13 September 2008

RESEÑA DE POEMARIO

SÉPTIMA EPÍSTOLA A MARTÍN ADÁN

Por: Héctor Ñaupari


En momentos en que los poetas, escritores y críticos nos despedazamos e insultamos con gran intensidad y pasión, aquella que deberíamos usar para crear, investigar y escribir, Iván Fernández Dávila nos entrega su Séptima Epístola a Martín Adán.

El poeta nos devuelve a nuestra realidad primera, nos recuerda en sus textos que el radicalismo, el cuestionamiento crítico a su entorno y su decisión firme de denunciarlo hasta la náusea, todo ello sintetizado en la cálida soledad en que se envuelve, es el atributo esencial de los creadores.

Es que los creadores, como los ricos de Scott Fitzgerald, son “diferentes”. Por ejemplo, no están destinados para los creadores las mujeres hermosas, pues ellas, parafraseando a Proust, “sólo buscan a los hombres sin imaginación”. No les pertenecen, en exclusiva posesión, el amor de una mujer. En todo caso, sólo acceden al amor culposo, efímero, embriagador, exultante, apresurado, arrabalero, de hostal percudido y prostibulario, definido por el engaño y el adulterio.

Se los dice a ellas, las infames, este poeta, como en un valse desgarrador de Escajadillo o Casas Padilla: “ese que no te ama no conoce / el despertar de tu lujuria / jamás ve en tu boca / la trágica aventura de renunciar al perdón. / Era tu increíble belleza / desierto pontificio / a otros prometido / mientras bebía del inagotable oasis / zanjado entre tus piernas / secándote el amor”.

Tampoco es de los creadores el calor de hogar, el beso cariñoso de los hijos, o tal vez ni siquiera eso, como la maldición que persiguió a Uther Pendragon, quien poseído por la lujuria lo perdió todo, y no obstante lo legó a Arturo, su hijo bastardo, el rey legendario. En el caso de los escritores y poetas que hemos sido bendecidos con una familia, un hogar, amigos o un empleo sabemos, en medio de las noches perfectas – frías y afiladas – ocultos cuando todos duermen, e iluminados sólo por la luz de las pantallas de nuestros ordenadores, o las titilantes luminosidades que se extienden por nuestras ventanas, que siempre queremos volver a ser una fiera solitaria y enloquecida por la carne que todavía palpita en sus entrañas. Tarde o temprano, lo seremos.

Lo único que acompaña al creador, cosa curiosa, es su soledad. Y la soledad, pues, recorre este libro como el frío cuchillo del asesino en el cuello de su ocasional víctima. Nos acosa, nos solivianta, nos indigna, nos enardece, nos ensucia. Nos atenaza el acre olor de su misoginia y su misantropía. Por eso nos gusta. Por eso debemos leer estos poemas, con la urgencia que nos demanda salir de la medianía de los demás y alcanzar la soledad nuestra (le hurto el título de su excelente poemario a mi querida amiga Isabel Matta). Este libro es una clara invitación al baile. A ese baile masturbatorio y desenfrenado con nosotros mismos.

La soledad que transmite este libro es, también, la exquisitez de la miseria. Nuestro poeta comparte con Martín Adán – el poeta solitario por excelencia, que renunció hasta a su propia poesía cuando ya tuvo todo que decir – su pasión por la miseria, con el sexo en medio de ella. Ese sexo que, en cierto modo, sigue siendo el mejor. Es la soledad de a dos. “Algo así como fumar de a ratos de un mismo cigarro” nos señala sin premura Fernández Dávila.

De la soledad única a la compartida “en una fricción carnal”, el poeta nos lleva a la extrañeza que los otros le tienen. Al temor que inspira. Como en el poema “Carta a María Teresa” de Juan Gonzalo Rose, el poema “He destrozado a patadas” es una imprecación a la hermana de la se huye. La voluntaria soledad del poeta es tal que las madres, los niños y los perros le rehúyen temerosos. Los poetas somos incomprendidos en nuestra sociedad. Y los demás temen lo que no comprenden. Así que, cuanto menos lean poesía – o cuanto menos lean los peruanos en general – seremos menos comprendidos y más temidos. Ése es nuestro inexorable destino.

