14 February 2008

CRÓNICA DE VIAJE


TRES DÍAS EN CHICLAYO: CHICHA, MAR Y VINITO

Por: Fernando Carrasco Núñez

Y llegué a la seductora ciudad de Chiclayo este verano, invitado por los poetas Stanley Vega, David Núñez y Matilde Granados. Después de un contratiempo en el viaje pude llegar al final a la tierra de Juan Ramírez Ruiz. Claro, la ciudad estaba muy cambiada a como la había visto hacía diecisiete años, cuando llegué acompañando a mi padre en uno de sus viajes de negocios. Era sábado y el calor del mediodía chiclayano me recibió en todo su apogeo. Luego de hospedarme en un cómodo hotel del centro de la ciudad y de un duchazo restablecedor solicité me llevaran a visitar el Museo Sipán en Lambayeque. Y el viaje en el colectivo se dio al ritmo de la sublime guitarra de Carlos Santana quien interpretaba Black Magic Woman, y los sueños comenzaban a hacerse realidad. Ya por la tarde presenté mi libro de cuentos Cantar de Helena y otras muertes en el Salón Sicán del suntuoso Garza Hotel. Allí conocí, entre otros, a los amigos Gustavo Hidalgo y Joaquín Huamán quienes fueron los presentadores. Al final del evento el grupo en pleno decidió cerrar la noche en el Sunset, un pequeño video pub que nos guareció al ritmo de las baladas de José José y los boleros rockoleros que tanto reclamamos y cantamos durante la noche. Bailamos y bebimos emocionados. Ya embalado por las bebidas me dirigí a mi hotel de madrugada, previo paso por un restaurante para el caldo de gallina de rigor.


Te alejaste como una hoja
se pierde a través del viento.
Desapareciste en el tiempo
como un poema mal escrito.
Caminaste rápidamente
por ese callejón oscuro,
lleno de gentes extrañas,
que no te pude alcanzar.
(M. G.)


La mañana del domingo, aún con los ojos enrojecidos y agobiado por la resaca, me dirigí entusiasmado a Puerto Eten, paradisíaco lugar, ubicado a unos quince minutos de la ciudad. Y entonces fue domingo en Puerto Eten, aprendiendo a caminar sobre las maderas del muelle; escuchando con los ojos al cielo las intimidades del mar y el viento; mirando el rostro de la muerte una vez más, entre las encrespadas olas de ese mar embravecido; caminando con el cuerpo lacerado sobre las humedecidas arenas. Y en mi alma por un momento se borró todo vestigio de tristeza. Y fui feliz una vez más en mi vida mirando tus ojos ya lejanos. Y toda huella de pesar había quedado a años luz de distancia, lejos, muy lejos, en la otra ciudad.


De la mar
será imposible olvidarse
si cuando estuviste recorriendo
sus aguas
una muchacha grácil
te llamaba con insistencia,
desde la orilla,
para ofrecerte su cuerpo de gaviota.


Ya de regreso, en la ciudad, el almuerzo fue el tradicional cabrito a la norteña acompañado de un exquisito ceviche de mariscos. Luego, un breve paseo por las principales calles y otra vez al hotel para alistarme para la noche, pues había quedado en reunirme con Stanley y otros amigos escritores en el Paseo de las Musas, un parque vistoso donde las estatuas de las nueve musas del Parnaso adornan y dan nombre al lugar. Nos encontramos cerca de la estatua de Thalía. Estaban Stanley Vega y los narradores Gustavo Hidalgo y Dandi Berrú, también bohemios consuetudinarios, además de la guapa Maty. Hablábamos sobre la literatura chiclayana última, me contaban sus anécdotas con el poeta mayor Juan Ramírez Ruiz al tiempo que le dábamos vuelta a la caja de vino seco que yo había llevado. Y entonces, varios vinos después, fue noche plena en Chiclayo y además de la luna refulgente surgieron las sombras de la noche y sus secuaces, pero nada podían contra nuestros sueños, ni contra nuestros deseos de bebernos todo el vino del mundo en ese viaje hacia al fondo de la noche. Poco después, los sobrevivientes terminamos el ritual en un bar nocherniego y nos despedimos. Amanecía.


El trasero desnudo
de una blanca muchacha
que taciturna camina
hacia la madrugada.
Eso es la luna.
(S. V.)

El tercer día salí muy temprano del hotel a buscar a Stanley para continuar la faena, pues por el sueño el ómnibus mañanero de regreso a Lima me había abandonado. Tuvimos que arreglar lo del regreso para la noche. Cuando todo estuvo solucionado tomé el control de su silla de ruedas nuevamente, puse primera y enrumbamos por la avenida Grau hacia el Sol y Sombra, un local cercano a su casa, donde venden la rica chicha de jora en balde y te ofrecen de cortesía, milagrosamente, un delicioso ceviche, más el paisaje exuberante de la muchacha que atiende en el lugar. Al rato se apareció inesperadamente Luis Miguel, el Malhechor Exhausto, un amigo de Lima que estaba de regreso de Máncora con su bella acompañante. Y entonces fueron los baldes de chicha y las cervezas y las cumbias y boleros rockoleros los que me hicieron exclamar: “En buena hora me abandonó mi ómnibus, carajo” Hasta que murió la tarde y surgió la hora inevitable de la despedida. El Malhechor y su novia partieron y yo me despedí del buen poeta Stanley Vega, muy agradecido y satisfecho. Antes de llegar a mi hotel llamé a la linda poeta Matilde Granados para despedirme y agradecerle sus atenciones, y ella tuvo a bien acompañarme hacia la agencia del bus para despedirme con su más bello gesto. El ómnibus comenzó a avanzar y entonces sentí que empezaba a envolverme una amarga nostalgia. Tenía la certeza al menos de que esta vez no pasarían diecisiete años más para volver a esa hermosísima ciudad.

No me moveré dijiste.
Toda partida siempre nos conduce
hacia el mismo lugar.
Estoy tan cansada.
Y fue en aquel instante que te hiciste
humo.
Y empecé a extrañarte
como mierda.
(S. V.)

(En la foto: el autor de la crónica, Fernando Carrasco, y el poeta chiclayano Stanley Vega, conocido como Kubrick)