05 September 2006

DESPUÉS DEL PARTIDO

Richar Primo

Cuando Roquita se te apareció repentinamente por el lado izquierdo, tú ya te habías agotado por completo; por eso para él fue tan fácil sacarte con el cuerpo y quedarse con la pelota. Era muy claro que ya nada era como antes y que la corrida desde la medía cancha te había dejado sin aliento. Te levantaste inmediatamente porque te picó en el orgullo que un mocoso como Roquita, a quien habías visto limpiarse los mocos con las mangas, ahora te perdiera el respeto y te dejara pagando en tu punta izquierda, tu legendaria punta izquierda. Cuando lo alcanzaste, te volvió a fallar algo, ese algo que en otros tiempos no te hubiera fallado jamás. Pusiste la punta del chimpúm una fracción de segundo tarde y eso, en el fútbol, muchas veces es fatal; es decir que Roquita se te adelantó y le pegó tremendo zapatazo a la pelota antes de que lo interceptaras. La pelota dibujó una curva y se coló por el ángulo más cerrado del arco. Volviste a quedar de rodillas mientras el Deportivo Matute celebraba su gol. Más allá de la cancha, en donde estaban los andamios de madera que la gente usaba de tribuna, llegaste a escuchar los aplausos de algunos y las pifias de los otros. La resolana de la tarde aún era intensa y muchos de ellos se habían cubierto la cabeza con periódicos. Anita antes solía estarse por allí, mirándote con ese aire de niña traviesa y feliz.

Anita si que supo conquistarte. Intuyó - o tal vez alguien la ayudó a intuirlo - que para hombres como tú es muy importante que una mujer comparta los sueños, aunque estos sueños parezcan ser tan sencillos como el de ser futbolista. ¿Tú pensaste alguna vez que tus sueños de futbolista eran simples? O fue una verdad que fuiste descubriendo lentamente conforme pasaban los años. Anita aprendió a quererte a tu modo y fue como una modelo de plastelina que acomodaste a tus antojos. Claro, tú eras el gran jugador, el defensa a quien don Felipe de Corral, dirigente de la Liga de Segunda, había tentado para jugar en el Lawn Tenis, antes de que éste subiera a Primera División. Todos habían escuchado la historia de que el negocio se arruinó porque la mujer de don Felipe te había echado el ojo y esa situación sí que había sido tu ruina. ¿Cuánto tiempo te tomó componer esa historia? ¿Fue una invención que nació redonda desde el comienzo? O ¿Una ficción que fuiste corrigiendo paulatinamente? El hecho es que soltaste la bola con la misma habilidad con la que enviabas esas boleas para habilitar a los punteros. Todos se la creyeron y se la tragaron sin masticarla. Excepto tú, por supuesto, sólo tú supiste que te asustaste frente a la posibilidad de fallar, de estar en otro mundo que no sea el que ya conocías, de dejar de ser el chico engreído del Atlético Huamanga para pasar a ser, simplemente, un muchacho de barrio que aspiraba a una plaza de titular en un equipo de segunda y por eso – y no por cualquier otra razón que te hayas inventado luego - te emborrachaste una noche antes hasta el tope. Lo peor del asunto es que llegaste lúcido al amanecer y poco faltó para que te golpearas con una botella para, de una vez por todas, lograr perder el sentido y salir de esa angustia que te oprimía el alma. Esa verdad no la supo Anita, a pesar de que fue ella la que te recogió de la banca del billar y te llevó como pudo hasta la pensión. Anita fue, y seguro que siempre seguirá siendo así, la mujer buena que no hace esas preguntas que podrían estar de más. La mujer que simplemente sufre heroicamente y que sabe acompañar. En Anita ahora había algo tuyo que estaba creciendo inevitablemente.

