09 June 2007

EL JULIO RAMÓN RIBEYRO QUE CONOCÍ


UN RECUERDO DE 1992

Allá por el año 1992, si la memoria no me falla, apenas cumplidos los veinte años, quedé en encontrarme con algunos amigos en el bar La Noche de Barranco, a las 9 p.m. Como siempre trato de ser puntual, llegué a la hora pactada al lugar y ninguno de los galifardos con los que había quedado estaba en el bar. Ingresé a la zona donde estaba la barra y solo encontré a un hombre delgado que le daba unas indicaciones al barman. En un primer inicio, no me percaté de la extrema delgadez del hombre apoyado en la barra, solo me dediqué a buscar con la mirada a mis amigos tardones. De pronto, caí en la cuenta que el hombre delgado apoyado en la barra con una copa de vino y una cajetilla de marlboro rojo era nada más y nada menos que Julio Ramón Ribeyro. Sentí que empezaba a ponerme un poco nervioso por el hecho de compartir el mismo lugar, y casi a solas, con este grande de las letras peruanas. Lo único a lo que atiné fue a sentarme en una de las mesas del bar y dedicarme a observa a Julio Ramón. Llevaba un saco gris y una camisa blanca y su adelgazado rostro estaba acompañado por un inusual bigote, el cual hizo que no lo pudiera reconocer a primera vista. Frecuentemente, llevaba el cigarrillo a su boca y expulsaba el humo en un chorro profuso hacia arriba, y cada cierto tiempo bebía un sorbo de la copa de vino.

Pedí un chopp y me dediqué a tomar la cerveza apresudaramente: quería darme valor y poder acercarme a saludar al autor de todas las historias que me habían conmovido cuando era muchacho. Terminé la primera cerveza y pedí otra. Mis veinte años no me permitían cruzar la barrera de la timidez para poder entablar una conversación atinada con uno de los mestros del cuento latinoamericano. Además, había leído en algunos entrevista que Ribeyro era una persona huraña, tímida y poco sociable con los desconocidos. Cuando ya estaba en el cuarto chopp de cerveza, mi timidez había quedado a un lado y un inusitado valor había invadido mi personbalidad. Esta vez me sentía muy audaz y sentía que podía sostener una conversación hasta con el Premio Nobel de literatura.


Me levanté de la mesa, con mucho aplomo y decisición, para acercarme a Julio Ramón con todas las ideas en la cabeza que brotarían apenas estrechase su mano. Cuando estoy a mitad de camino, esquivando las mesas para poder llegar a la barra, Ribeyro se pone de pie, paga la cuenta y se retira con su cajetilla de Marlboro en la mano. Me quedé paralizado junto a una mesa sintiendome como un protagonista de las historias ribeyrianas, como Arístides de Una aventura nocturna, o como Matías de El profesor suplente. Nunca tuve una nueva oportunidad de volver ver a Ribeyro en el Perú. Y ahora, después de quince años de aquella noche en Barranco, lamento cada día el no haber vencido mi timidez aquel día y acercarme a expresarle mi admiración a este entrañable escritor, que para mí olimpo literario personal era como un pequeño Dios.