19 February 2009

CUENTO DE ORLANDO MAZEYRA

CONCURSO DE CUENTO DE FERIA DE LIBRO DE TRUJILLO

En la última versión de la Feria del Libro de Trujillo se convocó a un concuros de cuento, en el cual uno de los autores de Bizarro Ediciones, Orlando Mazeyra, obtuvo un reconocimiento con el cuento Bandeja de entrada

Dejo los primeros párrafos del cuento:


BANDEJA DE ENTRADA 
(Mención Honrosa IV FERIA DEL LIBRO DE TRUJILLO 2009)

 

Orlando:

  En verdad, no sé qué texto me has enviado. ¿Es un testimonio personal? ¿Un fragmento de novela? ¿Tu capitulación en la pelea literaria? ¿Tu conversión al carrusel religioso? No lo sé. Para mí, en todo caso, es un texto desigual, distinto a los que me enviaste hace un tiempo, que estaban muy buenos. Los anteriores eran cuentos, con un estilo controlado, una estructura definida y un remate de historia redonda. Lo que veo aquí es rarísimo y, a decir verdad, no sé cómo tomarlo. Tiene partes inteligentes y bien escritas, y otras en las que se nota que estás confundido. ¿De qué se trata esto? ¿Qué ha pasado contigo?

Si es un testimonio y vas a cambiar el fanatismo literario por el religioso, tan solo porque el medio 'culturoso' peruano es hostil o porque un buen cantante de boleros te ha comido el coco, allá tú. Es tu decisión. Por los dos caminos, ni qué decir, todos nos vamos a la mierda, aunque con la religión, debo reconocerlo, muchos parten con una sonrisa en los labios.  

Espero que no hayas claudicado, pues creo que tienes talento. 

Por otro lado, te informo: en este mundo ya nadie triunfa. El triunfo es una ilusión óptica, ya que la humanidad ha perdido el carnet de trascendencia. Uno no debe buscar eso. Uno solo debe buscar hacer las cosas cada día mejor. No temerle al fracaso. El fracaso es un cómplice, un aliado: muchas veces nos da una mano para salir del hoyo. Como decía el gran Cortázar, la vida es caer y levantarse.

Te deseo lo mejor, 

     F.

 

Pocos, muy pocos, saben que no siempre fui un pastor evangélico: antes soñaba con llegar a ser novelista. ¡Qué extraños suelen ser los designios del Señor! Eso sí, los libros de Arguedas tuvieron la culpa. Luego vinieron otros, de distinta factura, aunque ninguno como Los ríos profundos, pues  –después de Dios y la Biblia, por supuesto– descubrir al niño Ernesto fue lo mejor que me pudo pasar en la vida.

         –Si quieres ser escritor, yo te apoyo, pero tienes que irte a Lima de una vez, porque acá sólo serás un borrachín frustrado como tu tío Toño o, peor aún, un putañero sin rumbo, una bala perdida como el Loco Saldívar –me dijo mi padre y me mandó directo para la capital, sin preguntarme siquiera qué opinaba yo al respecto. No hizo bien ni hizo mal, simplemente lo hizo. No hay vuelta que darle: "Yo he vivido más que tú, por eso tienes que hacerme caso en todo", solía repetirme siempre.

Llegué a Lima con la esperanza de poder codearme con escritores notables: pedirles consejos, además de lecturas. A algunos logré alcanzarles copias de mis relatos más logrados (siempre cargaba religiosamente en mi mochila un par de fotocopias de mis elucubraciones, para cualquier eventualidad). Fue un error, desde luego; pues todos me prometían que   revisarían mis manuscritos y me escribirían (les anotaba rápidamente mi correo electrónico o mi número telefónico en la primera hoja de los cuentos, y juro que lo hacía con una ilusión digna del mejor relato acerca de escritores fallidos). Nunca me llamaron o respondieron. Siempre me quedó la duda de si llegaron a leer mis historias o si las echaron al tacho sin mayor trámite. Pienso que no las hojearon, porque, en verdad, estoy convencido de que no eran tan malas.

         Cuando ya me hastié del tedio de las clases universitarias (y de repartirles fotocopias de mis textos), quise compartir aunque sea una cerveza con ellos, hablar de literatura (la suya y la mía), el compromiso social y de la realidad nacional.

         –¿Por qué quieres ser escritor? –me preguntó Oswaldo en el bar Palermo.

         –Porque me da la gana –respondí con la altanería que dan los buenos tragos y la candidez juvenil.

         –Entonces tienes que escribir mucho, leer el doble y vivir intensamente.

         –¿Vivir intensamente? –le pregunté mirando su profusa y encanecida cabellera… la gente canosa siempre me pareció sabia.

         –¡Por supuesto! –anotó–. Si no vives con intensidad, entonces sobre qué chucha vas a escribir.

         Él estaba equivocado, era ateo, su única religión era el marxismo. A veces creo que fracasé porque, en realidad, sólo acaté una de las tres indicaciones: la tercera, por supuesto. El día que cumplí mis dieciocho años lo decidí: voy a vivir intensamente.

         Me olvidé del enorme lago y de los hermosos cerros de mi pueblo y, también, de mi loco afán de novelar el mundo andino, al que yo creía conocer con una perfección sobrenatural, arguediana. Así, me metí de lleno en Lima: "mi Lima", como afirmaba cuando paseaba de noche por toda la avenida Arequipa. Y, mientras devoraba a Bukowski, conocí a Rilo (un escritor marginal que me prestaba libros raros), me peleé con Malca (luego supe que era el autor de una salvaje y estremecedora novela llamada Al final de la calle)  y le hice llegar un guión de cortometraje a las propias manos del cineasta Pancho Lombardi: era una historia sobre Karicia –con K, como ella misma me lo aclaró antes de desnudarse para brindarme sus servicios–, la puta que me desvirgó y enamoró en Las Cucardas.

         –Lo voy a revisar –me dijo displicentemente–, pero no te prometo nada.