25 January 2009

ADELANTO DE LIBRO


Hace algunos días anuncié como novedad editorial la reedición del libro El tramo final de Siu Kam Wen, por Editorial Casatomada, que dirige Gabriel Rimachi, una feliz noticia que viene a llenar de expectativas literarias el año que empieza y que confirma la labor titánica de las editoriales independiente peruanas en su afán de sacar del olvido aquellos libros valiosos que vale la pena leer.

Como un adelanto a la publicación del libro este mes de febrero, posteo en calidad de exclusividad un cuento del autor peruano-chino para que tengan una idea de lo que se viene:

Historia de dos viejos


Después de la muerte de Umeo Tsuruda, a raíz de una embolia pulmonar, la pequeña tienda de abarrotes permaneció cerrada por espacio de cuatro meses, y la devota y asidua clientela del japonés tuvo que hacer sus compras, con cierta renuencia, en la tienda de la arequipeña al lado de la panadería. Durante aquellos cuatro meses poco se supo de la viuda y de los hijos de Tsuruda, que no se dejaron ver, y nada se sabía de la suerte que correría la tienda. Muchos creyeron firmemente, sin embargo, que la viuda, ayudada por sus dos hijos mayores, tomaría a su cargo las riendas de la tienda y continuaría en el negocio dejado por su difunto esposo. Después de todo, tenía dos hijos fuertes y saludables que, si no deseosos de trabajar, al menos habían demostrado siempre cierta buena disposición para ello. La tienda volvió a abrir sus puertas a mediados de noviembre, pero en lugar de dos jóvenes corpulentos y rebosantes de energía atendiendo a los parroquianos, aparecieron detrás de los mostradores dos chinos canosos y decrépitos, cuyas edades, una vez sumadas, excederían sin la menor duda la cifra de ciento treinta años.

Pocas semanas después del entierro de su marido, la viuda de Tsuruda había colocado un anuncio de traspaso en El Comercio, y los dos chinos acudieron prestamente al tercer día de la aparición del anuncio. El traspaso se efectuó en contados días, pero los nuevos dueños del negocio no lo reabrieron sino en noviembre, probablemente con la finalidad de hacer algunos arreglos y modificaciones dentro de la tienda. Si tales modificaciones y arreglos se llevaron realmente a cabo, el resultado no se hizo notar: para los antiguos clientes de Tsuruda, la tienda permaneció inmutable; sólo los que atendían detrás de los mostradores eran otros. No tardaron en conocer los nombres de los nuevos tenderos: el más alto y también el más decrépito de los dos se llamaba don Pancho; y el otro, don Manuel. Éstos no eran, desde luego, sus nombres verdaderos, sino de conveniencia. Don Pancho era un viejo de maneras suaves y pausadas; llevaba lentes para la presbicia, que colgaban casi sobre el extremo del puente de su nariz y amenazaban —pero se sostenían milagrosamente en esa incómoda posición— con caérsele al suelo; era delgado, sin ser enjuto, y a causa de su estatura y de los años se encorvaba ligeramente. Don Manuel era menos alto, más corpulento y menos decrépito, pero su edad era probablemente, si no la misma, muy próxima a la de su socio. Llevaba el cabello cortado casi al rape, por lo que, a pesar de tenerlo completamente cano, aparentaba ser más joven, si cabe la expresión. Don Manuel tenía maneras y temperamento opuestos a los de don Pancho: era más impaciente, tenía un impresionante vozarrón, revelador de una mejor condición de salud, y le gustaba beber de vez en cuando. Los dos ancianos formaban, al menos en apariencia, una pareja ideal de tenderos; y la tienda, que era pequeña y no muy concurrida, pero con una clientela regular y leal, parecía hecha a la medida de ellos, pues no les demandaba mucha energía ni esfuerzos. Los viejos tenderos no tenían familias: al menos, ésa fue la impresión de los vecinos. Vivían solos en la trastienda y tomaban sus días libres turnándose: don Pancho salía los martes por la tarde; y su socio, los jueves. Don Manuel era el que se encargaba de hacer las compras de mercancías en el Cercado e ir al mercado todas las mañanas. Fuera de sus días libres, don Pancho rara vez dejaba la tienda: su salud no era buena; procuraba en lo posible no cansarse en demasía.

