Norte, donde, de vez en cuando, transitaban los ómnibus y camiones que iban hacia Piura; la segunda era la calle Real, una calle polvorienta poblada por casas de un solo piso; y la tercera era la calle 28 de Julio, donde vivía el alcalde del pueblo y desembocaba en la plaza. Las otras calles eran tan insignificantes que ni siquiera tenían nombre. Salvo la residencia del alcalde, todas las viviendas eran de adobe con techo de calamina.

El auto, un Mustang convertible de color azul, conducido por el Barbas, circulaba lentamente buscando un lugar donde comprar alguna cerveza. En la radio sonaba el último éxito de Los York´s:

                         “Abraza, abrázame baby,
                         abraza, abrázame así.
                         Entre mis brazos nena,
                         tú siempre estarás
                         para poder decirte
                         cuánto te quiero yo”.

Finalmente, llegaron hasta la plaza y se estacionaron en una bodega. El Barbas descendió del vehículo e ingresó al establecimiento. Llevaba un polo negro sin mangas que le permitía lucir un águila tatuada en el brazo derecho, un blue-jeans gastado y unas botas texanas marrones que terminaban en punta de acero.

La tienda era pequeña y mal iluminada. En un viejo armario se mostraban los escasos productos, todos llenos de polvo. La anciana que atendía tras el mostrador se atemorizó un poco cuando vio al voluminoso hombre que cruzó el umbral de la puerta de zinc. Desde un primer momento pudo adivinar que era un forastero. El pelo largo, la barba crecida al descuido y los lentes oscuros que llevaba no eran propios de los lugareños.

-Buenas tardes, señora, ¿me podría vender una cerveza bien fría? –preguntó el Barbas, sacándose los Ray-Ban, con un tono de voz alto para que la vieja señora lo pudiera escuchar.
                                                                                        
La anciana se levantó de la silla, miró al hombre de pies a cabeza y, al fin, alcanzó a decir:

-No vendemos cerveza, jovencito. En este pueblo sólo se toma chicha de jora.
-Ok. ¿Y sabe usted dónde puedo encontrar un lugar donde vendan chicha de jora,  señora?
-Tiene mucho lugares, joven, pero el mejor es el chicherío de Saco-mocho.
-¿Sacomocho?
-Sí, como escuchó. Es un hombre pequeño que siempre anda de saco y corbata.
-Ya entiendo. Y, ¿dónde está el lugar?
-Al final de la avenida San Pablo, casi llegando al cementerio.
-Muy bien, señora, gracias –se despidió el Barbas.

Antes de salir preguntó si vendían Coca-cola. “En este pueblo no va a encontrar nada, jovencito”, respondió la mujer vieja con mucha seguridad. El Barbas llegó hasta el Mustang, lo puso en marcha e inmediatamente se dirigió hasta el chicherío.

El lugar era una casa de adobe de una sola planta, sin ventanas y con una puerta de calamina. A la entrada había un gran patio sin paredes laterales y con techo de esteras, en donde se atendía a los clientes. Se sentaron en una mesa larga con bancas de madera. El Barbas golpeó la mesa con el llavero del auto. Al momento, salió una jovencita vestida de negro, de cabellos largos y rostro mochica.

-Una jarra de chicha –ordenó Emilio.
-Buenas tardes, joven –dijo la muchacha haciendo una venia y cogiéndose las manos-. La chicha no se vende por jarra sino por balde.
-Bueno, tráenos un balde –ordenó el Barbas.

La muchacha ingresó a la casa y minutos después salió con un cubo lleno de chicha de maíz y dos vasijas de calabaza. Colocó el balde en el centro de la mesa y los recipientes a cada lado. “¿Lo acabaremos?”, preguntó Emilio. “De todas maneras”, respondió el Barbas. Vertieron la bebida en las vasijas e hicieron un brindis. 

-¡Salud! –dijo Emilio, acercó la vasija a su nariz y pudo sentir el fuerte aroma de la chicha fermentada-. Y que todo salga bien.
-¡Salud! –brindó el Barbas y chocó su vasija con la de Emilio-. Si todo sale como lo hemos planeado, estaremos regresando a Chiclayo hacia la medianoche.

Las vasijas produjeron un sonido opaco al chocar. Apuraron la bebida y volvieron a brindar. Por un momento, Emilio  se sumergió en sus pensamientos y llegó a preguntarse si valía la pena hacer todo lo que estaba haciendo para conseguir algo que, tal vez, le estaba negado desde siempre; pero ya estaba allí y no podía dar marcha atrás. Se sentía como un pescador en alta mar que ha lanzado el cordel con todos los accesorios indispensables para capturar un buen botín, pero que ignora si va a tener éxito o no en su empeño. Lo que iba a ocurrir a partir de ahora definiría su futuro por el resto de su vida. Tenía ganas de levantarse y regresar a la ciudad, pero el Barbas, como adivinando su pensamiento le dijo: “No te preocupes, todo va a salir bien”.

-Hace poco me acaban de enviar el último disco de Janis Joplin –agregó el Barbas para sacar a Emilio de su aislamiento.

-Así, y ¿cómo haces para conseguirte esos discos?

