Ahora que estoy abocado en un taller de narrativa, con alumnos que me han sorprendido gratamente con sus trabajos creativos, leo en el diario La Nación de Argentina una reflexión de Adriana Schettini sobre los talleres de escritura creativa y los invito a reflexionar sobre el tema. Hay una cosa cierta que dice, se puede enseñar algunas técincas, estrategias, recursos y trucos literarios, pero no se puede insuflar talento y creatividad. Sin embargo, cabe destacar que las lecturas que se comparten dentro del taller bien valen la experiencia de compartir algunas semanas con los talleristas. Los dejo con el artículo:
¿Se puede enseñar a escribir ficción?
A partir de la década de 1960, los talleres literarios empezaron a proliferar en la Argentina. Como en las universidades no se dictaba escritura creativa, algunos escritores tuvieron la idea de dar clases en sus casas o en institutos. Buscaban transmitir su experiencia a quienes tenían la vocación de narrar y carecían de recursos técnicos para ello. Los referentes de esta actividad señalan los límites de su trabajo. Pueden adiestrar a los alumnos en el empleo de ciertos trucos, pero no insuflan talento donde no lo hay. En cambio, afinan la calidad de lectura de sus discípulos y los guían en la corrección de los textos, la tarea más difícil para un autor.
Por Adriana Schettini
Para LA NACION
La pedagogía mueve el mundo. La mecánica es simple: el dueño de un saber se lo transmite a otro que a su turno le entregará el tesoro, corregido y aumentado, a un tercero, en la certeza de que oportunamente éste hará lo propio con el siguiente interesado en sumarse a la cadena de la enseñanza y el aprendizaje. Esa suerte de carrera de posta se ha largado en la noche de los tiempos y no terminará ni un segundo antes del Apocalipsis. Es gracias a ese eterno maratón como progresan las ciencias y las artes. ¿Es posible enseñar? La pregunta sólo podría ser formulada por un devoto de las respuestas obvias.
¿Es posible enseñar a escribir? Basta agregar esas dos palabras al interrogante inicial para que la contestación deje de ser un sí monolítico e incondicional. En su lugar, aparece la delimitación de los territorios. Nadie niega la posibilidad de enseñar a escribir textos periodísticos, artículos académicos o ensayos. Pero la mayoría pone en tela de juicio que exista una pedagogía capaz de convertir a un individuo con buen manejo del idioma en un escritor de cuentos o novelas. Indiscutida en otras disciplinas, la dupla maestro-discípulo es zarandeada con vehemencia en el terreno de la narrativa.
La discusión viene de lejos y nunca fue saldada. A William Faulkner, por ejemplo, la sola mención del tema le encendía la ira: "Que el escritor se dedique a la cirugía o a la albañilería si está interesado en la técnica –le respondió a Jean Stein cuando lo entrevistó, en 1956–. No hay ninguna manera mecánica de escribir, no hay atajos. El escritor joven que siga la buena teoría es un tonto. Hay que aprender de los propios errores: las personas sólo aprenden por el error. El buen artista cree que no hay nadie suficientemente bueno para darle consejo. Su vanidad es suprema. Por más que admire al escritor más viejo, quiere superarlo".
Pero a diferencia del ganador del Premio Nobel de Literatura, en 1949, que no reconocía otro modo de aprendizaje que desplegar las alas de la suprema vanidad y largarse a volar, aun a riesgo de estrellarse una y otra vez contra la propia torpeza, Raymond Carver sometió su talento al rigor pedagógico del novelista John Gardner, su maestro en la Universidad de Chico, California. Y además, le quedó agradecido: "[Gardner] Me hacía una crítica concienzuda, línea por línea, y me explicaba los porqués de que algo tuviera que ser de tal forma y no de otra; y me prestó una ayuda inapreciable en mi desarrollo como escritor", contó el autor de Catedral en el prólogo al libro de su maestro, Para ser novelista.
En los Estados Unidos, la universidad de Iowa fue la primera en organizar cursos de "Creación literaria", a principios del siglo XX. La iniciativa hizo escuela: en la actualidad, "Escritura Creativa" está presente en los claustros universitarios estadounidenses. No es así en la Argentina donde, no obstante, los talleres literarios crecieron y se multiplicaron tanto que la oferta es hoy menor a la demanda. La lógica lleva a suponer que los escritores que dictan clases o talleres lo hacen en el convencimiento de que es posible enseñar a escribir. Sin embargo, la lógica y la narrativa a veces se repelen. Antes que un mundo razonable la literatura es una usina de paradojas. Para muestra, los dichos de dos grandes autores: el británico de origen paquistaní Hanif Kureishi y el argentino Abelardo Castillo.