Antes de asociarse con don Manuel, Lou Chiong —tal era el nombre verdadero de don Pancho— era dueño de una tiendita en la avenida La Marina, a pocos metros del Hospital Militar. Vivía entonces con su esposa y su hija, que lo ayudaban en las labores del negocio. En los años setenta, cuando se produjo el éxodo masivo de los residentes chinos hacia afuera del país, la mujer de Lou Chiong, presa del mismo pánico colectivo que se había apoderado de sus coterráneos, decidió marcharse a San Francisco. Lou Chiong se opuso terminantemente, afirmando que no había razón alguna para temer la implantación de un régimen comunista en el Perú y, por lo mismo, eran completamente injustificados el pánico y el éxodo. Hubo acaloradas discusiones entre Lou Chiong y su mujer, y la relación conyugal se deterioró de forma irreversible. La mujer de Lou Chiong empacó sus cosas y viajó a San Francisco acompañada de su hija, quien se había puesto de su lado. Lou Chiong se quedó solo, jurando que no las volvería a ver lo que le restaba de vida, y durante los años siguientes mantuvo a flote el negocio sin más ayuda que la de un empleado Kuei. Este estado de las cosas duró unos seis o siete años. Lou Chiong envejecía rápidamente; lo acosaban los malestares; en su soledad lamentaba no haber tenido un hijo que pudiera sucederle en el negocio y que fuera más Jau-suen que su primogénita. Aunque había ahorrado lo suficiente como para retirarse, no quiso nunca hacerlo porque temía no tener luego en qué ocuparse y, en parte, porque temía también que pudiera vivir más años de lo que suponía pudiese vivir, que sus ahorros pudieran acabarse antes de que el fin lo alcanzara.

Año y medio atrás, Lou Chiong recibió una notificación del propietario del local donde estaba ubicada su tienda, invitándolo a desocuparlo dentro de un lapso de tres meses. Lou Chiong entabló juicio contra el propietario del local, lo perdió, como era de esperarse, y fue desahuciado. Lou Chiong se mudó a un pequeño departamento situado en el Barrio Chino, y allí permaneció en retiro forzado hasta que Lou Lo, una tarde, mientras tomaban té en el Kou Sen, le propuso instalar un negocio en sociedad. Lou Lo —o don Manuel— se había retirado de los negocios tiempo atrás, cuando su mujer murió de cáncer. Lou Lo era un buen comerciante pero novato en cuestiones de finanzas: en lugar de invertir sus ahorros en propiedades y terrenos los colocó simple y despreocupadamente en los bancos. Pensaba vivir de los intereses que generaban sus depósitos, pero la galopante inflación de los últimos años acabó por mermar el valor real de su pequeña “fortuna”. Cuando Lou Lo se dio cuenta al fin de que corría el peligro de quedarse sin un solo centavo en pocos años, buscó frenéticamente invertir lo poco que le quedaba de sus ahorros en un nuevo negocio. No quería volver a trabajar, deseaba pasar sus últimos años de vida en ocio, que bien merecía después de cuarenta años de bregar sin descanso, pero no tenía otra alternativa.
De haber sido mejor su salud y de ser menos decrépito, Lou Chiong hubiera preferido instalar él solo una tienda y ser su único dueño, en lugar de asociarse con alguien, aun cuando este alguien fuera un viejo y buen amigo suyo. Los negocios en participación siempre terminan mal, solía decirse. La experiencia le había enseñado que los socios de cualquier negocio, aun cuando fueran entre sí parientes tan cercanos como hermanos carnales o padre e hijo, casi invariablemente acababan en pelea hasta el punto de ser irreconciliables, y muchas veces por motivos realmente triviales. Lou Chiong dudó mucho antes de optar por asociarse con Lou Lo, pero comprendió que él solo ya no era capaz de manejar un negocio que, a pesar de su insignificante magnitud, requería de él una dedicación que ciertamente no podía demandar de sus cada vez más disminuidas energías.