-Me los envía un primo de San Francisco. Él está metido en todo el movimiento hippie y todo ese rollo. El anteaño pasado, en agosto, estuvo presente en el concierto de Woodstock, fue un vuelo total. Además de los discos, me ha enviado unos ácidos que son muy buenos.

-¿Unos ácidos? –preguntó Emilio sin mucho interés.

-Sí, son unas cápsulas que te las tomas y entras en un estado de psicodelia total: ves todos los colores muy vivos y llegas a una revelación total. Un viaje alucinante. Lo que los budistas logran con muchos años de meditación, lo hacen los hippies en media hora con esas cápsulas.

-En lugar de estar pensando en alucinógenos, deberías preocuparte por lo que está pasando en el mundo. Nixon acaba de ordenar el retiro de las tropas norteamericanas que ingresaron a Camboya en abril pasado, y acá, el chino Velasco, en nombre de la revolución, va a llevar al país al diablo. La reforma agraria que se está implementando no va a funcionar si no se concientiza al campesino. Por ejemplo, en Cuba la cosa está funcionando. Allá se está formando al “hombre nuevo”.

-Mira, no me vengas con tus discursos izquierdosos. En Cuba, el barbón de Fidel aprovecha su política educativa para idiotizar la gente. A eso le llamas hombre nuevo, a una sarta de autómatas con el cerebro programado para luchar por la revolución socialista, y ¿para qué?, para terminar como el Che Guevara: muerto como un perro en un lugar inhóspito de Bolivia. No te has enterado de las miles de personas que huyen de la isla hacia Miami. ¿En qué mundo vives, ah?, ¿en el mundo del materialismo dialéctico e histórico? No me hagas reír. Prefiero meterme un par de ácidos al cerebro y olvidarme de todo esto. Además, de alguna u otra forma tú también te has contagiado de la onda hippie. Mira tu pelo largo, tus patillas, tu camisita floreada, tu blue-jeans roto, tus zapatos macarios. No puedes negar que tienes un look hippie.

-Tienes razón, comparto algunas cosas de los hippies, como por ejemplo, la negativa de ir a Vietnam a matar gente inocente, pero lo que no entiendo es su pasividad. Ese Peace and love  no me convence mucho. Tal vez para ellos el “paz y amor” funcionen, pero para nosotros que estamos jodidos, es muy difícil hablar de paz y amor cuando la gente se muere de hambre.

El Barbas se detuvo a observar el rostro de Emilio: tenía una mirada profunda y despejada, los ojos claros, la frente amplia, las mejillas huesudas, los cabellos largos y desordenados.  Intuyó que estaba a punto de iniciar una discusión a las que lo tenía acostumbrado y decidió acabar  todo con un sonoro “¡Salud!”. A Emilio no le quedó más remedio que levantar el vaso y brindar.

Tal vez el Barbas tenía razón, pensó Emilio. ¿En qué mundo vivía?, ¿en un mundo elaborado de acuerdo con las leyes marxista? Pero, ¿no eran esas leyes las que explicaban mejor el mundo?, ¿no era la lucha de clases la teoría más coherente para explicar la evolución de las sociedades? ¿Acaso no era el imperialismo yanqui lo que impedía que los países latinoamericanos desarrollasen?

-Salud –volvió a decir el Barbas.


-Salud –repitió Emilio, apuró la vasija y se convenció de que en ese momento lo mejor era evitar pensar en política; ya tenía suficiente con el problema que iba a afrontar dentro de unas horas.

25 October 2014

RESEÑA SOBRE "SI MI AMOR FUERA COMETA"


SI MI AMOR FUERA COMETA (Bizarro Ediciones, 2014):

Ambientada en un periodo histórico fascinante, los años 70 de la dictadura del general Velasco en el Perú, la novela, gracias a la técnica narrativa de la focalización cero, consigue que el lector penetre hacia el fondo del alma de unos tipos humanos que bien tuvieron que existir en esa época. El protagonista, Emilio, representa a todos esos jóvenes estudiantes del movimiento de Vanguardia que protestaron contra el poder dictatorial del velascato. Si Alonso Quijano, mejor conocido como Don Quijote, por la lectura de tantos libros de caballería, decide hacerse caballero, Emilio a causa de las numerosas lecturas de Marx y Engels, decide abrazar los ideales izquierdistas a toda costa, poniendo en peligro su libertad y la felicidad de su familia. De nada le sirven las recomendaciones de su mejor amigo, El Barbas que, como Sancho Panza, trata de hacerle entender que debe dejar de ser tan idealista y soñador y volver a la realidad. Sin embargo, aunque El Barbas prefiere los ideales de la Derecha, nunca abandonará a su amigo y respetará y apoyará siempre sus decisiones, dando prueba de una amistad incondicional.

Aurora, la mujer de la cual se enamora Emilio, es una muchacha que también se ha dejado formar por sus lecturas, y en especial manera, por las obras de la feminista francesa Simone de Beauvoir. Gracias a la escritora, la chica toma consciencia de que las mujeres siempre han sido sujetadas al hombre y que ha llegado el momento de rebelarse. La rebelión de Aurora empieza por un corte de cabello y termina con la desobediencia hacia su padre, el pequeño dictador don Aníbal, que obstaculiza su libertad sentimental. Sin embargo, mientras Aurora sólo se rebela contra el padre, y no trata de hacer proselitismo con las demás mujeres, Emilio se rebela no solamente en el nivel personal contra don Aníbal, sino que también lucha contra el sistema político para los derechos de todos los jóvenes universitarios como él.

