15 April 2009

CUENTO DE ANTONIO MORETTI


EL ÁNGEL EXTERMINADOR

Por: Antonio Moretti

Ya se respiraba la calma que provoca los rayos del Sol. Todos saben que el verano está bastante cerca y que el colegio está a punto de terminar. El profesor que dirige la clase es un joven letrado que ha logrado atrapar a los alumnos con sus anécdotas y forma de alegrarlos, sin descuidar el trabajo. Sentían que aprendían. Justo acaba de explicar algo sobre las falacias dentro de la lógica, cuando les pide a sus alumnos que todos y cada uno hagan un ejemplo. Camina entre los pasillos que forman las carpetas. La clase no sobrepasa los 20 alumnos. Se acerca a las ventanas… mira desde el sexto piso a los edificios que sobresalen, observa a sus alumnos, cierra los ojos y se lanza. Ninguno de ellos lo vio. Cuando levantaron la cabeza, el joven profesor no estaba. Uno se acerca a la ventana y lo descubre sobre el pavimento con el cráneo abierto, abrazando una mancha creada por su propia sangre. Un grito.

Carla, una jovencita de 15 años estaba sobre su cama. Era la noche de navidad, aún quedaban unos minutos antes de que llegue la medianoche. Carla sonríe, finalmente ha entendido. La pregunta que se ha estado haciendo desde hace tantas noches ha encontrado su respuesta. Escucha la algarabía de la nochebuena que se celebra en la sala, a unos cuantos metros de su cama. Se dirige al baño y ve, a través del pasillo, a su familia sirviéndose una copa de vino y al abuelo riendo. Cierra la puerta, abre unos frascos. Sobre su cama intenta dormir. Al amanecer del día de navidad es descubierta muerta bajo sus sábanas.

Dos meses antes de cualquiera de los hechos ya relatados los periódicos de Lima se llenaron de constantes, jóvenes que se lanzan desde el puente Villena; solitarios en habitaciones de hotel, encontrados por los empleados, sostenidos por una cuerda que los convertía en péndulos; quinceañeros alcoholizados que abusaban de las pastillas o, simplemente, desaparecidos de los que nadie ha sabido más. Este profesor de escuela se había interesado mucho en estas noticias, se preguntaba si es que tendrían algún tipo de enlace más allá de la consabida insatisfacción que nos lleva a la depresión. ¿Habría alguna conexión para que la gente se mate masivamente? Dos meses antes de cualquiera de los hechos ya relatados, este profesor de escuela había contado cerca de 17 suicidios oficiales y más de 25 posibles a partir de los periódicos.
Lo primero que hizo acerca de los suicidas fue investigar hasta encontrar a un autor que le daba una respuesta al suicido como fenómeno social y no individual: Durkheim. Sus teorías le llamaban la atención, le satisfacían en algo, pero aún no encontraba la respuesta a su pregunta. Su soltería era una ventaja, pues una mujer sensata se hubiera preocupado al ver, de la noche a la mañana, cómo las mesas solo existen para dejar reposar a los libros tanáticos. Leía con avidez sobre las distintas formas de suicidarse, sobre cómo el suicidio puede ser inconsciente y lento alguna vez. También se hubiera preocupado al darse cuenta que el profesor de escuela, después de tanta lectura diurna y, sobre todo, nocturna, no lograba dormir; pensaba por horas dando vueltas y fumando sobre su cama. El único paréntesis que hacía a su investigación eran las mañanas que consagraba a su labor educativa y que lo apasionaba. Pero ni bien satisfacía esta necesidad, se entregaba a su investigación. Ya van siete, decía, y recién es la primera semana del mes. