ENSAYANDO MI IDENTIDAD: ¿PERUANO, YO? AREQUIPEÑO, TAMPOCO…(*)
Por: Orlando Mazeyra Guillén
Siento las peculiaridades de mi tierra, pero también amo con versátil ingenuidad las de cualquier otra. Y, desde luego, detesto a los patriotas de oficio y beneficio, a los maniáticos unilaterales, a los profesionales de la glorificación de lo “de casa”, a los que se pavonean ostentando un vino del terruño o el nombre célebre de uno de sus conciudadanos como si se tratara de una medalla ganada por virtud propia. Sólo quien nada vale por sí mismo puede creer que hay mérito en haber nacido en determinado lugar o bajo determinada bandera.
FERNANDO SAVATER, Contra las patrias
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Sí, es cierto. No puedo negarlo, ¿para qué? Yo he defendido la peruanidad del pisco hasta ese delirio quijotesco que alguna vez me llevó a enfilar toda mi artillería verbal contra esos inmensos molinos de viento que creí ver, allá, más al sur de Tacna, donde la patria cambia de nombre: recuerdo que agoté más de una semana redactando un piélago de cartas, dirigidas a cada uno de los directores y editores de los diarios chilenos, en donde los conminaba a aceptar públicamente y a primera página la peruanidad de nuestra bebida bandera. Eso no es todo: sólo la punta del iceberg. En más de una oportunidad, he sacado pecho al ver, en la zona VIP de los estantes librescos, el último libro de Vargas Llosa. “Es arequipeño”, he pensado rezumando un inocultable orgullo. “Será todo lo arequipeño que tú quieras, pero no es peruano, ahora es español”, me han aclarado muchas veces algunos compatriotas con un tono no exento de esa ojeriza que busca despojarme de un tirón de la cercanía que siento hacia mi paisano y a hacia su prolífica obra. Por suerte, en la literatura –y en cualquier arte en general– los pasaportes no existen. Más bien, la primera se sirve de los segundos para destruirlos (en un terreno simbólico, por supuesto, he ahí su riqueza): yo –prejuicios de lado– me he sentido completamente chileno recitando a Neruda o viendo la primera película de Alberto Fuguet; y cada vez que repaso algún video de Maradona –sí, el de Fiorito también es un artista de excepción en su rubro– me siento más argentino que el propio Cortázar. Y aclaro de una vez que leyendo a Vargas Llosa, antes que arequipeño, me he sentido limeño, piurano o selvático. Valdelomar y El Caballero Carmelo develaron mi más singular y entrañable lado iqueño; y desde que conozco el País de Jaujade Rivera Martínez ya soy jaujino hasta mi muerte… eso sí, mejor obviar La Palabra del Mudo, para no hablar de Ribeyro, porque el flaco me enseñó a ser dolorosamente peruano. Siempre me pareció que Ribeyro, en más de uno de sus cuentos, nos tiñe de rojo y blanco y nos estampa el escudo nacional en el alma, pues él transforma al país en personajes, se sirve del peruano de a pie para corporizar a la peruanidad, individualiza puntillosamente lo que somos, lo gregario, lo que arrastramos ancestralmente. ¿Se le puede agradecer a alguien por hacernos sentir peruanos en sus aspectos más sórdidamente crudos y por, además, ponernos cara a cara con lo que preferiríamos no ver? Sí, eso lo supo Freud y lo sabe aquel alcohólico que empieza por aceptar que tiene un problema. Por tanto, lo incorrecto y, desde luego, poco saludable, sería disociar la palabra “fracaso” del carácter nato del peruano; de hacerlo, estaríamos, también, escamoteando algo largamente explorado por Zavalita (partiendo, primero, de un arriesgado intento por conocer el drama nacional para, después, entender nuestra historia privada en un reducto netamente local). La eterna búsqueda, como arequipeños o peruanos, de respuestas que en vez de zanjar debates nos lancen hacia ellos: En qué momento nos jodimos (o nos jodieron), pero también quién nos jode o a quién