Las convicciones de Emilio lo llevarán hacia situaciones peligrosas y desagradables y, sin embargo, al final, el protagonista entenderá que la lectura no es una actividad “inocente”, que hay lecturas que nos forman y hasta nos pueden cambiar la vida, y hay que leer porque la lectura nos proporciona a los seres humanos esos momentos de reflexión y conocimiento del ser. Sin embargo, al lado de los ideales más exquisitos y trascendentales, afuera de la lectura existe el mundo de nuestros seres queridos cuya felicidad depende también de nuestros actos. La libertad es, pues, un camino difícil y largo que empieza por la toma de consciencia de unos ideales y termina en una gran responsabilidad personal.

Eleonora Lo Giudice

03 March 2014

SOBRE "LOS QUEHACERES DE UN ZÀNGANO"


De paseo por el mundo de un zángano
Transitando por el Jirón Camaná  encontré un ejemplar completamente nuevo de Los quehaceres de un zángano (Bizarro editores, 2008) de Fernando Morote .Debo confesar que desconocía el  título; sin embargo, el nombre del autor me resultaba familiar .No me equivoqué en mi sospecha. Sí, era el mismo personaje que se comunicaba conmigo a través de internet y me solicitaba libros de autores peruanos reconocidos como por ejemplo: Oswaldo Reynoso, Enrique Congrains, Sebastián Salazar Bondy, etc. Mi oficio de librero coincidió con este escritor peruano radicado en Estados Unidos del cual desconocía totalmente. Era el año 2008 y mis preocupaciones literarias se enfrascaban en aprobar los cursos de teoría literaria; el libro de Morote-en esa época -había pasado totalmente desapercibido para mí.
Las primeras líneas de la obra me divirtieron notablemente; personajes  de los que intuía su identidad, escenarios por donde transito diariamente, pequeñas historias dentro de la historia principal, un humor negro caracterizado por la limpieza de la prosa, elementos propios de los noventas que aún se mantenían en mis recuerdos y que poco a poco empezaban a tomar forma, posicionarse y aflorar nuevamente. Sin duda, todo ello, me dejó una satisfacción favorable. Aparte de esto, el texto  está escrito con un lenguaje coloquial con el que  sentí una rápida identificación. Entonces, surgió una  idea: Hacer una reseña de esta novela que se veía prometedora y que había pasado desapercibida por la crítica literaria  y por lo que hoy tal vez tenga mayor difusión: Las redes sociales.
Los quehaceres de un zángano se divide en dos partes: En la primera el autor refleja sus conflictos internos, hace un recorrido por sus años de infancia, nos muestra  su transitar por algunas zonas burguesas de Lima. Existe alguna que otras muestras de embriaguez que terminan en alguna delegación policial y el posterior asedio de la Guardia Republicana .La busca de una identidad, el resentimiento familiar, la lucha por superar la dependencia a las drogas ,el haber logrado ciertos triunfos personales; poco o nada importan para el personaje ,pero  sí a su familia. Deambular por algunas playas del sur plagado de pederastas, ser confundido con un senderista por llevar un libro de Mariátegui y por apellidarse igual que el número dos de Sendero Luminoso, acudir a centros de rehabilitación en donde es víctima de los peores insultos. Todo esto  recrea un ambiente decadentista, pero a la vez interesante a fin de entender cómo se proyecta la realidad limeña burguesa de fines de los ochentas y mediados de los noventas.

Federico Barrionuevo es un hombre de mediana edad que empieza a hacer un recorrido de su vida; desde sus años de infancia hasta el año de 1996, el transcurrir de este señor está marcado por el alcohol, la carrera de Derecho en la UNFV  y un tremendo rencor a medio mundo. El  espíritu literario de nuestro héroe se ve reflejado en los años de la guerra interna y del primer gobierno de Fujimori; una novia radicada en Chile por la que se desvive y el deseo de  superación personal reflejado en vencer sus antiguos vicios. En medio de estos conflictos logra desempeñar diversos trabajos como vendedor de carteras, estibador o funcionario de un banco .Su desencanto ante la vida es notoria, él sólo quiere ser escritor y subsistir en base a un trabajo relajado, excento de presiones y responsabilidades.
Dentro de este dentro de este deambular conoce a personajes entrañables de nuestro quehacer literario y cultural propio de los noventas y algunos que todavía están presentes .Podemos  encontrar referencias  a autores y editores desaparecidos como César Calvo, Julio Ramón Ribeyro, Antonio Cisneros ,Reynaldo Naranjo ,Jaime Campodónico .Los centros nocturnos  de Lima-de aquella época-matizan el escenario narrativo y son de importancia referencial ;la presencia de lugares como "Tutu Café" de La Molina, el local de la ANEA en el centro de Lima, "La huerta de los libertadores" de Jesús María ;El Juanito, El Piselli, La Noche y El Ekeko de Barranco, etc. El reflejo burgués decadentista, la multiplicidad de escenarios, el elemento temático  y la prosa de Morote hacen que el libro sea una vuelta entrañable a los años noventas.
La segunda parte de la novela es de tendencia personal y hasta tiene ciertos elementos de tipo confesionario. Existe un conjunto de cartas destinadas a un amor radicado en Chile, y un diario  que muestra sus páginas de manera desvergonzada. Al leer esta segunda parte del libro se me vino a la mente la figura de dos monstruos de la literatura universal: El primero es Joyce  cuando enviaba esas cartas tan íntimas a su esposa; cartas dotadas de una gran de una gran carga sexual, pero también de un profundo amor hacia ella. La segunda referencia va en relación este personaje creado por Nabokov -llamado Humbert Humbert-,en el que mediante un íntimo diario expone parte de sus revelaciones sexuales ,miedos, conflictos, e insatisfacciones.
Los logros de la novela se enmarcan en la técnica utiliza a manera de collage, el humor frente a lo absurdo y  lo caótico, la limpieza de la prosa y el estilo depurado hacen de la lectura un momento agradable; estos aspectos se pueden apreciar en lo que tal vez sean los pasajes mejor logrados: La erótica historia de Mamerto González y De paseo por el mundo de Kafka. Lo que se puede criticar al texto es la presencia de algunos lugares comunes, cierto desorden que aparece en la estructura de la primera parte, y que por momentos pareciera  más un libro de índole personal que literario. Al margen de ello, la calidad de Morote está presente y visualiza el futuro de un narrador sin tapujos ni convenciones formales. De aquel tipo de narradores que son pocos, pero que quedan en nuestro presente y que sin duda nos divierten, sorprenden y agilizan el gusto por lo subversivo en la literatura.