Para cuando el arbitro tocó el silbato dando por terminado el primer tiempo, tú ya estabas a punto de pedir que entrara el utilero o el viejo Quelopona, porque era fijo que te iba a dar un calambre. Trataste de controlar tu respiración agitada y te fuiste a los camerinos como arrastrando tu humanidad. El viejo Quelopana se te acercó y te preguntó si te podía ayudar. Es que más sabía el diablo por viejo que por diablo. Pero Quelopana no iba a poder con lo que verdaderamente te estaba pasando. ¿Qué era finalmente? ¿Por qué ahora las cosas se habían tornado tan extrañas, punzantes, nuevas? Definitivamente tú ya no eras el mismo. Sin embargo habías jurado que seguirías siendo el mismo para toda la vida. Se lo dijiste incluso a Anita cuando te contó lo del bebé. Dijiste que ibas seguir intentando convertirte en un jugador consagrado y que tú hijo iba crecer con el orgullo de saber quién era su padre. Cuando Anita te sugirió formalizar el asunto esquivaste el tema y fue peor cuando te habló de que buscaras un trabajo por horas mientras alcanzabas tu consagración. Eso hasta te puso violento y le gritaste a Anita. Claro que ella se corrigió de inmediato, detuvo un par de lágrimas que aparecieron en sus ojos y aceptó lo que tú decías. Anita era así y eso, a veces también te molestaba, sólo ahora te dabas cuenta de ello. Sólo que Anita no supo que la verdad, que la noticia te había aterrado porque tú no querías tener un hijo, lo cierto era que ni siquiera querías una mujer estable. Tú habías alcanzado y sobrepasado los veinte años sin saber exactamente lo que querías para el futuro; habías estado tranquilo con lo que el presente te alcanzaba de a pocos y cualquier modificación te asustaba. Incluso estuviste a punto de sugerirle a Anita que abortara, pero te contuviste, tal vez por Anita o porque no querías ser una mierda. Un hijo era una especie de espejo en donde te ibas a ver todos los días; es más, un hijo era como una indicación de que todo estaba por terminar y tú no querías escuchar que alguien te dijera: .

Para el segundo tiempo, el Coach había cambiado a Santiaguito por Miranda en la punta derecha para darle más empuje a la delantera y le había dicho al gordo Valenzuela que se pegara al Brasileño para cerrar la línea media. A ti te había pedido que te desahuevaras de una vez porque los del deportivo te estaban haciendo leña. Tú dijiste que sí, pero fue por decir. En verdad que el Coach le había acertado sin saberlo: te estabas sintiendo ahuevado en el fútbol y en la vida. Por un momento quisiste arrancar de ti todos los pensamientos que te alejaran del partido. Incluso la nueva línea media parecía estar funcionando porque la estatura del brasileño y su apariencia de negro de Mendocita asustaba los muchachos del deportivo. Ahora ya podías proyectarte con más tranquilidad y sin tener que apretar tanto; pero la gente del deportivo aún te ganaba la pelota más veces que antes y habías tenido que bajarte a un muchachito que nunca habías visto y que parecía tener un par de cohetes en las piernas de niño desnutrido. El pobre había caído muy mal y lo sacaron a cuestas ¿Qué te estaba pasando? Lo peor fue que – en algún momento, como un chispazo – imaginaste que era tu hijo el que salía desgarrado de la cancha. No te expulsaron porque, de pura suerte, el árbitro había estado mirando otra cosa. Entonces viste a un hombre canoso que se acercaba al muchacho e inmediatamente encontraste el parecido: en verdad que los rasgos se heredan. El hombre canoso estaba sudando y su rostro de padre preocupado hacía muy tierna la escena. Te sentiste toda una basura. ¿Tú padre – si hubiera vivido– se habría preocupado como aquél? Tal vez. Eso era algo que sólo ahora, y en medio de una cancha en donde estabas perdiendo el campeonato, te atrevías a preguntártelo. La cosa es que, de grande, muy pocas veces te atreviste a pensar en tu padre, probablemente para evitarte la angustia. Era como esquivar toda posibilidad de dolor o de tristeza que le quitara el color a todo lo que habías logrado por tu propia cuenta. Alguna vez tu mamá te había dicho, en un arrebato de cólera, que el fútbol era una estupidez que habías heredado de tu padre.