Ese rasgo voluntario de la soledad frente a los otros, a los demás, a los que les enferma estar o sentirse solos, la que llevo a Adán a rechazar trabajos, honores y recluirse en un manicomio, otorga la independencia vital y literaria.

Empero, ¿son inútiles, en realidad, como nos dice el autor, las palabras del poeta? Lo serían si no tuvieran nada que decir. Este poeta y pintor, Fernández Dávila, sin embargo, si tiene algo que decirnos. Denunciar la falsía de los actuales bares es una de ellas. Los bares de antaño, es verdad, donde bebía Adán como un profeta de la desolación, ya no existen. En ellos se alcanzaba la exaltación del alcohol, por el alcohol mismo y el estado de enajenación al que conduce, ese paso al subconsciente tan deseado por el solitario. Es que el alcohol siempre produce alcohólicos y cirrosis. A veces, buenos poetas. Pero ahora ni eso. Ahora sólo están “las congregaciones de imbéciles y sus pródigos bolsillos”.

Esas mismas comunidades de obtusos se observan en el poema Hall. Para quienes hemos sido escarnecidos por nuestros compañeros de promoción en el colegio o en la universidad, este poema es una deliciosa reivindicación. Ahora todos hombres grandes, siguen sin entender el oficio especialísimo, sofocante, perturbador, que uno ha elegido: a los más, ciegos y prejuiciosos, les parece una mariconada. A los menos, no les importa. Ninguno lo entiende. No entienden que, gracias a la poesía, como nos dice Fernández Dávila, “mientras se juntaban buscando una cancha / yo estaba a unas cuadras con una chiquilla desnuda, / si en el parque donde ellos piden que nos juntemos / junto a un árbol otra me rezaba el rosario borracha”.

Expresadas sus denuncias y ajustes de cuentas, son también suyos poemas que retratan el instante. ¿Qué es la soledad, pues, sino la suma impertérrita de los minutos, la ecuación creciente, geométrica, de lo fugaz? Es el vuelo de “aquél pájaro salvaje (que) bifurca la noche”. También un arte pictórica, como en Primavera negra. Queda claro que la poesía y la pintura están emparentadas, en la valentía y el peso de la tristeza: “un pintor es un hombre solo / lo más importante /es que sepa afrontarlo [....] tiene una tristeza profunda / que no va a ninguna parte”; lo que se complementa con el último verso de poema siguiente, Quiero morir: “Quiero morir, sí. / Por eso escribo. / Para no morirme”. En este in crescendo, el clímax se alcanza con la Séptima Epístola a Martín Adán, que reúne todo lo anteriormente dicho.

Y allí nos encontramos con una sorpresa, una suerte de anticlímax: un texto en cuatro partes, Tal pintura de Hooper, que, como Adán en la poesía, es el pintor de los personajes solitarios por excelencia en la vida norteamericana contemporánea, “encerrados en sí mismos, de un aislamiento sobrecogedor”, como señala la crítica cultural cubana Lucía Santos.

De esta manera, el poeta vuelve sobre sus pasos, en una nueva conjugación pictórico poética: los hostales de Fernández Dávila son los Hooper, precarios y fugaces, representados en su Habitación de Hotel, y ambos el manicomio de Adán: reflejos de sí mismos, melancólicos y sombríos. En los bares que añora Fernández Dávila, reinaba Adán, capitán de una nave extraviada; es el bar sin salida ni entrada y de seres solitarios de Halcones de la Noche, la mejor obra de Hooper según todos sus críticos y biógrafos.

La poesía de Fernández Dávila, como los lienzos de Hooper, es descarnada, realista, alejada de las ensoñaciones, encaminadas a sacudirnos, a no dejarnos indiferentes. Su soledad es la de Adán y la de Hooper al mismo tiempo: la soledad que se manifiesta cuando se está rodeado de personas, un grito que se ahoga y continúa simultáneamente, un desasosiego vital que nos es revelado en los textos lo mismo que en las pinturas.

Quisiera concluir con un recuerdo de la mitología. Las furias, seres mitológicos que atormentaban sin cesar a los condenados, es un muy buen ejemplo. Este libro, y su autor, son las furias que nos acosan y denuncian nuestra medianía, nuestra mediocridad y descriterio. Que esa furia no te abandone, Iván. Que el espíritu de Martín Adán y de Hooper permanezcan en ti.