Ahora que se cumplen los 25 años de la desaparición de Julio Cortázar, debo confesar que descubrí Rayuela a los 9 años -buscando entre los baúles donde se colocaban las cosas que ya no servían en casa-, cuando no tenía ninguna noción de lo que era el Boom latinoamericano, ni mucho menos de la propuesta inovadora de esta novela.
Lo que me llamó poderosamente la atención fue la caratula: me pareció genial a esa edad que un libro tuviera como tapa el juego del "mundo" o "rayuela", como una invitación lúdica a la lectura. Sin embargo, me sentí muy confundido cuando leí las intrucciones al inicio del libro y, más aún, cuando me adentré en sus páginas leídas al azar y pude encontrar el famoso capítulo 68 ("Apenas él le amalaba el noema..."). Hasta llegué a pensar que la novela estaba escrita en otro idioma y no en castellano (¿quién le podría explicar a un niño el "gliglico" de Horacio y Lucía?). Me dije en aquella edad: "Lo leeré cuando sea grande y ahí podré entender todo este misterio". Y cuando crecí, no esperé siquiera cumplir los quince años para intentar nuevamente entender el mundo cortazariano. En esta segunda ocasión al menos pude dejarme llevar por la historia y pasear de la mano de Horacio y la Maga por las calles de París.
A partir de ese momento, siempre he vuelto a Rayuela como un libro hacia el cual puedo ingresar por diferentes puertas o capítulos y me he sentido a gusto con las reflexiones patafísicas y existencialista de sus personajes, y he caminado por las calles y bulevares del centro de París, y he llorado por la muerte del bebe Rocamadour, y me he sentado con Horacio a escuchar a Charly Parker, y he llegado a conocer a Talita y Traveler, y me han invitado a matear, y me he sentido absurdo y patafísico, al punto de pasarme a través de una tabla de un edificio a otro. Todo eso, en un solo viaje. Todo eso con la maravillosa novela que nunca dejaré de leer en esa primera edición de Editorial Sudamericana y cuyas páginas amarillas me recuerdan a ese niño que no entendió a Cortázar a los nueve años, pero que intuyó que se convertiría en un cómplice perdurable.