"Los cursos, sobre todo cuando se llaman de escritura creativa, son los nuevos hospitales psiquiátricos", declaró Kureishi a The Guardian. Aunque virulenta, su afirmación no debería ser la piedra de ningún escándalo: al fin y al cabo, el autor de Mi oído en su corazón no hizo más que considerar locos a los que Faulkner ya había llamado tontos. Pero la diferencia entre ambas apreciaciones se vuelve abismo cuando se considera que Faulkner se abstenía de dar clases, mientras que Kureishi es profesor asociado en un curso de escritura creativa de Kingston University. Para colmo de la provocación, Kureishi agregó: "Una de las primeras cosas que uno advierte es que cuando pone la televisión y se entera de que un estudiante se ha vuelto loco y ha matado gente con una ametralladora en un campus de los Estados Unidos, siempre se trata de un alumno que asiste a esos cursos".
Puesto a opinar sobre sus propios alumnos, aceptó que cuando terminan el curso son "mejores" pero también "más desdichados", porque "tienen la fantasía de que todos los estudiantes llegarán a ser escritores famosos, y nadie puede convencerlos de lo contrario. Yo siempre les pongo la misma nota: 71 sobre 100 –confesó–. Y además, el profesor tiene que escribir un informe sobre cada uno. Yo siempre digo que se comportan bien y asisten a clase correctamente vestidos. ¿Cómo podría ponerles una nota en escritura creativa? ".
En la Argentina, los talleres literarios se convirtieron en un boom en la segunda mitad de la década del 70, cuando al público amante de la buena lectura e interesado en aprender a escribir de la mano de los grandes maestros se sumaron los jóvenes con inquietudes políticas que, a causa de la dictadura, ya no podían discutir sus textos en los bares. Algunos tomaron la práctica de los talleres como una forma de resistencia cultural; otros, como una actividad puramente literaria. Pero para ese entonces, la enseñanza de la narrativa en grupos reducidos ya tenía antecedentes exitosos. Isidoro Blaisten, en Anticonferencias, recuerda:
[...] este asunto de los talleres literarios no es tan nuevo como se cree. Habría que remontarse al año 1965. No sé por qué incierto destino yo di clases en un instituto de Técnica Literaria, en una casona de la valle Viamonte al dos mil seiscientos, Viamonte y Pueyrredón más o menos. [...] Lo dirigía el doctor Rodolfo Carcavallo, que es poeta y entomólogo, y fue el primer intento de taller literario quese hizo en el país. Venían señoras gordas y chicos con talento. Las señoras gordas eran insoportables y debían ser echadas. Los chicos con talento no tenían un peso y había que becarlos. [...] En ese instituto dieron clases Sabato, Borges, Marechal, Ulyses Petit de Murat, Conrado Nalé Roxlo, Bernardo Kordon, Agustín Cuzzani, Dalmiro Sáenz, Abelardo Arias, Abelardo Castillo, Marta Lynch, Humberto Constantini, Haroldo Conti, Carlos Mastronardi y yo.
Además, estaban los talleres que tenían como sede la casa de un escritor, alrededor del cual se agrupaban los alumnos. En 1968, por caso, a raíz de un aviso publicado en LA NACION, Inés Malinow recibió doscientos llamados de personas interesadas en su taller literario y más de la mitad optó por inscribirse. Ella daba clase en su departamento. Un taller de mucho prestigio era el de Félix della Paolera. Entre sus discípulos estaba Hugo Correa Luna. En 1973, surgió Grafein, que proponía una nueva manera de generar y comentar textos, basada en técnicas lúdicas. Se daban consignas y después se trabajaba sobre los resultados. En España, se publicó Grafein. Teoría y práctica de un taller de escritura (Altalena), que incluía reflexiones teóricas, ejercicios y ejemplos. Había, evidentemente, un público para la enseñanza y los cursos proliferaron.
Abelardo Castillo, a pedido de un grupo que quería estudiar con él, abrió su primer taller mientras dirigía la prestigiosa revista El escarabajo de oro. "Miren que los talleres no sirven para nada", así recibe desde entonces a los que quieren estudiar con él. De los talleres de Castillo han surgido autores cuyas obras desmienten la advertencia del maestro: Juan Forn, Inés Fernández Moreno, Paola Kaufmann, Susana Silvestre, y siguen las firmas. "Yo no formé a toda esa gente; ellos ya eran escritores –retruca Castillo–. En la selección entre los aspirantes, sólo me quedo con los que siento que potencialmente son escritores. Y los trato como pares, tanto que suelo someter mis propios textos a la discusión del taller".
–¿Por qué dice que el taller literario no sirve?