Rubén Javier
Lima,27 de febrero del 2014.


*Librero, director de Librería Rashomon, bachiller en literatura peruana y latinoamericana por la Universidad de San Marcos.

22 February 2014

Criaturas musicales y otros cuentos (Fernando Ampuero)


Mi buena estrella

Cruzaba en tren la pampa argentina. Había salido temprano en la mañana, desde Buenos Aires, camino a Santiago de Chile, y ahora, a media tarde, odiando el monótono traqueteo sobre los rieles, apoyaba la frente en el vidrio de la ventanilla. Estaba solo, somnoliento, en una cabina de seis comparti­mentos, y hacía esfuerzos por sacarme de la cabeza que me estuviera tocando vivir esa pésima combinación de circunstancias en que se juntan un buche vacío y unos bolsillos pelados.
Sentía un hambre bárbaro, de día y medio, y el paisaje, para colmo, no ayudaba. Era de un aburrimiento eterno, carente de lirismo, que no se congraciaba con los sabios versos del Martín Fierro. Nada interesante se veía en la famosa pampa: ni un altivo gaucho a caballo, ni un lejano ombú. La imaginación, por tanto, me arrastraba hacia fantasías culinarias, casi orgiás­ticas, dominadas por el sabor del chimichurri y el aroma de las carnes recién cocidas de la región: los bifes a la parrilla, los chorizos, las morcillas, los chinchulines, el jugoso cabrito crucificado frente a pequeños montones de humeantes brasas al rojo vivo.
La siguiente parada era Mendoza, al extremo opuesto de la pampa y a un paso de la cordillera. Allí, antes de pasar la frontera, debía bajar para hacer noche y cambiar de tren. Mi proyecto era dormir en una banca de la estación, pues mis fondos apenas alcanzaban para tres o cuatro tazas de café y algunos panes. A menos, claro está, que mi buena estrella, la más esquiva y neurótica de mis compañeras de aventuras, me sonriera con su brillo.
Y eso ocurrió. Mi buena estrella asomó, bajo una suave llovizna, no bien pisé el adoquinado de la ciudad de Mendoza.

