Pedí un chopp y me dediqué a tomar la cerveza apresudaramente: quería darme valor y poder acercarme a saludar al autor de todas las historias que me habían conmovido cuando era muchacho. Terminé la primera cerveza y pedí otra. Mis veinte años no me permitían cruzar la barrera de la timidez para poder entablar una conversación atinada con uno de los mestros del cuento latinoamericano. Además, había leído en algunos entrevista que Ribeyro era una persona huraña, tímida y poco sociable con los desconocidos. Cuando ya estaba en el cuarto chopp de cerveza, mi timidez había quedado a un lado y un inusitado valor había invadido mi personbalidad. Esta vez me sentía muy audaz y sentía que podía sostener una conversación hasta con el Premio Nobel de literatura.
Me levanté de la mesa, con mucho aplomo y decisición, para acercarme a Julio Ramón con todas las ideas en la cabeza que brotarían apenas estrechase su mano. Cuando estoy a mitad de camino, esquivando las mesas para poder llegar a la barra, Ribeyro se pone de pie, paga la cuenta y se retira con su cajetilla de Marlboro en la mano. Me quedé paralizado junto a una mesa sintiendome como un protagonista de las historias ribeyrianas, como Arístides de Una aventura nocturna, o como Matías de El profesor suplente. Nunca tuve una nueva oportunidad de volver ver a Ribeyro en el Perú. Y ahora, después de quince años de aquella noche en Barranco, lamento cada día el no haber vencido mi timidez aquel día y acercarme a expresarle mi admiración a este entrañable escritor, que para mí olimpo literario personal era como un pequeño Dios.