11 February 2008

HENRY MILLER, ANAÏS NIN Y JUNE


UN TRIÁNGULO TERRIBLE

El día de ayer en el suplemento El Dominical, Enrique Sánchez Hernani recuerdo uno de los triángulos amorosos más tormentosos de la historia literaria, pero que produjo también uno de los proyectos más ambiciosos de la narrativa norteamericana contemporánea: los recordados Trópicos.

Los dejo con un fragmento del artículo:

Fue en la Ciudad Luz donde conoció a Henry Miller. El fauno mayor de la literatura norteamericana era por entonces un atribulado y hambriento desconocido. Había llegado a París en 1930 y estaba atravesando, como lo escribiera después, la "segunda ordalía de su vida". Cuando al año próximo conoció a Anaïs, se preparaba a celebrar su cuadragésimo cumpleaños y arrastraba como una bufanda sumergida en el barro un pasado infausto que le estrujaba los sentidos. Estaba casado por segunda vez con June Edith Mansfield, una corista de cruda belleza a la que conoció trabajando en un cabaret. Ella, entre otras oscuras virtudes, tenía la de ser bisexual. Cuando Henry la vio, en 1924, decidió casarse inmediatamente con ella, seducido por una pasión borrascosa.
Después de padecer una vida precaria en departamentos que daban la idea de pocilgas antes que habitaciones para seres humanos, en Brooklyn y Greenwich Village, la sensual June, que había alentado a su marido para que abandone su puesto en la Cosmodemonic Telegraph Company y se dedique íntegramente a su carrera de escritor, se consiguió un amigo, que confusamente toleró Henry, y le compró un boleto a Francia.
Miller, en el año de su encuentro con Anaïs, no tenía un centavo. Había llegado a París aunque prefería España, pero a causa de su absoluta torpeza para manejar dinero, terminó anclándose en la ciudad luz. Recordando esa época, más tarde escribiría que se hallaba "desesperadamente hambriento no sólo de hambre física y sensual, de tibieza humana y comprensión, sino también de inspiración e iluminación".
Por entonces estaba pergueñando las primeras páginas de su Trópico de cáncer, donde había anotado con sinceridad: "No tengo dinero, ni recursos, ni esperanza. Soy el hombre más feliz del mundo". No tenía casa fija y raramente comía algo caliente.
Un abogado que atendía algunos asuntos de Anaïs fue el que los presentó, de manera fortuita, al seleccionar Henry su tarjeta con el fin de hacerse de una comida gratuita.
Cuando el vagabundo Miller ingresó a la residencia de Louveciennes, su rústico corazón, acerado por el dolor y la violencia de la calle, se conmovió. Las paredes del hall estaban cubiertas de libros y cuadros de exóticos estilos.
Cuando vio a Anaïs, se le produjo un vacío en el estómago: aquella muchacha frágil era la que había leído todos aquellos libros, y contaba además con una sensibilidad abierta que la llevaba a admirar las impresiones más crudas del ser humano. En la sobremesa hablaron de D.H. Lawrence.
Desde ese encuentro no habrían de separarse más, espiritualmente al menos, aunque sus amigos no les auguraron una amistad trascendente. Anaïs, a pesar de su vocación por sofocarse de sensualidad, en el fondo era una "niña-mujer" de vagos modales aristocráticos, que requería siempre tener a su lado a su marido, Hugh Guiler, un banquero próspero y sobreprotector, y tenía una verdadera debilidad por rodearse de un entorno armonioso, amigos elegantes, objetos caros, al punto de que con facilidad se le podía atribuir la superficialidad. Miller, en cambio, era un gangster calvo, cuarentón, con aspecto de sepulturero y una sonrisa crápula que usaba para sobrevivir en la asquerosidad de los barrios miserables donde se veía obligado a vivir. Sin embargo, por insistencia del espíritu libertino de Anaïs y la tenue perversidad de Henry, se convirtieron en amantes.