La anodina calle de la estación se hallaba a oscuras, excepto por un cafetín de baja estofa que mostraba una gran ventana iluminada. Cortinillas a cuadros, percheros, una sólida barra de madera con estribo de metal. Previendo que mi nariz se pondría fría a la undécima hora de la banca, entré al cafetín y elegí una mesa apartada, en un rincón, liberándome de la mochila, en tanto ordenaba uno de esos contados cafés que consentía mi presupuesto.
El local, lleno de humo como un garito, congregaba a gente de trabajo: albañiles, fontaneros, obreros en mamelucos, mujeres envejecidas sin amor. La mayoría charlaba en murmullos, como suele hacerse tras una jornada agotadora, y todo lo que se oía era una especie de zumbido. Aunque, con regularidad, destacaba una voz tonante. Una voz seca y ruda que llamaba a un camarero sonámbulo.
–Un poco más de vino, chico –decía. (También demandaba queso rallado, pan, pimienta.)
La voz provenía de una mesa cercana a la mía ocupada por un sujeto canoso, de unos cincuenta años. Era un tipo en mangas de camisa, con brazos velludos y fornidos, que tenía un generoso plato de polenta ante sus narices y una botellita de boca ancha con tinto de la casa. Comía muy poco, pero bebía bastante.
Y no le habría conocido, me parece, si yo, al momento de beber el café, no hubiera sufrido un acceso de tos, lo cual me suscitó un atoro que me puso la cara roja en segundos.
–Jaláte una oreja –me dijo el viejo.
Tosiendo, y dándome golpecitos en el pecho con una mano, lo miré con ojos llorosos, aunque sin acatar su consejo.
–La oreja derecha –me instruyó–. Agarráte el pallar y pegá dos cortos jalones.
No pensaba tomar en cuenta tamaña estupidez, pero en la zozobra de mis convulsiones el viejo me clavó de pronto una mirada glacial.
Me jalé la oreja. Y al cabo de unos instantes el cielo encapotado de mis pulmones se despejó, dando paso a una alegre y ventilada mañana. (¿Coincidencia? ¿O acaso funcionó la maña de la oreja? Tal vez sea lo primero, pues no obtuve los mismos resultados cuando más adelante lo intentara en otros atoros y atragantamientos.)
–¿Se da cuenta qué frágiles somos los seres humanos? –comentó el viejo un poco después–. Basta una tontería para acabar fríos. Hay gente que se muere delante de uno porque se le atraca en la garganta un pedacito de carne. Se desesperan y se mueren, ¿no es increíble?
Asentí sin pronunciar palabra.
–A veces cuando estoy reposando en la cama y siento cómo sube y baja mi pecho con la respiración, me pongo a pensar en esto. Entonces me digo: “Si se parara este leve movimiento, si algo mínimo en este fino mecanismo interior se quebrara, se termina todo”.– El viejo se irguió en su asiento y sonrió–. ¿Esperás a alguien?
–No.
–Bueno, veníte a mi mesa que te invito una copa –dijo ofreciéndome una silla–. Andá, vení. –Aquellas palabras, de hecho, eran lo más reconfortante que había escuchado en las últimas horas. Y acepté sin remilgos, pues sabía que aquel vaso de vino, aparte de no costarme nada, me iba también a proporcionar un calorcito mucho más grato y duradero.
Ya más cerca, y tras beberme medio vaso, advertí que el viejo era uno de esos tipos fibrosos, de piel curtida y un tanto cargado de hombros, pero aún capaz de competir en esos juegos vascos que consisten en tumbar árboles a cabezazo limpio. Su boca, de labios finos, parecía una cicatriz en su rostro, y el color de sus ojos, chispeados, era gris como el acero. Me preguntó si estaba de paso. Le solté el rollo completo. Que estaba de regreso a mi país, que era peruano, mochilero desde hacía un año y que tenía el boleto de tren pagado hasta Chile, pero que me encontraba sin un mango.
–¿No has tenido laburo?
–Lo tuve. Cargué bultos en el muelle de Buenos Aires, aunque la cosa no me dio para mucho. A las justas pude bancar el pasaje a Chile y saldar algunas deudas.
El viejo meneó la cabeza.
–Por todos lados, en las carreteras y en los trenes, se ve ahora a muchachos como vos. Deben pesar bastante esas mochilas, ¿no?
–Hay que saber seleccionar las cosas que se llevan. Los libros son lo que más pesa. Yo sólo llevo dos o tres. Los demás los leo y los regalo.
–De todos modos, no creo que a vos un poco de esfuerzo te preocupe mucho. Estás joven y fuerte. ¿Qué edad tenés?
–Diecinueve años.
–Ah, bonita edad –se rió el viejo–. Uno está lleno de entusiasmo, de sueños… A esa edad yo me enamoré de veras, de la Rosa, una chica de Ramos Mejía. ¡Era linda, la Rosa! Tenía unas trenzas rubias, largas y sedosas, y lo que yo llamo unas firmes nalgas de potranca. Nos cogimos en un pastizal –se calló unos segundos, levantando la mirada, como si estuviera rindiéndole un homenaje a ese antiguo amorío. El viejo estaba hecho para el tono confesional. Parecía, inclusive, que éste era su modo natural de comunicarse– … Después, he tenido otras mujeres, ¿sabés?, muchas mujeres, pero nunca he vuelto a sentir lo que sentí por ella... –y terminó de beber su vino.
¿Qué hace que la gente se ponga a hablar así? ¿El vino? ¿La soledad? Me había ocurrido tantas veces este asunto de ponerme a charlar con un desconocido que de buenas a primeras, en un giro retrospectivo, se larga a contar intimidades, que no le daba mucha importancia.