–Porque el taller literario es un invento nacional que aparece en los años 70 por una razón política e histórica y no por una razón literaria –responde el autor de El que tiene sed –. Con la dictadura, desaparecen las revistas literarias y son reemplazadas por los talleres. Han venido de España a preguntarme cómo doy mis talleres. Les dije que no hay ningún misterio, que esto es una reunión de escritores que leen sus textos y se critican entre ellos. El taller literario tomado estrictamente como un método de enseñanza es muy dudoso, porque no nació como un fenómeno cultural, educativo o pedagógico sino como un fenómeno histórico. Mi taller lo dan los alumnos, funciona como una gestalt. Yo lo único que hago es enseñarles, tal vez, a leer. Si de mis talleres de cuentos sale un escritor es porque ya era escritor cuando llegó.
–Si los talleres no convierten a nadie en escritor, ¿por qué tienen cada vez más inscriptos?
–No lo sé. Pero hay un crecimiento real y notorio de la literatura argentina que está basado en los talleres. En lo personal, busco que sólo vengan los que son escritores en potencia.
–¿Cómo los identifica?
–Porque siento que para ellos la literatura es esencial, que no es adjetiva, que no es aleatoria. Si no escriben (y no por grafomanía sino por necesidad literaria), no resuelven su problema con el mundo. Necesitan contar algo y tienen algo para contar. Necesitan decir algo y el único instrumento que tienen para hacerlo es la palabra. A mi taller entran los que yo siento que son autores de ficción, sin importar si son buenos o malos, porque eso no lo garantiza nadie. Hay escritores de raza que no son necesariamente grandes escritores. Hay hombres que viven apasionados por la literatura y, sin embargo, no escriben grandes libros; son mejores lectores que escritores. Es imposible saber quién distribuye el talento en este mundo… Esto se ve muy bien en la película Amadeus: Salieri, el amigo de Mozart, daba la vida por la música, la amaba, le suplicaba a Dios que le permitiera ser músico… Pero el talento lo tenía Mozart, que era un irresponsable. En literatura, pasa lo mismo.
Puesto a descubrir talentos literarios, Abelardo Castillo es un experto. Para muestra, su radical intervención en el destino de Liliana Heker. Ella es hoy una de las grandes narradoras argentinas y en sus talleres se formaron autores de la talla de Silvia Schujer, Ricardo Mariño, Pablo Ramos, Samanta Schweblin y Raúl Brasca, entre otros. Pero en 1959, Heker era una muchacha precoz que mientras cursaba el último año de la escuela secundaria, había dado el examen de ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas con el propósito de estudiar Física, carrera que abandonó tras aprobar el cuarto año. Interesada por la escritura desde muy chica, el día que cayó en sus manos un ejemplar de la revista literaria El Grillo de Papel en el que se alentaba a los jóvenes a presentar sus obras, envió un poema junto a una carta de presentación. Le respondió uno de los directores, Abelardo Castillo. La contestación le traía una de cal y otra de arena: el poema estaba rechazado; la carta, en cambio, acababa de convertirse en la llave que le abriría las puertas del mundo literario. "El poema no era nada bueno pero la carta era muy buena –recuerda Castillo–. Le dije que viniera a la revista porque para mí, era una escritora en prosa y no una poeta. Liliana tenía entonces 16 años pero a esa edad, un poeta ya escribe como poeta. Y ella no escribía como Alejandra Pizarnik a la misma edad. Y a esa edad, Alejandra no escribía en prosa como Liliana, que como prosista ya era muy buena."
Con la autoridad que le otorga la experiencia de dirigir talleres desde 1978, Heker sostiene que "no se puede enseñar a escribir pero un escritor aprende su oficio. A partir de cierta predisposición cada escritor hace su búsqueda –amplía la autora de Zona de clivaje–. En ella intervienen factores como la propia experiencia y el vínculo natural que se tiene con el lenguaje. Pero ante todo, un escritor es un enamorado de la lectura, y se va formando con lo que lee. El taller no inventa escritores pero puede contribuir a la formación del que esencialmente ya es escritor.
–¿De qué modo concreto ayuda al escritor un taller?
–Le aporta la mirada de alguien que desde su conocimiento de la creación literaria puede decir qué falla en un texto, por qué una buena idea a veces consigue un cuento malo y por qué de una idea mínima puede salir un buen cuento, por qué el comienzo de un relato es demasiado alargado o demasiado informativo, por qué determinado cuento mejora si se lo narra en tercera persona y no en primera. Las miradas de ciertos otros actúan como los catalizadores en química, es decir, como sustancias mínimas que aceleran procesos que tal vez ocurrirían igual pero llevarían más tiempo. En ese sentido, a veces, los talleres funcionan.
–¿Qué buscan quienes se inscriben en sus talleres?
–A mí no me importa lo que busca la gente. Cuando los entrevisto les digo lo que busco yo: la formación de escritores; es lo único que me interesa. No les pido que traigan textos a la entrevista porque no me preocupa si escriben bien o mal. Creo que todos empezamos haciendo mal todo lo que hacemos, y vamos aprendiendo.
–¿Qué requisitos hay que reunir para ser aceptado en sus talleres?
