20 December 2006

RESPUESTA DE HÉCTOR ÑAUPARI A RODOLFO YBARRA
EL ANARQUISTA CORONADO
Respuesta a Rodolfo Ybarra

Héctor Ñaupari

La literatura peruana ha vivido siempre en el filo de la navaja. O en el Apocalipsis, para decirlo en términos más radicales, como gustaría al poeta al que respondo con este artículo. Desde Eguren hasta Vallejo, desde Sologuren hasta Martos, desde Verástegui hasta Ybarra. Nada nuevo nos dice, pues, éste último, sobre la condición del escritor peruano. ¿Cuándo el escritor peruano no estuvo solo? ¿en qué momento del siglo XX no estuvo perdido? ¿acaso, entonces, no ha terminado desnudo?

En el Perú, el escritor siempre ha sido visto como una molesta espina en el costado del poder; por la empresa peruana, como un sujeto inútil e improductivo; en el ámbito académico y cultural de nuestra patria, el escritor se ha visto dividido y en constante ataque unos contra otros, como hasta ahora; en nuestra sociedad, en suma, es el escritor un sujeto que vive en su limbo, y al que ésta califica como excéntrico.

No ha ocurrido aquí lo que en los socialismos realmente existentes, o más cerca, lo que en México durante gran parte del siglo XX, donde en los escritores –casi exclusivamente, los comprometidos con el régimen, o aquellos dóciles o políticamente inocuos– lograron constituir parte de las oligarquías de esos sistemas totalitarios o de la dictadura perfecta latinoamericana: a cambio de su docilidad, o su compromiso, o de servir como sicofantes a esos gobiernos, obtuvieron subsidios, becas, puestos en los ministerios y embajadas, y así se pudieron dedicar a su literatura, siempre y cuando la misma no resultase lesiva a los intereses o postulados de las nomenclaturas que gobernaban y a las cuales servían.

Tampoco ha sucedido en el Perú lo que acontece en las sociedades libres y democráticas (realmente existentes también, por cierto) donde existe un Pen Club, donde los escritores están asociados, donde hay mecenas, fundaciones, editoriales sólidas, donde a los poetas beatniks –como a Ginsberg, por ejemplo– se les pagaba por los recitales que brindaban, sin que ello resulte dañino o perjudicial para ellos o para sus compromisos ideológicos. Todo ello, sin embargo, resulta pernicioso a Ybarra, como se desprende de su artículo.

Lo que ha pasado en el Perú es lo peor que le puede ocurrir a una sociedad: el divorcio total entre los escritores y el medio en que viven, ya sea el Estado, la empresa o los lectores. Los escritores no han apostado a formar parte ni de las burocracias públicas, ni han promovido los mecenazgos empresariales ni las aventuras editoriales, y se han desvivido por considerar a los lectores como iletrados e incultos, desdeñándolos, sin esforzarse un ápice por motivarlos a leer. Los muy pocos que sí lo han hecho, con desiguales resultados, han sido siempre desacreditados por la mayoría de sus pares. Ese círculo vicioso de la literatura peruana se ha repetido, inmisericorde, hasta hoy. Por esa razón, los poetas y narradores peruanos sólo salen en las portadas de los periódicos cuando mueren.

De allí que Ybarra repite, pero con otros términos, la defensa de una conducta cuyos resultados ya conocemos: el aislamiento y la miseria del escritor peruano. ¿Qué de encomiable tiene entonces sostener que el escritor peruano está destruido, si éste repite la conducta del perro del hortelano: ni come, ni deja comer?

Cierto es, también, que en todas las sociedades y momentos históricos que reconozcamos, los escritores han ejercido diversos oficios, sin lograr vivir –salvo muy pocos– exclusivamente de su literatura. Esto no es nefasto en sí mismo, ni producto de una realidad oprobiosa, tal como Ybarra plantea. Ha ocurrido en monarquías, dictaduras o repúblicas; en economías libres, corporativas o centralmente planificadas. Ello no obstante, en algunas sociedades más desarrolladas, ya sea la Francia socialista o los liberales Estados Unidos, donde se suele leer más, es donde los escritores tienen más posibilidades de realizar trabajos ligados a su actividad: son profesores, periodistas, académicos, redactores de discursos, traductores, entre otras actividades.