–Siempre hay un gran amor que no se olvida –sentencié, y en seguida me arrepentí de mi frase de folletín.
–Lo que yo no olvido es una piel –dijo el viejo.
–¿La piel de Rosa?
–Así es.
–Debió ser bella esa muchacha.
–Lo era. Lo fue siempre, desde nenita. Tenía un poco cara de caballo, pero yo nunca he visto mujer más atractiva.
Bebí un sorbo de vino. (Entretanto, el pequeño cineasta que habita en mi mente encendió su cámara y enfocó, en plano abierto, un soleado campo de hierba alta ondulando al viento. Rosa corría por ese campo. El viejo, jadeante, la perseguía; pero, conforme se acercaba a ella, iba recuperando su juventud perdida hasta transformarse en un chico de sonrisa feliz y con un mechón rubio comiéndole la mitad de la frente. Una toma similar a las de esas películas suecas, de Bergman, que yo solía ver cuatro o cinco veces.)
–¿Era una vecina?
–No.
–¿De dónde venía entonces?
El viejo tomó aire con dificultad y resopló:
–Vivía en casa. Era casi como una hermana. Mis padres la recogieron cuando tenía siete años.
No necesitaba decirme más. Entendí en un segundo el lío en el que se habían metido. Podían cambiar los detalles, y hasta ciertos matices, pero el fondo de ese complejo romance estaba claro como la mierda.
–¿Le pidió para irse juntos?
–Sí –me dijo–. Pero no quiso. Dijo que no creía en mí, que no me veía futuro… Y a los veinte años se marchó a vivir a Buenos Aires y no regresó más. Nunca, en treinta años, he vuelto a saber de ella. Cosa rara, ¿no? Como los recuerdos, que se vienen así de pronto… –Y se detuvo, súbitamente intrigado ante mi aspecto personal: mi pelo largo y mis jeans raídos–. ¿Vos sos hippie?
Asumí el cambio de tema sin pestañear:
–¿Por qué lo pregunta?
–Curiosidad. No sé lo que son los hippies. O sí lo sé, pero no los entiendo, ni tengo muy claro en qué consisten sus intereses. He leído en algún diario que andan por ahí detrás de la paz y la marihuana. Y dicen que además le dan duro a la manija.
–¿A qué manija?
–A ésta –dijo llevándose una mano a los testículos.
Me reí.
–Todo el mundo le da a la manija –repuse–. Pero, sí, debe haber algo de cierto en lo que se dice –y cedí a la comodidad de repetir, argot incluido, los trillados argumentos de la época–, aunque hay en el hippismo una cierta rebeldía contestataria. La gente joven rechaza una escala de valores caduca, hace de su concepto de la libertad una suerte de fetiche y opta por una vida salvaje, de retorno a la naturaleza. ¿Ha oído hablar alguna vez sobre ecología?
El viejo miró su plato y se puso a comer. Yo, obedeciendo a una súbita intuición, guardé silencio. Durante dos largos minutos, en nuestra mesa, no se oyó otra cosa que el ruido de su tenedor rozando la loza del plato. Luego, limpiándose la boca con la servilleta, él mismo reanudó la charla hablando a media voz:
–¿Vos te pensás que yo no he estudiado, pibe?… No, no es así. Llegué hasta el cuarto año y luego hice la colimba. Así que no me impresiona la palabrería. Y en cuanto a ese asunto de la ecología, te aseguro que he podido vivir lo suficiente sin saber de ella.
–Escuche, no quería decirle… –repentinamente me comencé a sentir un cretino y no sabía cómo disculparme–. O mejor dicho, mi intención no era...
–Ya lo sé –entrecerró los ojos–. No necesitás darme una explicación. Una cosa lleva a la otra, ¡me lo vas a decir a mí!... Pero vos y yo estábamos hablando de los hippies y la manija, ¿no es cierto? Bueno, atendéme bien, yo estoy convencido de que darle a la manija es placentero y no se puede evitar, pero es algo que hay que saberlo manejar, porque en una de esas te enamorás y se te arruina la diversión. ¿Sabés por qué? Porque el amor es una estupidez... la peor estupidez… Y sobre lo otro, eso de la paz y la marihuana, deben ser cosas de putos, digo yo. A mí me gusta más la guerra y un buen vino áspero… Por aquí, en Mendoza, hay unos tintos muy buenos, realmente buenos.
No iba a iniciar una discusión, los hippies me importaban un rábano y por último, en lo que concernía a los vinos, el viejo y yo éramos de la misma opinión:
–Un vino de calidad no se compara a nada –dije–. Y por si acaso, yo no soy un hippie.
El viejo se extrañó:
–¿No lo sos?
–No. Puedo tener algunas coincidencias con ese modo de vivir y pensar, algunas ideas, pero la vida para mí no es tan simple.
–¡Qué bueno, muchacho! Eso quiere decir que por lo menos te bañás a menudo. Mirá, cuando yo era joven, nadie se sentía orgulloso de su mugre y de su desaliño como ocurre ahora. Eso era una locura y una vergüenza –pensé informarle que conocía a muchos hippies amantes de la higiene, pero no me dejó hablar–. Hoy todo es distinto y eso es lo que no entiendo. Tal vez se debe a que he pasado demasiado tiempo adentro.
Su última frase había sonado un tanto apagada.
–¿Adentro? –pregunté–. ¿Qué quiere decir?
–Estuve en Villa Devoto –dijo el viejo y, fastidiado, observó mi vaso vacío–. Servíte más vino, por favor, con confianza –y casi sin transición, con un atisbo de inquietud, me interrogó–: ¿Pero vos no tenés hambre? ¡Hmm, esperá! Vos no comés porque no tenés guita, nada más.