Desde el principio, una división de trabajo fue tácitamente establecida entre los dos tenderos. Lou Lo se encargaría de las compras que tuvieran que hacerse en el Cercado y en el mercado y, siendo él el que habría que Mai-Sung, era por lógica el que tendría que encargarse también de preparar las comidas. Lou Chiong, en tanto, se limitaría a todas las demás labores relativas a la tienda.

Lou Lo no era un mal cocinero, aunque tampoco podía calificarse de bueno. De todas maneras, Lou Chiong había perdido desde hacía un buen tiempo la costumbre y la habilidad de cocinar, de modo que poco podía reprochar a su socio en ese aspecto, salvo por la cuestión de la sal. Lou Lo padecía de hipertensión, aunque fuera de eso, su salud era relativamente buena. Para mantener su presión sanguínea en condiciones de normalidad, Lou Lo seguía cuidadosa y concienzudamente una dieta escasa de sal. Al principio, Lou Chiong soportó la insípida comida con estoicismo, para no ofender a su socio, pero esta situación no podía continuar por tiempo indefinido. Luego de tres semanas de gustar comidas que no sabían a nada, Lou Chiong decidió hablarle claro a Lou Lo.

“Si no te importa”, dijo titubeante, “me gustaría que el Sung fuera servido en platos diferentes”.

Lou Lo tardó varios segundos en captar el significado de aquellas palabras: nunca se le había ocurrido que lo que él consideraba como normal pudiera no serlo para otros; había seguido tal dieta por tantos años que ella se había convertido en algo natural para él.

Lou Lo no se sintió molesto ni contrariado: se mostró más bien muy comprensivo. “Lo siento mucho”, dijo disculpándose. “Debí haber pensado en ello antes”. Y en adelante siempre sirvió el Sung en platos separados, uno de ellos más salado y sazonado que el otro.

Los dos tenderos vivieron en gran armonía por varios meses. La conversación entre ambos fue disminuyendo en forma paulatina, pero eso era natural: después de dos o tres semanas juntos, poco tenía el uno que contar al otro que no fuera una reiteración de algo ya dicho antes. En sus salidas al Cercado Lou Lo solía traer de vuelta un ejemplar del Man Shing Po, que leía en el trayecto de regreso y volvía a leer en la tarde, después de que hubiera pasado por las manos de Lou Chiong. Sobre las escasas noticias contenidas en las cuatro páginas del tabloide versaban sus conversaciones ocasionales. Lou Chiong no era partidario de los nacionalistas pero tampoco simpatizaba con los comunistas, pero su socio sí era un derechista radical. En todo caso, no existían hondas discrepancias en cuestiones políticas entre ambos ni mucho menos se suscitaban entre ellos discusiones por tales motivos. Lou Chiong no se molestó siquiera cuando Lou Lo, en un gesto de fervor partidario, luego de recibir en la División Local del Kuomintang un retrato a todo color del Generalísimo Chiang Kai-Shek, lo colgó encima de la mesa de la cocina, que también servía de comedor.

El verano llegaba a su fin; los días de sol se alternaban ahora con días nublados y húmedos. En las tardes, el viento formaba remolinos de polvo y desperdicios a ras del suelo. Los huesos reumáticos de los viejos tenderos empezaron a resentirse, aunque —a decir verdad— ambos lo preferían al calor agobiante de los meses anteriores. Con algo de retraso, el otoño llegaba.

Una tarde, cuando la clientela escaseaba, Lou Lo tomó un lapicero y se puso a garabatear versos chinos sobre unos cartones que utilizaban para sacar cuentas. Pero la atención de Lou Lo se desvió casi inmediatamente de los versos hacia unas sumas que aparecían en uno de los cartones. Las sumas las había hecho Lou Chiong, pues aquellos trazos temblorosos no eran suyos, que todavía podía escribir con bastante firmeza. Lou Lo volvió a sumar las cifras una y otra vez, hasta que al fin no le quedó ninguna duda: las sumas arrojaban un error de trescientos soles. Lou Lo llevó el cartón a Lou Chiong, quien en aquel momento se encontraba tomando té en la trastienda, y le hizo ver su error. Lou Chiong miró las sumas, sin mostrarse aparentemente muy contrariado, se encogió de hombros y respondió con cierta ligereza, “¿Qué son trescientos soles ahora?”.