Esto es tan cierto, que muchos escritores peruanos han decidido vivir en esos países para poder dedicar, por lo menos parte de su tiempo, a la creación literaria. Muchos amigos de Ybarra –y que también son amigos o conocidos míos– compañeros de viaje de nuestra generación, lo han hecho. Querer que esa posibilidad exista en el Perú no me parece malo; para Ybarra sí lo es. Por ello le pregunto, ¿reconoce en ellos a los “defensores del sistema” que tanto y con tan gruesos términos critica? ¿Son “defensores del sistema” Nájar, Chanove, Rodríguez Liñan, Cáceres, Ghersi, Álvarez, Pita, De Lima, Santiváñez? Si Ybarra es fiel a sí mismo, sí. Nadie es inocente –como el anarquista Rachavol– entonces, salvo él.

Por otra parte, servir en las burocracias públicas o privadas no tiene, en sí mismo, nada de malo, tal como Ybarra quiere hacérnoslo ver. Observemos: si Elliot fue un empleado bancario, Kavafis un funcionario en el servicio público de saneamiento toda su vida, Pessoa un servidor municipal, Sologuren un funcionario en el servicio tributario peruano, Ribeyro un diplomático tanto de la dictadura como de la democracia peruanas, lo mismo Carpentier del régimen castrista o Neruda del socialismo chileno; todos ellos, serían para Ybarra unos serviles burócratas de encebadas barrigas –concepto que no se aplicaría nunca, por su contextura, al autor de Los dichos de Luder, como sí para Neruda–. Ybarra no nos deja salida: ser miserables o defensores del sistema, ésa es la disyuntiva.

Ybarra debería saber que en nuestros predios se puede dar de todo; incluso, el caso de un Kafka, que nunca quiso vivir de su literatura, siendo hasta el final de sus días un funcionario judicial, quien, como reza la leyenda, ordenó a su amigo Max Brod quemar todos sus escritos a su muerte, lo que éste no hizo, para bien de la literatura mundial. En ese orden de ideas, tampoco hay nada de inmoral en ser un aristócrata, como Tolstoi, o un gran hacendado del sur profundo de Norteamérica, como Faulkner. De modo que no imagine, amigo Ybarra, al aristocrático Tolstoi o al hacendado Faulkner en esos menesteres todo terreno, más inmediatos, como ocurre en nuestros respectivos casos. Chesterton, por el contrario, fue siempre un escritor ganapán y mil oficios, y nunca por ello dejó de defender la monarquía constitucional inglesa. Borges, un modesto director de bibliotecas municipales al mismo tiempo que un conservador. De modo que no hay determinismo alguno entre estrechez y combate al sistema en el caso de los escritores.

De hecho, Tolstoi sí era un defensor del “sistema putrefacto” al que Ybarra alude, lo mismo que Céline o Lovecraft del régimen nazi, Hemingway de la república española y el socialismo democrático en juventud, y, al final de sus días, de la república norteamericana, Neruda del totalitarismo soviético y de Stalin, Ayn Rand del capitalismo egoísta, duro y crudo, y Nabokov del intervencionismo norteamericano en el sudeste asiático. Sobre este último, hay que decir que sus orígenes aristocráticos lo pusieron, desde la primera hora, en contra del colectivismo y corporativismo que Ybarra defiende.

Olvida Ybarra –o no quiere ver– que Nabokov, nacido rico y aristócrata, fue despojado por el bolchevismo, padeciendo luego la pobreza en Inglaterra y Norteamérica durante muchos años, y ya terminando la cincuentena, volvió a alcanzar la riqueza con una novela signada por el escándalo, ése al que nuestro poeta anarquista tanto repugna: Lolita. Y si quiere otro ejemplo, le doy a otro ruso genial: Dostoievski, quien ganó fortunas con sus extraordinarias novelas, las que perdía de inmediato en los casinos –escribió El jugador para relatar sus propios infortunios– pues consideraba que la miseria era el mejor aliciente para el creador.

Ejemplos como éstos, hay mil. Pero el anarquista coronado –el espléndido título que Artaud escogió para escribir sobre Heliogábalo, cruel emperador romano– no los desea ver. Y digo esto último como un amigo, pues eso me considero de Ybarra, cuya literatura aprecio. Apelo a su inteligencia y a su sensibilidad, ambas reconocidas, para decirle que ni la miseria ni las adversidades son, a pesar de todo, nuestras enemigas. El desdén por la lectura y el divorcio de la cultura sí lo son. Por ello tenemos que enfrentarlas. Seguro estoy que en ese combate, el verdadero, el que no nos dará tregua, estaremos juntos y del mismo lado.