Ahora que lo piensas, Anita no se parece en nada a tu mamá. Por lo menos hasta ahora. Mamá parecía querer negar todo lo bueno que tuvo tu papá, y eso fue incluso antes de que se volviera a casar. Muy pocas veces escuchaste algún cumplido para con tu padre. Pero no fue por eso que vivías alejado de tu casa. Simplemente te sentías fuera de ambiente entre hermanos que no eran por completo tus hermanos y una madre que ya no era totalmente tu madre y menos un hogar en donde siempre estabas en minoría. Tú fuiste creciendo en las esquinas del barrio y muchos de las momentos en donde descubriste algo de la vida de un hombre, fue en el pampón en donde jugaste los tantos partidos que se te pierden en la memoria. Todo fue grandioso en esas tardes que caían paulatinamente después de los partidos, mientras se aquietaba la respiración, se secaban las camisetas sobre las espaldas y se compartía las gaseosas y las cervezas de los ganadores. Era cosa de sentarse entre ellos, esperar a que cayera la noche, hablar de tantas cosas desde una posición sencilla y sentir que todo es simple como una estrategia futbolística en donde cada cual cumple su destino, pero sólo hasta que termine el partido y luego, otra vez, a empezar sin mayores complicaciones. No como ahora cuando la vida misma te quiere llevar a una nueva etapa de ligas mayores en donde todo se hace más complicado.

Entonces oíste la voz de Coach que te puteaba con todo para que despiertes y te le pegaras a Roquita que estaba entrando una y otra vez como quien entra en su casa. Era verdad que esos carrileros que iban con todo, sin temor a romperse la madre, los estaban haciendo leña. Precisamente fue Roquita quien apareció otra vez de la nada y se mandó un centro perfecto que un tal Altamirano conectó de cabeza para enviarla hasta el fondo del arco. Fue tu culpa, era tu zona, tu responsabilidad, como decía el Coach todo lo que por allí sucedía tenía tu nombre y tu firma. ¿Cuál es tu zona ahora? ¿Cuál es tu estrategia para el futuro? No quieres, no quieres, no quieres que termine el partido, que acabe el campeonato; no quieres que se cierre el complejo deportivo hasta las próximas eliminatorias. Este partido debería ser eterno y, sin embargo, ya no eres parte de él porque ya no te puedes concentrar en él. <¡Vamos despierta!> dice el Coach dice la gente desde las tribunas. Y tú: ¿Qué quieres? Tal vez que te pasen la pelota para que hagas una corrida desde el fondo y que sea tu padre el hombre canoso que hace rato sufría y que te acompañe en paralelo desde fuera de la cancha alentándote para que sigas hasta el final, hasta muy lejos, hasta llegar a la puerta de Anita y tocar su barriga en donde late un corazón con el mismo ritmo que el tuyo y después mirarte al espejo y saber que tu cara ya no es la de antes, que has crecido, que ya eres un hombre, que te falta un diente por algún codazo de tantos y que a lo mejor te pareces a tu padre por aquello de que has heredado la misma estupidez del fútbol. Vamos, vamos. Que te cedan el pase más importante de tu vida para que tú la cojas de pechito, como antes, en la polvorienta pampa en donde pasaron tus buenos tiempos, y luego hablar toda la tarde del gol, del más hermoso gol, uno de pintura y para el recuerdo de tus hijos, tus hijos ¿Cuántos? ¿Serían muchos? ¿Les gustará el fútbol también? Y Anita también estará pasando por lo mismo. ¿La angustia también? ¿La difícil maduración? ¿Ser mujer también?. Entonces el Roquita volvió a sorprenderte y te quitó la pelota limpiamente y tú, totalmente sorprendido, das una mala pisada y ruedas por el césped reseco hasta más allá de línea de yeso que marca la cancha.

El Coach ha ordenado un cambio y ya sabes que eres tú. El chico Perales ya está en línea calentado emocionado. Su rostro de adolescente lo delata y, si pudiera, te sacara cargando de la cancha para apresurar su ingreso. Perales estuvo esperando pacientemente, desde hace meses, que algo te pasara y, para él, que eso sucediera en la gran final es algo que no sabe cómo celebrar. Sólo que él no entiende que tú alargas tu salida porque es como una sencilla despedida que ya no te entristece tanto. Cuando pasas junto a él le alcanzas a decir que tenga cuidado con Roquita que corre rápido y él te mira con displicencia y entra corriendo. El Coach, que ha escuchado lo que dices, te toca el hombro. Te sientas en la banca para esperar a que termine el partido. Después ya sabes lo que vas a hacer. Anita debe estar esperándote.