jodemos. “En este país el que no se jode, jode a los demás”, afirma Santiago Zavala en Conversación en La Catedral, y el provinciano relegado e inconforme que todos los arequipeños llevamos agazapado por dentro, lo acepta con un relente de rabia: Lima es la única ciudad que no se jode y, para no joderse, jode a las demás. Nos sentimos pues, segundones, ciudadanos de tercera fila, desplazados por el omnímodo poder limeño. Olvidados por un presidente de (y para) los limeños y por un sistema que hace de Lima la engreída y de Arequipa la eterna postergada. Pero nos olvidamos de que en Caravelí, por ejemplo, eso piensan de nosotros: la Arequipa del Misti y del Mirador de Yanahuara es la ciudad que se sirve de todo el poder de la región, el ogro (para nada filantrópico, ¡bueno fuera!) que todo lo devora y absorbe. Ese evidente centralismo que se da a diario en el plano regional, a los arequipeños de verdad poco les importa porque son los primeros beneficiados, y porque entendemos que la verdadera Arequipa es ésta, la chiquita, la única posible: la del Club Arequipa (o cuando menos el Club Internacional), la del Fórum y la “Tradi” o Arancota, la del Tuturutu, el adobo caymeño y los estáticos toros dorados de la Avenida Del Ejército… Si vamos más allá y nos alejamos lentamente de la Plaza de Armas –producto de un arbitrario proceso de desmembramiento donde el prejuicio y la tontería hacen sus delicias en nuestro psiquis colectivo– el arequipeñismo se va perdiendo. Mientras más uno se aleje de las cuidadas fachadas de la zona residencial de Cayma o de la tranquilidad de Vallecito o Umacollo va perdiendo identidad… si vas para el Cono Norte no vas a encontrar arequipeños de verdad. Ellos son otra historia, los que sólo nos visitan en las manifestaciones y paralizaciones; y ni qué decir de Mollendo, Camaná o Mejía que únicamente nos importan cuando la canícula del verano nos invita a la costa. Para nadie es un secreto que ni camanejos ni mollendinos se sienten arequipeños, cosa que, acá, algunos repudian (de la boca para afuera), pero que no pocos saborean en el fuero íntimo:
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Sí, es cierto. No puedo negarlo, ¿para qué? Yo he defendido la peruanidad del pisco hasta ese delirio quijotesco que alguna vez me llevó a enfilar toda mi artillería verbal contra esos inmensos molinos de viento que creí ver, allá, más al sur de Tacna, donde la patria cambia de nombre: recuerdo que agoté más de una semana redactando un piélago de cartas, dirigidas a cada uno de los directores y editores de los diarios chilenos, en donde los conminaba a aceptar públicamente y a primera página la peruanidad de nuestra bebida bandera. Eso no es todo: sólo la punta del iceberg. En más de una oportunidad, he sacado pecho al ver, en la zona VIP de los estantes librescos, el último libro de Vargas Llosa. “Es arequipeño”, he pensado rezumando un inocultable orgullo. “Será todo lo arequipeño que tú quieras, pero no es peruano, ahora es español”, me han aclarado muchas veces algunos compatriotas con un tono no exento de esa ojeriza que busca despojarme de un tirón de la cercanía que siento hacia mi paisano y a hacia su prolífica obra. Por suerte, en la literatura –y en cualquier arte en general– los pasaportes no existen. Más bien, la primera se sirve de los segundos para destruirlos (en un terreno simbólico, por supuesto, he ahí su riqueza): yo –prejuicios de lado– me he sentido completamente chileno recitando a Neruda o viendo la primera película de Alberto Fuguet; y cada vez que repaso algún video de Maradona –sí, el de Fiorito también es un artista de excepción en su rubro– me siento más argentino que el propio Cortázar. Y aclaro de una vez que leyendo a Vargas Llosa, antes que arequipeño, me he sentido limeño, piurano o selvático. Valdelomar y El Caballero