Con gentileza sorprendente, el viejo me llenó el vaso de vino y, acto seguido, le pidió al camarero más vino y un plato de polenta para mí. No, caramba, no tenía de qué preocuparme: todo iba a correr por su cuenta. Él comprendía la situación, sabía lo que era estar desbancado y me aconsejaba, en tono canchero, como si todos los refranes fueran invención suya, que al mal tiempo había que ponerle buena cara, mi amigo.
Me tomó más de cinco minutos caer en la cuenta de lo que había dicho. Villa Devoto –el significado de este nombre me vino a la mente cuando estaba probando el primer bocado de polenta– no era una finca de trabajo o un perdido pueblito de la Patagonia. Era como en Perú decir Lurigancho, la cárcel, la prisión estatal. Por unos instantes permanecí inmovilizado en mi asiento.
–¿Qué pasa? –el viejo se desconcertó ante mi actitud–. ¿No está buena la polenta?
–¡Está estupenda! –dije, volviendo a comer e intentando una sonrisa de agradecimiento. Pero reparé que, dentro de mí, se agitaba un mar de ansiedades. Ni siquiera la emoción del vino y la comida caliente, tan deseadas, podían atenuar mis recelos y mis confusos sentimientos. “¿Qué habrá hecho este hombre para que lo hayan metido preso?”, me preguntaba.
–Maté unos bípedos –dijo el viejo y secó su vaso de vino–. Imagino que eso estabas pensando, ¿no es cierto?
–No, no –balbuceé–. En realidad, no pensaba en nada.
El viejo me deslizó otra de sus miradas glaciales. Y con gesto mecánico, volvió a llenar su vaso y completó el mío.
–En fin, ya lo sabés, de todos modos –prosiguió–. No quiero que pensés que soy un ladrón u otra clase de miserable. La gente se hace ideas tontas de los convictos. Mirá, la cárcel no es un lugar tan malo. Es dura, por cierto, pero se conoce gente. Uno tiene mucho tiempo para conocer a las personas. Aunque todo ese conocimiento, a fin de cuentas, nos sirve para muy poco. Para decir tan sólo ese sujeto es así o es de ese otro modo.
Yo seguía comiendo y bebiendo, mirándolo fijamente, y en un silencio casi sagrado. El viejo hablaba como un desengañado del mundo; como un letrista de tango, con aires de filósofo trasnochado y hasta de predicador. A ratos podía tal vez parecer cursi, pero no dejaba de provocarme aprensiones.
–El crimen es producto de una suma sencilla –su voz, por efectos del vino, sonaba ahora grave y pastosa–. Dios cuenta las lágrimas de los hombres engañados. ¡Es un contador bárbaro! Si llega a contar hasta tres, autoriza a ese hombre, con el divino poder de su furia, para que mate a la mujer que causa su pena. Ese fue mi problema, mi amigo, y la razón por la que me encerraron la primera vez.
–¿Cuántas veces estuvo preso? –indagué.
–Dos veces. La primera fue una condena de diez años y la segunda de quince. Toda una vida, ¿no creés?
–Veinticinco años es un largo tiempo –dije.
–Y lo peor es que la primera vez mi corazón no estaba del todo comprometido. Aunque vivía conmigo, yo no quería a esa mujer. Pero eso no me importó. Los hombres lloramos más por rabia que por amor. Y ellos me habían ofendido. De manera que una tarde los seguí, ellos se metieron a un hotel y ahí los maté. Un balazo a cada uno. Y yo mismo cogí el teléfono y avisé a la policía para dar cuenta del caso.
–¿Usted llamó a la policía? –me sorprendí.
–Yo siempre doy la cara –masculló el viejo–. Llamé a los canas y les dije: “He matado a unos infieles”. Y resultó un buen tipo el comisario. No me dijo nada, pero sé que me comprendió. Asentía en todo momento con la cabeza como si no se cansara de darme la razón. Ni siquiera me esposó cuando me llevaba a la cárcel. Lo digo en serio: era un buen tipo. La muerta estaba desnuda y, antes de salir, me permitió que la cubriera con una sábana.
Ambos en forma simultánea miramos en torno nuestro y vimos que el cafetín estaba casi vacío.
–Es hora de irse –dijo el viejo y pidió la cuenta. Y no bien la canceló, nos bebimos lo que restaba de vino, me ayudó a ponerme la mochila y, al cabo de unos minutos, estábamos uno al lado del otro andando sobre el húmedo adoquinado.
La calle seguía igual de oscura y fría, y ahora además se veía solitaria.
–Te acabo de una vez el cuento –bostezó entonces el viejo–. Mi segundo delito no tuvo historia. Se trató de un atorrante, dentro del penal, que quiso dárselas de compadrito. En el comedor, delante de todos los reos, se le antojó tirarme al suelo el plato del rancho. Yo tenía un cuchillo escondido en uno de los botines. Me levanté y lo abrí como a una res… Así de sencillo… ¿Vos estás yendo a la estación?
–Sí –contesté sintiendo de nuevo aprensiones, a la vez que experimentaba una mezcla de pasmo y asombro a causa de la tranquilidad con que el viejo refería sus crímenes.
No está de más decir que no se me ocurrió hacer el menor comentario respecto a estos. Temía de parte de aquel sujeto una mala interpretación y, en consecuencia, cualquier tipo de reacción peligrosa. Me limité a caminar a su lado, en silencio, oyendo el ruido de nuestras pisadas. Sin embargo, en medio de todo, empecé a sentir alivio. Calculaba que tan sólo faltaban veinte metros para llegar al final de la calle, donde quedaba la estación, lo cual me iba a permitir, de una manera natural, despedirme y agradecerle por su gentil invitación.
El viejo bostezó otra vez:
–¿A qué hora parte tu tren?