–Sólo dos condiciones. La primera, que sea un lector; quiero a los enamorados de las novelas, de los cuentos, de la poesía. La segunda, que esté convencido de que la literatura es un trabajo, que si es necesario corregir veinte veces un cuento para que sea lo que uno está buscando, vale la pena. La corrección es una parte fundamental del proceso creador: quien no lo entiende así no puede venir a un taller, porque nadie acude a un taller para deslumbrar a los otros con sus textos sino porque cree que algo está fallando en su escritura y de una manera implícita está aceptando que viene a corregir sus textos. Sé que puedo comunicar mi saber a los otros: lo hago naturalmente y me apasiona. Pero sólo les doy mi saber a quienes son capaces de pelear contra el texto hasta conseguir todo lo que ese texto puede dar.
La máquina de corregir
Uno de los grandes escritores argentinos contemporáneos, Luis Chitarroni, quien además cuenta con una larga carrera de editor, dirigió talleres desde 1986 hasta 2000. Buceando en sus declaraciones sobre la pedagogía y la literatura, aparece un concepto clave: "Creo que es posible enseñar a corregir, no a escribir", dijo el autor de El carapálida.
En la polémica acerca de la posibilidad o imposibilidad de enseñar a escribir, las opiniones se abren como un delta. Pero cuando se alude a la corrección de los textos, todas las aguas desembocan en el mismo río, el de la necesidad. "Lo difícil no es escribir sino corregir, porque no hay profundidad alguna sino infinitas superficies", declaró el portugués António Lobo Antunes, eterno candidato al premio Nobel, finalista para el Príncipe de Asturias y ganador del Premio de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en el mes de septiembre último.
"Escribir es humano y corregir es divino", afirma Stephen King en Mientras escribo. El novelista que saltó a la fama con Carrie se sincera con el aspirante a escritor: "Si no tienes ganas de trabajar como una mula, será inútil que intentes escribir bien. Confórmate con tu medianía y da gracias de tenerla por cojín. Existe un muso (tradicionalmente las musas eran mujeres, pero el mío es varón), pero no esperes que baje revoloteando y esparza polvos mágicos creativos sobre tu máquina de escribir u ordenador. Vive en el subsuelo. Es un habitante del sótano. Tendrás que bajar a su nivel y, cuando hayas llegado, amueblarle el piso. Digamos que te toca a ti sudar la gota gorda, mientras el muso se queda sentado, fuma, admira las copas que ha ganado en la bolera y finge ignorarte. ¿Te parece justo? Pues a mí sí".
Ganador del Premio Nacional de Literatura 1999-2000 por El buen dolor, Guillermo Saccomano suma su voz al coro que predica la cultura del esfuerzo: "No creo en la iluminación del que se sentó y le salió –apunta–. No salís escritor, el escritor se hace trabajando; el nuestro es un oficio de paciencia. Talento tenemos todos pero la literatura exige disciplina y constancia. Hay que escribir desde las cinco y media de la mañana hasta las once y luego, corregir y leer", aconseja Saccomano, quien reside en la ciudad de Villa Gesell y viaja regularmente a Buenos Aires para dar sus talleres.
Raymond Carver describió en detalle las maratónicas sesiones de reescritura que les imponía John Gardner a él y a sus compañeros en la Universidad de Chico:
A los escritores de relatos cortos que tenía en clase les exigía que escribieran uno de entre diez y quince páginas de extensión. Y a los que querían escribir novela –creo que habría uno o dos–, un capítulo de unas veinte páginas, junto con un esbozo del resto. Lo malo era que el cuento o el capítulo de la novela podían llegar a revisarse hasta diez veces durante el curso semestral, para que Gardner se quedara satisfecho. Tenía por principio básico que el escritor encontraba lo que quería decir en el continuo proceso de ver lo que había dicho. Y a ver de esta forma, o a ver con mayor claridad, se llegaba por medio de la revisión. Creía en la revisión, la revisión interminable; era algo muy serio para él y que consideraba vital para el escritor en cualquier etapa de su desarrollo como tal. Y nunca perdía la paciencia al releer la narración de un alumno, aunque la hubiera visto en cinco encarnaciones anteriores. […] No sé cómo sería Gardner con sus otros alumnos cuando llegaba el momento de entrevistarse con ellos para comentar lo que habían escrito. Supongo que demostraría un considerable interés con todos. Pero yo tenía y sigo teniendo la impresión de que durante aquel período se tomaba mis relatos con mayor seriedad y ponía al leerlos más atención de la que yo tenía derecho a esperar. Yo no estaba en absoluto preparado para el tipo de crítica que recibía de él. Antes de nuestra entrevista había corregido el relato y tachado oraciones, frases o palabras inaceptables, incluso algo de la puntuación; y me daba a entender que aquellas supresiones no eran negociables. En otros casos encerraba las oraciones, frases o palabras entre paréntesis, y ésos eran los puntos por tratar, esos casos sí eran negociables. Y no vacilaba en añadir algo a lo que yo había escrito, una o varias palabras aquí y allá y quizá hasta una frase que aclaraba lo que yo pretendía decir. Hablábamos de las comas que había en mi historia como si nada en el mundo pudiera importar más en aquel momento; y, en efecto, así era.