Lou Lo frunció el ceño con disgusto pero no replicó. Aquella noche se preguntó cuántos errores de ese tipo habría cometido su socio en los cinco meses pasados. La plata que se pierde por culpa de esos errores de cálculo es también mi plata, se dijo para sus adentros. Y este pensamiento acrecentó aún más el desagrado que había sentido ante la actitud poco responsable de Lou Chiong. Trescientos soles de pérdida no eran ninguna cifra de poca importancia en un negocio tan pequeño como el que tenían; y al pensar que tal vez no era el único error que había cometido su socio a lo largo de los cinco meses, a su disgusto inicial se le agregó una seria preocupación.

A la mañana siguiente Lou Lo volvió a insistir sobre el asunto y pidió a Lou Chiong tener en adelante más cuidado con las cuentas. Lou Chiong, avergonzado en realidad de la declinación de sus propias facultades mentales, trató de disimular su vergüenza asumiendo una actitud de terquedad. “Si tanto te importan esos trescientos soles”, replicó aparentemente enojado, “puedes deducirlos de las utilidades que me corresponden al fin del año”. Y en el resto de aquel día no volvió a dirigirle palabra alguna a su socio. Ni éste a él.

Aquel fue el primero de los incidentes que empezaron a deteriorar las buenas relaciones de los dos socios. Aunque muchos de esos incidentes se habían producido casi enteramente por culpa suya, Lou Chiong veía sombríamente cómo se cumplía el curso de los acontecimientos que había presentido desde mucho antes de su sociedad con Lou Lo, sin poder hacer nada para remediarlo.

Los dos tenderos se habían conocido unos cuarenta o más años atrás, cuando ambos trabajaban para un mismo empleador en una de las tiendas más antiguas de la calle Capón. Como eran casi de la misma edad, la relación existente entre ellos era más íntima con respecto a otros compañeros de trabajo. Solían salir juntos en busca de diversión, y juntos iban de trasnochada en trasnochada. Cuando cada uno de ellos se estableció independientemente y se casó, dejaron a un lado las alegres juergas, pero no por ello dejaron de reunirse regularmente, ya fuera en los salones de té u otros lugares frecuentados por ambos. Tanto Lou Chiong como Lou Lo ansiaban tener un hijo varón que pudiera perpetuar su linaje, pero desafortunadamente, ninguna de sus mujeres alcanzó a darles esa satisfacción. La mujer de Lou Lo resultó ser estéril; la de Lou Chiong, por su parte, sólo pudo darle a su marido una hija única, luego de dos sucesivos partos prematuros. Esta fatalidad de destino unió aún más a ambos. Si no llegaron jamás de ser compadres, fue sólo porque Lou Chiong, que era un ateo recalcitrante, se había negado rotundamente a que su hijita recibiese el bautizo católico. Lou Chiong era de Lung-tú y Lou Lo, de Si-chuíng: en otras palabras, los dos pertenecían a la misma Sociedad Chung-shan y eran en cierto modo paisanos. Durante su juventud los dos fueron miembros activos de la Agrupación de la Danza del Dragón de la Sociedad. Lou Chiong, alto y ágil, fue la “cabeza” del Dragón durante varios años, mientras Lou Lo lo acompañaba en todas sus actuaciones tocando el tambor. De aquella feliz época quedaba ahora sólo un lejano recuerdo: ni Lou Chiong era ahora capaz de sostener la “cabeza” del Dragón y hacer las cabriolas y los brincos que habían maravillado tanto a moros y cristianos, ni Lou Lo tenía la suficiente fuerza como para arrancar redobles al grueso cuero del gigantesco tambor. Ambos padecían ahora de enfermedades crónicas y habían empezado gradualmente a chochear. Habían alcanzado ambos la edad en que, para muchos otros, más afortunados o adinerados que ellos, era ya tiempo de retirarse y de descansar.