–A las seis y media.
–Bueno, recién son las once –dijo consultando su reloj pulsera–. Tenés todavía una noche larga, y lo mejor será que vengas conmigo. Arriendo una piecita de hotel con dos camas, a la vuelta de esta calle. Y no me cuesta un cacho hablarle al encargado.
Le iba a explicar las magníficas ventajas térmicas de mi bolsa de dormir y a negarme rotundamente, pero no sé cómo acabé preguntándole:
–¿Está seguro de que no voy a molestar?
–De ninguna manera –chistó el viejo.
E inesperadamente me cayó encima, como una tonelada de papas, todo el cansancio del día, la fatiga del viaje y de las caminatas, la modorra del vino y la comida, y el agotamiento nervioso de saberme expuesto a un asesino amistoso (aunque de hecho impredecible).
–Lo que menos quiero es incomodarlo –insistí.
–Dale, che –sonrió el viejo–. Además, me hacés acordar a un amigo del penal, el turco Morante –y dobló por una esquina.
Lo seguí, consolándome ante la perspectiva de un colchón mullido y la posibilidad de librar a mi nariz de los rigores de la intemperie.
–¿Era un buen amigo?
–¿Si era un buen amigo? –el viejo se volvió bruscamente, con gesto afectado–. ¡Claro que sí! –Reparé a esa altura en que su tamaño era inferior al mío, una cabeza menos, pero aquello no lo empequeñecía en absoluto–. El turco es un chico callado y valiente, y por si fuera poco muy trabajador. ¡Golpea con el martillo como un dios griego! Fue él quien me enseñó el oficio de la carpintería metálica, que es el laburo al que me dedico ahora… Lo triste ha sido que le perdiera el gusto a la calle. No hace mucho salió libre, se fastidió de andar por ahí y en unas de esas se desgració.
–¿Se mató?
Ya entrábamos a un hotelito modestísimo, categoría media estrella (en mi clasificación particular), con suelo de madera apolillada, luz mortecina y fantasmagóricas manchas de humedad en las paredes.
–¡Qué se va a matar! –sonrió el viejo–. Lo que hizo fue que agarró a un boludo cualquiera y le puso la cabeza como una coliflor. Y ahora está de nuevo a la sombra. El pobre se había acostumbrado a la prisión, extrañaba sus paredes y sus cercos. Y eso pasa… A decir verdad, esas cosas pasan…
¿Podría haberme dicho una cosa peor? Francamente, lo dudo. Difícil concebir mejor forma de que yo imaginara que él, de un momento a otro, podría también sufrir esos terribles ataques de nostalgia y, como su querido amigo, recurrir a un pretexto semejante, digamos reventar durante dicho trance al mortal que tenga más a la mano.
–La costumbre –musité con un hilo de voz, pero ya el viejo no me prestaba atención. Estaba hablando con el encargado para que me hiciera la gauchada de dejarme pasar la noche.
Unos minutos después, el viejo y yo, dentro de un cuarto desnudo de adornos, echados en camas gemelas y con una mesita velador de por medio, nos estirábamos entre las sábanas. Yo me acomodé de lado, de cara a él, para poder vigilarlo. Y así vi que abría una revista y levantaba la pantallita de la lámpara de luz logrando una mejor visión.
–¿Te molesta la luz? –preguntó.
–No, no, en absoluto –repuse, y por el cambio lumínico distinguí debajo de su almohada el extremo de un objeto que me pareció la empuñadura de un cuchillo.
A partir de aquí mis recuerdos son brumosos. Oía a ratos las sordas risitas del viejo –leía, me dijo en algún momento, las tiras cómicas de Inodoro Pereyra, el renegau, y su perro Mendieta–, en tanto yo luchaba denodada­mente para que no se me cerraran los ojos. Primero que se duerma él, me decía a mí mismo una y otra vez. Primero que se duerma él. Y en tal afán, para no claudicar, agitaba los párpados y hasta me mordía el labio inferior. Pero los vapores del sueño acabarían ganando la partida. Me quedé seco.
Aunque no sería por mucho tiempo. A eso de las dos de la madrugada mi fértil y atormentado inconsciente, en complicidad con el pequeño cineasta que habita mi mente, me incluyeron en una secuencia de terror pánico. Y desperté con un sobresalto.
El cuarto estaba en penumbra y el viejo, medio destapado, dormía boca arriba. Me incorporé, lívido, apoyándome en un codo. Y mirándolo y aguzando el oído, descubrí que estaba hablando en sueños. Al principio no capté nada de lo que decía –su voz sonaba arrastrada y hueca–, pero un rato después pronunció varias palabras con perfecta dicción:
–Rosa… Rosa… tenías razón…
El viejo dio una vuelta y se calló. El silencio se abrió entonces como un desierto, como la pampa. Me quedé pensando si soñaba frecuentemente con esa muchacha, o si su sueño, y esto era lo más probable, sólo respondía a que esa noche por un azar la había recordado.
Dubitativo, temeroso aún, continué mirándolo hasta que me volví a dormir.         

Unos fuertes golpes a la puerta me despertaron a la mañana siguiente, justo a tiempo para lavarme, vestirme y correr hacia la estación. El viejo ya no estaba, pero sobre su cama, impecablemente tendida, me había dejado una nota. Esta decía: “Me fui al laburo. He dejado dicho al encargado que te despierte a las seis. Buen viaje”.
Permanecí unos instantes de pie, con la nota en la mano, en silencio. Luego, busqué un lapicero en la mochila y, en el mismo papel, escribí: “Gracias por todo, amigo”.