La prueba del marciano
"Si no tiene tiempo para leer, no tendrá el tiempo o las herramientas necesarias para escribir", advierte Stephen King. No debe haber escritor en este mundo interesado en discutir esa postura. "Nadie escribe igual después de haber leído a Proust, Tolstoi o Faulkner y de haber desmontado sus textos, de la misma manera que nadie filma igual después de haber mirado una y otra vez las películas de Coppola, Visconti o Pasolini", dice Saccomano, y confiesa que a sus alumnos les recomienda un libro de cabecera: Ser escritor, de Abelardo Castillo.
"Yo enseño a leer, no a escribir –afirma el propio Castillo–. A mis talleres no entra nadie que no tenga muy buenas lecturas o una enorme necesidad de tenerlas. Uno de los problemas de los jóvenes es que no tienen una guía para aprender a leer; no saben qué es lo que deben leer. Lo primero que les pregunto a los que quieren inscribirse en mi taller es qué leyeron cuando pasaban de la infancia a la adolescencia, porque entre todo lo que uno lee a los 10 o 12 años, siempre hay algún libro importante. En esa etapa, siempre leíste a Poe o a Mark Twain, incluso sin saber que es uno de los fundadores de la prosa norteamericana y un gran escritor de lengua inglesa. Después, pregunto qué libros eligieron por sí mismos en la adolescencia. En general, aparecen Borges, Cortázar, Bioy Casares o Sabato. Me fijo mucho si leyeron Tolstoi, Chejov, Flaubert. Los que leyeron a Faulkner, y además les gustó, tienen una enorme tendencia literaria. Al final, les hago la prueba del marciano: viene un marciano a la Tierra, tiene que irse en 15 minutos y te pide que le hagas, de apuro, la lista con los quince o veinte libros que son los fundamentos de la literatura en este planeta. Ahí entran desde la Biblia hasta la Divina Comedia, la Odisea o Crítica de la razón pura. Cuando me dan la lista, les pregunto cuáles leyeron y cuáles no. ¿Por qué no los leíste si sabías que eran fundamentales? Si la respuesta que me dan es acertada, entran a mi taller; si no, no. Una respuesta acertada es 'Porque recién tengo 20 años' o 'Porque tengo 35 años pero trabajé todo el tiempo en el mercado de Abasto para mantener a mi familia'. El que contesta 'Porque empecé leyendo literatura contemporánea y entonces ese lenguaje…' suele estar equivocado: no hay como leer a Homero para entender que es más contemporáneo que el 70 por ciento de los escritores argentinos actuales."
Además de la necesidad de corregir los textos con la obsesión de un tábano, John Gardner les inculcó a sus discípulos la pasión por la lectura, según relata Carver en el prólogo a Para ser novelista :
En clase [Gardner] siempre hacía referencia a escritores cuyos nombres yo no conocía. O si los conocía, no había leído obras suyas. Conrad, Céline, Katherine Anne Porter, Isaac Babel, Walter van Tilburg Clark, Chejov, Hortense Calisher, Curt Harnack, Robert Penn Warren… (Leímos una historia de Warren llamada "Blackberry Winter" que por la razón que fuera a mí no me gustó, y se lo dije a Gardner. "Pues vuélvela a leer", me dijo, y hablaba en serio). William Gass era otro de los que nombraba. [...] Hablaba de Henry James, Flaubert e Isaac Dinesen como si vivieran un poco más abajo siguiendo la carretera, en Yuba City. "Estoy aquí tanto para enseñaros a escribir como para deciros qué leer", decía. Yo salía de clase aturdido y me iba directamente a la biblioteca a buscar libros de los escritores de que hablaba. Los autores que estaban en boga en aquella época eran Hemingway y Faulkner. Pero en total yo había leído como máximo dos o tres libros suyos. De todos modos, eran tan conocidos y se hablaba tanto de ellos que no podían ser tan buenos, ¿no? Recuerdo que Gardner me dijo: "Lee todo el Faulkner que encuentres y luego lee todo lo de Hemingway para limpiar de Faulkner tu manera de escribir".
Cuando se escucha que el consejo compartido es leer a los más grandes de la Historia de la literatura, la cuestión se complica, porque sus obras generan tal admiración que uno queda perplejo. ¿Será posible aprender en estado de absoluto asombro? ¿No será, acaso, más prudente comenzar a aprender leyendo a los correctos, luego a las buenos, más tarde a los muy buenos y reservar la lectura de los geniales antes para el puro goce que para la pedagogía?