En agosto Lou Chiong empezó a sentir un dolor agudo y punzante debajo del diafragma y a tener diarreas. Al principio no le prestó mayor atención a estos síntomas pensando que había cogido simplemente una colitis. Sólo cuando los medicamentos que se auto recetó no surtieron ningún efecto fue que decidió acudir al médico. Éste le diagnosticó un principio de úlcera gástrica, le advirtió que era algo serio y le aconsejó guardar cama, aparte de seguir una dieta especial a base de leche, galletas y huevo.

Cuando Lou Chiong volvió del consultorio y contó a su socio que tenía que guardar cama por un tiempo indefinido, Lou Lo respondió magnánimamente que él solo podía encargarse de la tienda durante su convalecencia y que no se preocupara sino en restablecerse. “Después de todo”, señaló, “¿no harías tú lo mismo si yo estuviese en tu lugar?”. Aunque el rostro de Lou Lo reflejaba sinceridad y no mostraba ningún signo de estar seriamente contrariado, Lou Chiong se retiró a su cuarto con un oscuro presentimiento en su corazón y muy pesaroso. Sentía por las molestias —que sin lugar a dudas serían muchas y grandes— que tuviera que ocasionar a su socio en los días por venir.

Durante los primeros días de la convalecencia de Lou Chiong, Lou Lo se comportó comprensivamente. ¿Qué mortal está libre de sufrir una seria enfermedad, sobre todo si a éste le faltaba ya poco para traspasar el umbral de los setenta? Lou Lo mismo, ¿acaso no sufría también de hipertensión, si bien esta enfermedad no lo obligaba a guardar cama? Las enfermedades, al igual que los placeres, las preocupaciones, las penas y la alegría, constituyen elementos o factores infaltables en la vida de cualquier hombre. Sin embargo, a medida que transcurrían los días sin que el estado de Lou Chiong presentara mejoras notables y lo capacitara a salir a la tienda, y a medida que las labores abrumaban cada día más a Lou Lo, éste empezó a sentirse molesto. ¿Cuándo dejará Lou Chiong de estar echado en su cama, sin hacer nada en absoluto, mientras él se mata afuera? Y poco a poco, un corrosivo pensamiento se deslizó dentro de la cabeza de Lou Lo. ¿No estará Lou Chiong exagerando la gravedad de su estado?

Una noche, mientras ambos tomaban su cena en la trastienda —Lou Chiong su dieta de Sippy y Lou Lo su dieta de poca sal—, Lou Lo sacó a colación el asunto como por pura casualidad.

“¿Cómo está tu úlcera?”, preguntó sin mirar a Lou Chiong, mientras pescaba con los palillos un trozo de carne de lechón asado. “¿Todavía sientes ese dolor en la barriga?”

Lou Chiong miró a su socio por encima de sus lentes, que colgaban tambaleantes sobre el puente de su nariz, y comprendió en seguida. “Me quedaré en cama por tres días más y luego saldré”, contestó con voz cansina.

Lou Lo, dedicado a su tazón de arroz, pretendió no haber oído la respuesta de su socio.

Los tres días pasaron y Lou Chiong seguía temeroso de levantarse de la cama. La tarde anterior había ido de nuevo a ver al médico y éste le había aconsejado sacar una radiografía de su estómago, para constatar la gravedad de la dolencia. Mientras tanto, la paciencia de Lou Lo había llegado a su fin. Atosigado por el trabajo en la tienda, se veía obligado a cerrar cuando tenía que ir al mercado, mientras Lou Lo había comenzado a perder peso y se sentía cada mañana más cansado que en la anterior. Dios sabe por cuánto tiempo seguirá así, se dijo sin poder reprimir su irritación. No es justo, agregó, las utilidades las repartimos por igual pero yo solo tengo que hacer todo el trabajo. Secreta pero injustamente, ofuscado por la sobrecarga de trabajo, Lou Lo había empezado a pensar que su socio se quedaba en la cama simplemente porque se había acostumbrado a ella. Perdió la ecuanimidad necesaria para considerar las cosas con objetividad y se vio a sí mismo víctima de una explotación.