Carmelo develaron mi más singular y entrañable lado iqueño; y desde que conozco el País de Jaujade Rivera Martínez ya soy jaujino hasta mi muerte… eso sí, mejor obviar La Palabra del Mudo, para no hablar de Ribeyro, porque el flaco me enseñó a ser dolorosamente peruano. Siempre me pareció que Ribeyro, en más de uno de sus cuentos, nos tiñe de rojo y blanco y nos estampa el escudo nacional en el alma, pues él transforma al país en personajes, se sirve del peruano de a pie para corporizar a la peruanidad, individualiza puntillosamente lo que somos, lo gregario, lo que arrastramos ancestralmente. ¿Se le puede agradecer a alguien por hacernos sentir peruanos en sus aspectos más sórdidamente crudos y por, además, ponernos cara a cara con lo que preferiríamos no ver? Sí, eso lo supo Freud y lo sabe aquel alcohólico que empieza por aceptar que tiene un problema. Por tanto, lo incorrecto y, desde luego, poco saludable, sería disociar la palabra “fracaso” del carácter nato del peruano; de hacerlo, estaríamos, también, escamoteando algo largamente explorado por Zavalita (partiendo, primero, de un arriesgado intento por conocer el drama nacional para, después, entender nuestra historia privada en un reducto netamente local). La eterna búsqueda, como arequipeños o peruanos, de respuestas que en vez de zanjar debates nos lancen hacia ellos: En qué momento nos jodimos (o nos jodieron), pero también quién nos jode o a quién jodemos. “En este país el que no se jode, jode a los demás”, afirma Santiago Zavala en Conversación en La Catedral, y el provinciano relegado e inconforme que todos los arequipeños llevamos agazapado por dentro, lo acepta con un relente de rabia: Lima es la única ciudad que no se jode y, para no joderse, jode a las demás. Nos sentimos pues, segundones, ciudadanos de tercera fila, desplazados por el omnímodo poder limeño. Olvidados por un presidente de (y para) los limeños y por un sistema que hace de Lima la engreída y de Arequipa la eterna postergada. Pero nos olvidamos de que en Caravelí, por ejemplo, eso piensan de nosotros: la Arequipa del Misti y del Mirador de Yanahuara es la ciudad que se sirve de todo el poder de la región, el ogro (para nada filantrópico, ¡bueno fuera!) que todo lo devora y absorbe. Ese evidente centralismo que se da a diario en el plano regional, a los arequipeños de verdad poco les importa porque son los primeros beneficiados, y porque entendemos que la verdadera Arequipa es ésta, la chiquita, la única posible: la del Club Arequipa (o cuando menos el Club Internacional), la del Fórum y la “Tradi” o Arancota, la del Tuturutu, el adobo caymeño y los estáticos toros dorados de la Avenida Del Ejército… Si vamos más allá y nos alejamos lentamente de la Plaza de Armas –producto de un arbitrario proceso de desmembramiento donde el prejuicio y la tontería hacen sus delicias en nuestro psiquis colectivo– el arequipeñismo se va perdiendo. Mientras más uno se aleje de las cuidadas fachadas de la zona residencial de Cayma o de la tranquilidad de Vallecito o Umacollo va perdiendo identidad… si vas para el Cono Norte no vas a encontrar arequipeños de verdad. Ellos son otra historia, los que sólo nos visitan en las manifestaciones y paralizaciones; y ni qué decir de Mollendo, Camaná o Mejía que únicamente nos importan cuando la canícula del verano nos invita a la costa. Para nadie es un secreto que ni camanejos ni mollendinos se sienten arequipeños, cosa que, acá, algunos repudian (de la boca para afuera), pero que no pocos saborean en el fuero íntimo:
–Yo no soy arequipeño, ¡soy mollendino! –Aclaró enfáticamente en alguna oportunidad Juan Carlos Oblitas, hijo ilustre del Puerto Bravo, quien como futbolista, entrenador, comentarista y articulista deportivo ha demostrado que es todo menos un ignorante. Pido, pues, que la sentencia restalle en el lector.
