29 January 2007


LA MUÑECA DE KAFKA

El día de hoy, en su acostumbrada columna de Perú 21, Alonso Cueto relata una curiosa anécdota del autor de El proceso. El artículo dice lo siguiente:

En Brooklyn Follies, Paul Auster cuenta la historia de la muñeca de Kafka, una de las más atractivas que he oído sobre el escritor checo. En una ocasión, caminando por la calle, Kafka encontró a una niña llorando. Cuando le preguntó qué le ocurría, la niña respondió: "Es que he perdido mi muñeca". De inmediato, Kafka le contestó: "Tu muñeca no se ha perdido. Ha salido de viaje". "¿Y cómo lo sabes?", le preguntó la niña. "Porque me ha escrito", le dijo Kafka. "Ella está muy bien. Ha salido a buscar una nueva vida, una vida propia, pues ya siente que tiene la edad suficiente. Pero piensa mucho en ti y te manda saludos". La niña se sintió reconfortada. "¿Y puedes enseñarme las cartas que te escribió?", le preguntó. "Por supuesto. Mañana a esta misma hora te encontraré aquí, y te voy a enseñar sus cartas", le contestó el escritor.


Kafka volvió a su casa, escribió una carta y al día siguiente se la llevó a la niña. En ella, la muñeca le decía que había partido en busca de nuevos horizontes pero que pensaba mucho en ella. La niña se alegró y le pidió que Kafka le trajera nuevas misivas. Durante algunos días, Kafka la fue proveyendo de cartas nuevas hasta que le dio una definitiva. La muñeca se había casado, iba a tener una familia y viviría muy feliz. De eso estaba segura. Con el satisfactorio final de la historia de su muñeca, la niña se consoló para siempre.


Tomás Eloy Martínez comentó en un artículo esta historia de Kafka, contada por Auster. Desde que la leyó, empezó a buscar en las biografías y correspondencia de Kafka alguna señal sobre la veracidad del episodio. Cuando no la encontró, le hizo la pregunta al mismo Auster, quien le aseguró que la historia era cierta. Cierta o no, es verosímil. El más escéptico de los escritores del siglo XX, el que hizo de la indiferencia y del miedo los motivos centrales de su estética, podía -por eso mismo- ser un hombre que se conmovía ante el llanto de una niña por su muñeca perdida. Su escepticismo solo podía provenir de alguna forma de inocencia. Por otro lado, la historia ilustra el poder de la literatura: convencer a alguien de una verdad a través solo de las palabras.


En uno de los ensayos de Lecturas compulsivas, Félix de Azúa repasa la vida de Kafka y concluye que, como cualquier escritor, le interesaba que sus libros se vendieran y que se leyeran. También discutía con sus editores por las carátulas (estuvo visceralmente en desacuerdo con la de La metamorfosis), y se aferraba a su trabajo como funcionario del Estado. Por las tardes iba a las cafeterías de Praga a reunirse con amigos y se enamoró varias veces (hasta su apasionado romance final con Dora Dymant). No era un santo o un profeta sino un hombre normal. Alguien capaz de conmoverse y de arrodillarse frente a una niña para decirle que su muñeca no se había perdido, y que se lo iba a demostrar.