Lou Lo no fue capaz de decirle a Lou Chiong frente a frente lo que pensaba de él, pero supo manifestar su irritación por otros medios no menos eficaces: no volvió a dirigirle la palabra a su socio cuando se hallaban juntos; y se cuidó de cerrar las puertas, descargar los paquetes o mover las sillas, cuando fuera necesario hacerlo, con tanto estrépito que hacían sobresaltar al enfermo que convalecía en la pieza de adentro. Con ciertas frecuencias, Lou Lo arrojaba cosas pesadas al suelo completamente adrede. Lou Chiong, acostado en su lecho, oía y entendía perfectamente el significado de aquellos “mensajes”.

Una mañana, muy temprano, Lou Chiong se levantó de su cama de convalecencia, se puso su guardapolvo blanco y salió a la tienda. Tenía un aspecto casi normal, sólo había perdido dos kilos de peso, pero caminaba y se movía con evidente dificultad, pues el dolor debajo del abdomen seguía ahí, como una larga y gruesa aguja clavada en las paredes del estómago. Lou Lo continuó despachando como si no hubiese advertido su presencia. Durante el resto de aquel día y los siguientes, ambos atendieron a los parroquianos sin intercambiar palabras. Al cuarto día de la reincorporación de Lou Chiong a las labores diarias del negocio, Lou Lo creyó justificada su anterior sospecha de que su socio había estado exagerando la gravedad de su estado, para escamotear horas de ocio a expensas suyas. El enojo de Lou Lo desapareció finalmente y empezó tentativamente a tratar a Lou Chiong con la misma intimidad de siempre. Lou Chiong respondía a sus tentativas de reconciliación sin encono, pero la mayor parte del tiempo prefirió permanecer en silencio.

El martes de la semana siguiente, Lou Lo dejó a su socio solo en la tienda y se dirigió al Cercado para hacer algunas compras. A su regreso halló la tienda cerrada. Nadie vino a abrir la puerta. El inquilino del piso de arriba bajó corriendo a su encuentro, al escucharlo tocar fuerte pero inútilmente la puerta metálica del negocio. Lou Lo tuvo casi inmediatamente, aun sin oír el relato de su vecino, la seguridad de que alguna desgracia había acaecido a Lou Chiong. La sensación fue tan fuerte y firme que el corazón de Lou Lo sintió inmediatamente un rudo golpe, como un puñetazo dado en pleno pecho.

El inquilino del piso de arriba le explicó que Lou Chiong había sentido un súbito e intenso dolor abdominal a la media hora que había salido él, y que tuvo que ser llevado de emergencia al Hospital de Empleados. Lou Lo tomó de inmediato un taxi y se dirigió al hospital. Cuando arribó al nosocomio, un cuarto de hora después, Lou Chiong, cuyo estómago se había perforado, había entrado ya en coma.

Lou Chiong murió al día siguiente sin recobrar la conciencia. Faltaban escasos días para su sexagésimo noveno onomástico.

Después de la muerte de su socio Lou Lo siguió solo con el negocio, pero ya no era el mismo hombre de antes. La decrepitud se había apoderado por completo de su cuerpo y de su mente. Chocheaba ya y comenzaba a hablar consigo mismo cuando estaba a solas. Cierto día le vendió doscientos y tantos soles en mercancías a un parroquiano ocasional y se olvidó de cobrarle. Se adelgazó increíblemente y empezó a parecerse a Lou Chiong, cuando vivía. Incluso se encorvaba ligeramente como él. Cuando setiembre terminó liquidó la parte del negocio y las utilidades que le correspondían a Lou Chiong, pero no pudo enviar el dinero a su viuda y su hija, ya que no era posible conseguir dólares. El primero de noviembre, el Día de Todos los Santos, Lou Lo fue al cementerio para depositar flores ante la tumba aún sin lápida de su ex-socio y lloró largamente. Un encargado de los nichos lo encontró golpeándose el pecho con ambos puños, como si con ello pudiera exorcizar la culpa que lo consumía.

Varios meses después, Lou Lo, caminando con dificultad y titubeante en todos sus movimientos, fue a la Beneficencia Pública y se compró un nicho. La noche anterior, lo mismo que otras noches, había soñado con su ex-socio.