Quizá pude obviar la parrafada inicial. Un hatajo de confesiones innecesarias acompañadas de citas, afirmaciones manidas y hasta aburridas si no se las mira desde el contexto de este intento por querer entender o definir algo tan insondable y pervasivo como la identidad del arequipeño a partir de lo que tengo más a la mano: mi propia coyuntura. Y yo soy sobre todo mi entorno, mis experiencias más intensas y mis lecturas más recurrentes; soy lo que veo, siento y percibo. Entremezclando confesiones, evocaciones y posturas sólo pretendo correr el riesgo de ensayar mi propia identidad, que no es otra cosa que servirme de las licencias que me da el ensayo para desarrollar mis ideas sin necesidad de mostrar el aparato erudito. Y este seguramente fallido esbozo de mi identidad será otro pretexto más para ensayarme a mí mismo. Entiendo, como Fernando Savater, que la principal industria del hombre es inventarse y darse forma a sí mismo. El ensayo es un género literario flexible que escapa, como yo, a la rigidez de esas reglas que agobian al escribidor como los corsés a la fémina que busca reducir su cintura y de paso exagerar las curvas naturales de su fisonomía. Si mientras ensayo también narro, espero que no sea en desmedro del mensaje sino, más bien, para robustecer el hilo conductor que me ayudará a salir de mi enrevesado laberinto identitario. ¿Salir para qué? ¿Para salvarme? No lo sé. A veces salir es fracasar, volver a entrar.
Se ha dicho de Sartre de que narra cuando filosofa y filosofa cuando narra. Yo no sé hasta ahora si se lo censura o elogia con tal afirmación. Eso sí, el suyo me parece un método espontáneo. Pero lamentablemente yo no soy Sartre y disto mucho de serlo. Apenas intento ser alguien que quiere asir, aunque sea de manera infinitesimal, una ración de esa locura que, de entre todos los hombres, lo hizo un individuo distinto: “Lo que me gusta de mi locura es que me ha protegido, desde el primer día, contra las seducciones de la élite; nunca he creído ser el feliz propietario de un ‘talento’; lo único que se trataba era de salvarme —nada en las manos, nada en los bolsillos— por el trabajo y la fe. Como consecuencia, mi pura opción no me elevaba por encima de nadie: sin equipo, sin herramientas, me he metido entero en la tarea para salvarme entero. Si coloco a la imposible Salvación en el almacén de los accesorios, ¿qué queda? Todo un hombre, hecho de todos los hombres y que vale lo que todos y lo que cualquiera de ellos”. Acá tienen a un hombre que no se siente arequipeño, que se sabe arequipeño. Igualmente: no soy peruano, me sé peruano. No tengo nada en las manos ni nada en los bolsillos, sólo ideas en la mente y escarceos en el alma; estoy hecho de todos los hombres y valgo lo que todos y lo que cualquiera de ellos. Soy el vendedor de cremoladas de la puerta de mi colegio que me enseñó en cifrado el valor de la generosidad y de la buena memoria; el sillar de los portales de la Plaza de Armas me remite a un pasado histórico que me es tan inaccesible como las entrañas del Misti; el Chili, para mí, no es un río: es un mounstro que me inspiró recurrentes temores en mi infancia desde la vez que inundó la avenida de La Marina; y los faroles rojos de la avenida Jesús me enseñaron los atroces encantos de la (mala) noche y de la (buena) carne… en “la Dolores” he subsanado algunos dolores pero he sido presa de muchos otros. Soy el primer cigarro Premier que agoté con mareos y espasmos en alguna aula vacía de mi Universidad; mi primera borrachera fue en Procuradores (Cuzco); vi armar el primer porro que consumí en La Punta (Camaná); y grité el primer gol de mi vida en las viejas graderías de la tribuna sur del Estadio Melgar. Santiago Roncagliolo acierta cuando dice que “crecer es un oficio triste”. Las ‘primeras veces’ existenciales son sólo hitos –tan importantes y determinantes en nuestro carácter como el primer libro, la primera película, la primera canción de la acusan recibo los sentimientos– que revelan un aprendizaje inagotable: se dio, se está dando y se dará en el quehacer diario. En esencia: estoy hecho por arequipeños y por lo arequipeño, pero también por los otros: por mi vecindario repleto de limeños que me hicieron sentir forastero estando en casa, por el director español con cara de camarón que llegó a mi colegio, por la revista deportiva argentina que consumí semanalmente hasta dejar la infancia. Para auscultar mi identidad tengo que tomar distancia, pero sin alejarme. Una contradicción de la que están hechos los espíritus libérrimos.