"Los escritores que pueden enseñar las pequeñas técnicas o trampas literarias son escritores menores, no los grandes escritores –responde Castillo–. Nadie puede imitar la técnica de Tolstoi, porque él no la tenía; era sencillamente un hombre genial. ¿Cómo se hace para escribir como Dostoievski? Recuerdo que mi encuentro con la literatura fue El lobo estepario, de Hermann Hesse, y que yo quería escribir un libro como ése. Más aún, quería escribir de nuevo El lobo estepario. Eso ocurre cuando uno empieza a escribir. Después, uno comprende que nadie salvo Tolstoi podrá llegar al nivel de Guerra y paz, pero también descubre que uno puede decir sus cosas."
Liliana Heker descarta que el estado de asombro sea un impedimento para el aprendizaje: "Nunca hay que perder esa alegría de leer, ese sentido de la aventura que implica el hecho de leer para deslumbrarse, la sensación de estar sumergido en un libro y no querer salir de él. Ése es el acto primordial de la lectura y lo mejor es no perder ese estado de inocencia. Pero uno también puede aprender a descubrir de qué está hecho eso que a uno lo ha deslumbrado".
–¿Podría dar un ejemplo concreto?
–Sí, la construcción de los diálogos. En general, los principiantes dialogan mal en literatura. Creen que el diálogo es algo prolijo, en el que alguien expone y el otro contesta. Pero la gente no dialoga así, la gente dice lo que no quiere decir, reitera frases, tiene asociaciones libres, a veces niega con los gestos lo que dice con las palabras. En literatura, los personajes dialogan y la historia ocurre debajo del diálogo.
–¿Qué autor recomienda leer para aprender a escribir diálogos?
–Salinger. Lo deslumbrante de sus textos es que debajo de los diálogos que no son explícitos, uno descubre la complejidad de los personajes. "Un día perfecto para el pez banana" es un excelente ejemplo. Si te explican por qué ese texto es deslumbrante, no sólo vas a seguir deslumbrándote y leyéndolo cien veces sin saber jamás qué le pasa a Seymour Glass sino que también vas a aprender cómo un gesto mínimo puede revelar más sobre un personaje que una larga descripción. "Corte de pelo", de Ring Lardner, deslumbra pero también es útil para aprender a trabajar el tiempo y el lenguaje coloquial en un cuento. Ring Lardner presenta a un peluquero que le cuenta al extraño que llegó al pueblo lo divertido que es todo allí. Lo dice con un lenguaje de peluquero que no tiene ninguna pretensión literaria, pero debajo de su discurso acerca de lo divertido que es el pueblo, uno descubre una historia atroz. Este tipo de observaciones se pueden comunicar en un taller.
Escribir para ganar concursos
El mercado editorial tiene leyes no escritas. Entre otras, la que dice que el talento literario no garantiza la publicación. A los escritores inéditos los concursos se les antojan un camino difícil, pero camino al fin, para llegar a publicar y conseguir cierta notoriedad. ¿A cuántos de los que asisten a los talleres los moverá el puro deseo de escribir buenas historias y a cuántos otros la ambición de ganar un concurso?
–Cuando doy un taller, los editores y los concursos no me interesan porque a mi criterio, eso no es escribir –responde Castillo–. Lo que alguien puede aprender (ya no en un taller sino en los libros que lee y en la vida) es a contar aquello que quiere contar. A traducir en una forma poética, sea una novela, un cuento, un drama o un poema, lo que tiene para decir del mundo o lo que ve del mundo. Eso se puede aprender al lado de un escritor o en los libros que uno lee; y sobre todo, de los propios errores.
–¿Qué opinión le merecen los concursos?
–No me interesan en absoluto. Yo entré a la literatura ganando un concurso con El otro Judas, pero yo no escribía para ganar concursos. Yo escribí mi obra de teatro solo, en mi casa y por la necesidad de escribirla. No creo que el destino de un escritor sea ganar un concurso y ni siquiera editar. Hay grandes escritores para quienes la edición de sus obras es secundaria. Por ejemplo, Emily Dickinson –sin duda, la poeta lírica más grande de Norteamérica, una de las más grandes de su lengua y tal vez una de las más grandes del mundo– creía que editar era algo que no pertenecía a la literatura. Y está el caso de Kafka: si no hubiera sido por Max Brod apenas conoceríamos de él un librito de cien páginas con sus pequeños poemas en prosa, que son obras menores comparadas con El castillo, El proceso o La metamorfosis. Su obra la conocemos porque Max Brod la conservó. Y hay un ejemplo aún más poderoso: Virgilio. Virgilio quería quemar La Eneida porque la consideraba imperfecta. En el ánimo de un escritor de verdad no siempre está la necesidad de publicar o de ser conocido. La necesidad que experimenta un escritor es la de escribir eso que quiere escribir, de darle forma a aquello que conforma su mundo imaginario. Y si lo escrito no está de acuerdo con su mundo imaginario, algunos escritores prefieren renunciar a su obra a que ésta se conozca imperfecta; ése era el sentimiento de Virgilio.
