07 December 2006


EL ESCRITOR PERUANO ESTÁ DESNUDO

Héctor Ñaupari*

El reciente debate sobre narradores y críticos ha mostrado que, en el Perú, el escritor está desnudo. Es hora de decírselo. El escritor peruano carece de una infraestructura mínima que lo represente, que defienda sus intereses y lo resguarde ante las múltiples vicisitudes y necesidades que lo acosan. Del mismo modo, a los narradores, ensayistas y poetas nacionales les faltan críticos serios, preparados, intachables y comprometidos con la promoción de la literatura nacional. Esos críticos, en estas tierras, sencillamente no existen.

Asimismo, no tienen manera de definir su propia situación en el Perú, ni un aparato intelectual o siquiera unos instintos que le permitan encontrar su lugar en los procesos políticos, económicos y sociales de nuestro país. Quizás por esa causa, no son considerados como líderes de opinión en la sociedad peruana –tal cual ocurre en todos los demás países del mundo civilizado– y la publicación de sus libros pasa completamente desapercibida para la televisión y la radio locales, es decir, para los medios de comunicación más efectivos para llegar masivamente a sus posibles lectores.

Nuestros escribas se hallan desprovistos también de una infraestructura mínima de mercado para poder vivir de su literatura: en estas costas no hay agentes literarios, ni editoriales que sean considerados un caso de éxito empresarial, ni librerías importantes, ni mecenas empresariales, institucionales o personales que financien la creación literaria. En ese aspecto, el Perú es un páramo. Pero, sobre todo, el escritor peruano no tiene lectores: en una sociedad donde elites pudientes y masas empobrecidas, donde blancos, mestizos y afro peruanos, ricos o pobres, todos por igual, no han leído en su vida un solo libro completo, en cuyas casas jamás se ha visto una biblioteca, donde los libros son parte de la decoración de salas y dormitorios –y eso, sólo cuando están de moda– quien se dedique a escribir aquí es un verdadero extraño, se quiere morir de hambre o está loco. Si existen algunas excepciones a estas carencias, son sólo excepciones: burdos harapos que nunca alcanzan a cubrirnos del todo.

En esta tierra yerma que es el Perú para la literatura, considero que la primera responsabilidad de esta trágica situación somos los propios escritores. Primero, porque no escribimos para nuestros lectores. No pensamos en ellos. No nos interesan. Los narradores se han vuelto vulgares matarifes. Ni siquiera llegan a cirujanos. Sólo exponen vísceras animales –sobre todo las suyas– y las exhiben en un camal al que llaman novela o cuento. Sangre, suciedad, prostitución, travestismo, hoteles derruidos y malolientes, drogadicción y violencia política o social –sea para cumplir sus propias agendas o las de sus jefes, aquí o en el extranjero– son los temas. Los muy pocos que salen de la escritura de letrina son nefelíbatas, decoradores de interiores literarios: apenas logran generar un par de buenas atmósferas, pero nada más. En uno u otro caso, investigar o escribir sobre otros asuntos –los que verdaderamente pueden interesar a los lectores– es venderse, rebajar su olímpica condición de iluminados.

A esos seudo creadores habría que recordarles que los lectores peruanos quieren, a mi juicio, escapar del mundanal ruido nacional y vivir la vida de otros, por ejemplo, a través de un buen libro. O conocer en forma de ficción la vida privada o pública de sus antecesores. O leer sobre los mitos y leyendas provincianos, que las abuelas nos contaban para aterrarnos. Tres ejemplos al respecto: en trescientos años de régimen colonial, pródigos en lances románticos, aventuras de piratas, atrevidos arcabuceros, cardenales intrigantes y pérfidos virreyes, lo único que existe para los lectores es Piratas en el Callao. Es una afrenta, tanto para los matarifes como para los señoritos de largos cabellos de la palabra, que sepamos, por un cineasta cholo, del mito ayacuchano del Jarjacha, hombre convertido en monstruo al cometer incesto. A ninguno de ellos se les ha ocurrido escribir, en forma de novela histórica, sobre las fantásticas vidas, llenas de luces y de sombras, de Piérola, Castilla o Cáceres. En su afectada condición de creadores, sea de desagüe o decorativos, unos y otros han pasado por alto lo obvio: sin lectores, no hay escritores. No hay librerías. No hay infraestructura ni mercado para los libros. No hay críticos responsables sino sicarios de la pluma. No hay posición ni liderazgo. No hay, en buena cuenta, nada.

Los escritores también somos responsables de eso que el genial Revel llamaba hemiplejia moral. Llamémosla también esquizofrenia vital. Los escritores peruanos se pretenden de izquierdas, pero en realidad quieren vivir como de derechas. Por eso, aunque desean una buena vida –como cualquier mortal– reconocer la sola existencia del mercado les parece obsceno. Identifican al empresario como un hombre de las cavernas. Ello no obstante, nuestros escritores quieren con frenesí tener ese confort material. Por eso no saben si traicionar sus principios y no vender un solo libro, o traicionar y ser exitosos y subsistir, por lo menos, sin carencias. Esa conducta es un error. Desconocer la realidad del mercado es como ir contra la ley de la gravedad: sólo los obtusos la negarían. Puede creerse o no en el liberalismo o en el socialismo, pero no se debe menospreciar a quien cumple su rol en el mercado, como trabajador o empresario, ni idealizar a uno rebajando al otro. Los escritores vuelven a pasar por alto aquello que les estalla en las narices: que la actividad a la que uno se dedica en el mercado no supone, automáticamente, negar lo que uno es y en lo que cree.

Hasta que no nos dediquemos a los lectores y superemos esa hemiplejia moral que nos aturde, no construiremos un verdadero mercado ni una institucionalidad mínimas para la literatura peruana. Ésa es la tarea que debemos en verdad imponernos. Los peruanos leerán si somos capaces de conmoverlos, seducirlos o hacerlos mejores con buenas historias o poemas llenos de intensidad, sensualidad y altura. Podemos seguir haciendo lo de siempre: sacarnos las vísceras unos a otros en un teatro vacío, condenándonos solos al silencio –creyendo torpemente que lo hacemos con otro escritor al que nos oponemos ideológicamente– negándonos cobardemente a debatir sobre estos temas, creyendo, como los levitas o el Bartleby de Melville, que nos mantenemos puros si no hacemos nada. O podemos cambiar y así cambiar al Perú. El escritor peruano ya no puede ni debe estar desnudo. Es hora de vestirnos.


Surco, 6 de Diciembre de 2006

* Poeta y ensayista. Autor de Rosa de los vientos (2006), Páginas Libertarias (2004) y En los sótanos del crepúsculo (1999).