2
Ellos, los otros, decían “Cujco” en vez de “Cuzco” cuando se referían al ombligo del mundo. Alguna vez, cuando su caudal se hacía insignificante, reté a uno de ellos a lanzarse al río Chili. Y la proposición no le causó “asco” sino “ajco”. Crecí en una villa militar al pie de las bases del puente Bolívar, rodeado de limeños que casi nunca podían pronunciar la letra ‘ll’ y la transformaban en ‘y’: las llaves eran yaves y las botellas boteyas. No sólo no sabían hablar sino que lo hacían en un tono insoportablemente ajeno, distinto (dicen que nosotros los hacemos “cantando”):
–¿Por qué ellos hablan así, mamá? –le preguntó a mi madre el niño que alguna vez yo fui. –¿Cómo “así”? ¿A qué te refieres?
–A que hablan así, pues, medio raro, ¡como maricones!
–A puro prejuicio eché a andar aquella definición que luego ratifiqué con placer, en mi adolescencia, cuando el narrador de La Casa Verde cuenta que Don Anselmo, el forastero recién llegado al pueblo y del que nadie sabía de dónde venía y hasta cuándo se quedaría, “no tenía el habla amanerada de los limeños”. Quizá fue la primera vez que Vargas Llosa me fue tan cercano, seguramente porque él también creció rodeado de niños que hablaban distinto.
Cuando uno descubre al distinto, al foráneo, lo siente como un intruso. Y, para combatirlo, reforzar la identidad de lo de casa es, creo, una respuesta mecánica, inmediata. Mi arequipeñismo se hizo más fuerte por la presencia de los limeños. A ellos, la ciudad no les gustaba, les parecía muy chica: “Lima es cien veces más grande”, afirmaban con un desdén que les daba licencia para la exageración.
–¿Cómo es el himno de Lima? ¿Lo sabes? –indagaba yo presuroso para acallarlos.
Su silencio implicaba mi victoria. Punto para Arequipa. El júbilo era momentáneo, porque seguramente mañana habría otro duelo, así que no se podía pestañear. Todavía era muy niño, no podía percatarme de que a esa edad el mundo se acaba donde el barrio cambia de nombre. Y es el vecindario el que te nutre y te define. Mi Arequipa –la idea que tuve de ella– en realidad nunca existió o ya se desplomó. Arequipa es la que no vi, la que me contaron los abuelos: la del tranvía, la de los montoneros y las revoluciones, las barricadas y el lenguaje loncco, los yaravíes y los auténticos pasteles de la “Cagalucha”. Por falta de una transferencia cultural solvente hoy somos un eco desafinado de Lima y del espíritu alienizante de la globalización entendida de la peor manera: para competir con Lima hay que ser como ella… y hablar como hablan allá. He oído con horror a amigos de toda la vida, indiscutiblemente arequipeños, empezar a decir que se iban de vacaciones al ¡Cujco!
El proceso de transformación (deformación) que ha sufrido Lima se está dando desde hace mucho tiempo en nuestra ciudad y ha afectado –lesionado, resquebrajado– los cimientos de nuestra identidad que creíamos más sólidos. La pobreza de las zonas altoandinas ha desencadenado un inatajable mecanismo migratorio que, como todos los mecanismos, no tiene conciencia ni misericordia. Y lo que no tiene conciencia ni misericordia aplasta, como un huayco, a todo que ve a su paso: las culturas puneña y cuzqueña han devastado a la arequipeña, pero no por méritos propios –que de hecho los tienen– sino por la inexistencia de un artefacto que sostenga y proteja la nuestra. La cultura mistiana se está viendo tironeada por culturas ajenas de una manera tal que no es descabellado pensar que dentro de unos cuantos años la fiesta de la Virgen de la Candelaria, antes de festejarse a orillas del Titicaca, se celebre al pie del Misti. El gran problema es que reaccionamos como reaccionan los niños: con ataques, con ofensas y despropósitos, sacamos lo más primitivo hasta llegar al adjetivo subido de color. Cuando lo que corresponde es adquirir un espíritu unificador, entender que lo ideal es estar abiertos a lo que no somos para enriquecer lo que ya somos. Pero, ¿qué somos? Hemos dejado de ser muchas cosas, nadie puede tapar el sol con un dedo. Insisto: ¿qué somos? Somos un regionalismo de papel, somos una ciudad que, ahora, no se sabe si segunda, tercera o cuarta. Lo que corresponde es empezar a ensayar nuestra identidad de la mejor manera posible: ir al rescate de la cultura. A algunos, como yo, les corresponderá ensayar la identidad con palabras: narrar a Arequipa, hacerla una República Literaria (como lo que hizo Vargas Llosa con Lima y Rivera Martínez con Jauja). Y a través de la palabra enriquecer nuestro acervo. A otros, les tocará poner en marcha proyectos culturales para definirnos, o mejor dicho, para redefinirnos escrupulosamente.