–¿Existen todavía escritores capaces de tamaña renuncia?
–Tal vez estés en presencia de uno de ellos: yo prefiero quemar una obra a mandarla a imprimir imperfecta. He tardado treinta años en escribir una novela. A los que vienen a mi taller trato de explicarles lo que es la literatura en su sentido esencial. Y no acepto a alguien que me plantea que quiere publicar o ganar un concurso. Tu pregunta no es ingenua, porque cada vez que alguien vinculado a mis talleres gana un concurso, como fue el caso de Paola Kaufmann, empiezan a llamar personas que dicen estar interesadas en venir a mi taller pero lo que en verdad quieren es ver si les pasa lo mismo que a esa escritora que ganó ese concurso. Esa gente no me interesa.
Paola Kaufmann, fallecida en 2006, a la edad de 37 años, era bióloga y se empezó a dedicar con ahínco a la literatura a partir de su ingreso en un taller de Abelardo Castillo, en 1995. En 2002, obtuvo el premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos El campo de golf del diablo . Un año más tarde, ganó el de Casa de las Américas, por la novela La hermana. Y en 2005, El lago le valió el Premio Planeta de Novela.
Guillermo Saccomano es blanco de una humorada que circula en el ambiente literario: "Si querés ganar el Premio Clarín, anotate en el taller de Saccomano". El chiste viene a cuento de lo ocurrido con dos de sus alumnas: Ángela Pradelli ganó dicho certamen con El lugar del padre, en 2004, y Claudia Piñeiro, en 2005, con Las viudas de los jueves. Saccomano se ríe cuando se le pregunta qué hay de cierto en la broma y señala que antes de obtener el Premio Clarín, ambas habían demostrado su talento literario y que incluso, se habían destacado en otros concursos. De hecho, Piñeiro había sido finalista de "La sonrisa vertical" de Tusquets, en 1991, y del Premio Planeta, en 2003. En cuanto a Pradelli, antes de obtener el galardón de Clarín había publicado dos novelas: Las cosas ocultas y Amigas mías, que recibió el premio Emecé 2002. Alicia Steimberg escribió con intención literaria desde los 18 años pero recién se atrevió a publicar su primer libro, Músicos y relojeros, a los 38, después de que la obra resultó finalista de los concursos Barral, Barcelona y Monte Ávila, Caracas. ¿Cómo aprendió a escribir durante esos veinte años? "Escribiendo y leyendo, como se ha aprendido desde los comienzos de la narrativa", responde la autora de Aprender a escribir, quien lleva dos décadas dirigiendo talleres, convencida de que "no se puede enseñar a escribir pero sí a que la escritura mejore". Ganadora del Premio Planeta Biblioteca del Sur con Cuando digo Magdalena, finalista en el concurso Barral, Barcelona con La loca 101 y finalista única en "La sonrisa vertical" con Amatista, alienta a sus alumnos a presentarse a los certámenes. "Y les aconsejo no pagar jamás por la publicación de un libro –agrega– porque eso es como comprarse una casita de juguete y decir: 'Ésta es mi casa propia'''.
¿Es la literatura un don divino?
A fuerza de escuchar escritores que cuestionan la posibilidad de enseñar a escribir, el sentido común no resiste a la tentación de las preguntas elementales: si se puede enseñar música, escultura, pintura o ballet, ¿por qué no se puede enseñar a escribir?; ¿quién y por qué decidió que aquellas artes admiten una transmisión pedagógica mientras que la literatura es una suerte de don divino que se les concede a unos y se les niega a otros según las veleidades del destino o la genética? Abelardo Castillo ofrece una explicación.
–La diferencia reside en la importancia que tiene la técnica en cada uno de esos casos. Para bailar, necesitás un profundo conocimiento de la técnica y de tu cuerpo. Eso se aprende de un maestro que quizás ya no baila y que tal vez nunca bailó bien, pero que es capaz de enseñarte a poner el cuerpo, a respirar, a moverte. En la pintura, la técnica también es fundamental: tenés que saber mezclar los colores, conocer qué es la perspectiva, manejar nociones de volumen. Alguien te tiene que explicar todo eso. De allí que los talleres o academias de pintura tengan un sentido mucho más preciso y visible que el taller literario, porque en literatura, la técnica pasa a segundo término. No es con técnica como se escribe Guerra y paz. Hay escritores que ni siquiera sabían lo que era la literatura y, sin embargo, han escrito grandes libros.
–Pero es difícil aceptar que la capacidad de imaginar buenas historias y escribirlas bien sea genética. ¿Cómo hicieron aquellos escritores?
–No sé cómo, pero lo hicieron. Benjamin Constant es un buen ejemplo. Era político, no tenía una relación directa con la literatura aunque sí con la cultura. En cierta ocasión, alguien dijo en su presencia que era muy difícil escribir una novela con solamente dos personajes porque resultaría intolerable. "Yo puedo hacerla", lo desafió Constant. Y escribió Adolfo, una obra fundamental de la literatura francesa. Borges era un escritor natural desde los 6 o 7 años. ¿Como aprendió a escribir cuentos? Leyendo los cuentos de los otros. ¿Y por qué no escribió novelas? Porque no pudo; si no, las habría escrito. Tan poca importancia tiene la técnica en la literatura que la técnica de la novela, si es una gran novela, corresponde al novelista que la escribe. No hay una novela arquetípica. Si el Quijote es una novela, el Ulyses, de Joyce, no es una novela. Si Cuarteto de Alejandría , de Lawrence Durrell, es una novela, entonces, las de En busca del tiempo perdido, de Proust, no son novelas. Por lo tanto, ¿qué es una novela? Una novela es un género que inventa cada gran novelista cuando escribe una novela, basándose en su propia intención, en sus propias posibilidades y en su propia técnica ¿Quién le enseñó la técnica de la novela a Joyce? Nadie.
La historia de la literatura le da la razón a Castillo: hay talentos que no precisan de los talleres ni las universidades. A Faulkner, le bastó el antojo de llevar una vida relajada para convertirse en escritor. Sucedió en Nueva Orleáns, mientras ganaba el pan haciendo changas: pintaba casas, timoneaba embarcaciones o piloteaba aviones. Por las tardes, veía a Sherwood Anderson paseándose tranquilamente por las calles. A la noche, se sentaba a beber con él y a escucharlo. Pero la vida matinal de Sherwood era un enigma para Faulkner: por mucho que lo buscara, no conseguía encontrarlo jamás. ¿Dónde estaba Sherwood? Encerrado, trabajando. "Decidí que si ésa era la vida de un escritor, lo mío era convertirme en escritor", contó Faulkner. Dicho y hecho: se encerró y en tres semanas, terminó su primer libro, La paga del soldado. Pensó que su vecino podría echarle una mano para que alguien se interesara en publicarlo. Anderson le propuso un trato irrechazable: "Si no estoy obligado a leer tu manuscrito, le diré a mi editor que lo acepte".
Paul Bowles fue un niño solitario al que en vez de juguetes, le regalaban "cosas constructivas", según dijo. Entre otras, unos bloques de madera que llevan grabadas las letras del abecedario. Con ellos aprendió a leer, a los tres años. Y fue así, con cierto ánimo lúdico y en estado de gracia, como se forjó un destino de escritor. "A los dieciséis, ya escribía poesía surrealista. Leía André Breton, que explicaba cómo hacerlo, y así aprendía a escribir sin ser consciente de lo que estaba haciendo", le dijo a Jeffrey Bailey en la entrevista publicada en Paris Review. "Aprendí cómo lograr que lo que escribía fuera gramaticalmente correcto y que tuviera incluso cierto estilo sin la menor idea de lo que estaba escribiendo –confesó–. Una parte de mi mente escribía y Dios sabe lo que estaba haciendo la otra parte. Supongo que estaba excavando en el subconsciente, dragando limo. No sé cómo funcionan esas cosas, y no quiero saberlo".
En un territorio teñido de subjetividades, la pregunta del millón es quién y con qué criterio decide que alguien es escritor. "Él mismo –responde, sin dudarlo, Abelardo Castillo–. En algún momento de su vida, siente que es escritor. Yo sentí que era escritor la primera vez que me compré una libretita y anoté palabras." Lo dice y enseguida, vuelve sobre sus pasos: "La verdad es que la primera vez que me sentí escritor fue en una Feria del Libro, cuando ya tenía más de cincuenta años y ya había escrito mis obras más conocidas, incluso El que tiene sed, que para algunos es mi mejor novela".
–¿Qué sucedió en aquella Feria del Libro que lo hizo sentirse escritor?
–Lo recuerdo muy bien. En el stand de Galerna, veo a un chico que está robando un libro. Yo me pongo a hablar con Levín [N de la R: Hugo Levín, dueño del grupo Galerna] para distraerlo a fin de que el chico robe tranquilo. Lo que robó fue un libro mío. Entonces, me sentí escritor. Te sentís escritor vos mismo, por una decisión tuya en cualquier momento. De pronto has tenido un gran amor, se te ha ido o te has ido, estás deshecho del dolor y de repente, pensás: "¡Qué historia es ésta! Me parece que está para escribirla". En ese momento, decís: soy escritor. No soy un enamorado, porque el enamorado se mata o sale corriendo a buscar a la persona amada. El tipo que al perder un gran amor piensa "Qué tema para un cuento o para una novela", ése es un escritor.