La convocatoria es masiva, nadie está excluido pues lo que se busca es la aquiescencia general, el vasto consenso colectivo. Somos pues, diversidad y variedad. No olvidemos que la cultura es el conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico e industrial que se dan en nuestra ciudad y en toda la región. Las manifestaciones mediante las cuales se expresa la vida tradicional del pueblo arequipeño están –ahora, en los albores del s. XXI– hechas no sólo por arequipeños. Si me apuran: Día del Yaraví Arequipeño, Primera Feria Internacional del Libro, Plan Lector Regional, Festival Gastronómico de la Cultura Puneña en Arequipa, etcétera. Lanzar propuestas con una Tormenta de Ideas es sencillo, lo complicado es ejecutar los proyectos y darles el proteccionismo pertinente.
A manera de epílogo edificante para abrir la mente y, al final, el corazón…Para reinventar y redefinir nuestra identidad, a nivel local o nacional, es requisito fundamental pensar al otro, ponernos en los zapatos del distinto (o del que creemos distinto), eso implica dejar de lado chauvinismos, regionalismos y cualquier tipo de sectarismo o xenofobia (y lo digo yo que alguna vez prometí no pisar jamás tierras chilenas). No hay mejor testimonio al respecto que el del escritor judío Amos Oz, quien nació en Jerusalén el año en que estalló la 2da. guerra mundial. Él cuenta que creció en la Jerusalén de los años cuarenta como un niño muy nacionalista, incluso chauvinista, y se prometió nunca poner pie en suelo alemán. Lo único a lo que no se sintió capaz de renunciar fue a los libros alemanes: “Si hacía boicot a los libros, me decía a mí mismo, me parecería un poco a ellos”. Él agrega algo imperdible:
“Al principio, me limitaba a leer la literatura alemana de preguerra y a los autores que se habían opuesto al nazismo. Más tarde, empecé a leer en hebreo las obras de la generación de novelistas y poetas alemanes de posguerra. Me permitían imaginarme en su lugar. Mejor dicho: me seducían para que me imaginase en su lugar, durante los años oscuros, en los años anteriores y en los posteriores. Después de leer a esos autores y a otros, ya no pude limitarme a seguir odiando todo lo alemán del pasado, el presente y el futuro. En mi opinión, imaginar al otro es un potente antídoto contra el fanatismo y el odio. Creo que los libros que nos hacen imaginar al otro pueden hacernos más inmunes contra las estratagemas del mal, el Mefisto del corazón. Así fue como Günter Grass y Heinrich Bóll, Ingeborg Bachmann y Uwe Johnson y, en particular, mi querido amigo Siegfried Lenz, me abrieron la puerta a Alemania. Ellos, junto con una serie de amigos alemanes muy queridos, me obligaron a romper mis tabúes y abrir la mente y, al final, el corazón. Volvieron a mostrarme los poderes curativos de la literatura. Imaginar al otro no es una mera herramienta estética. Es además, a mi juicio, un imperativo moral fundamental. Y, sobre todo, imaginar al otro es un placer humano profundo y muy sutil”.
Imaginando al otro (chileno, puneño o limeño) y, además, coexistiendo en armonía con él, encontraremos, de a pocos, la sana cohesión y enriquecedora convergencia de todas las culturas que hoy hacen la nuestra. Ellos y nosotros, lo nuestro y lo de ellos, anidados en un único intento: la cultura. Patrimonio de todos.
(*) Este ensayo ocupó el Tercer Lugar en el Primer Concurso Literario de Cuento y Ensayo Breve 2007 organizado por la Alianza Francesa de Arequipa y el Semanario de Política y Cultura “El Búho”.
(*) Este ensayo ocupó el Tercer Lugar en el Primer Concurso Literario de Cuento y Ensayo Breve 2007 organizado por la Alianza Francesa de Arequipa y el Semanario de Política y Cultura “El Búho”.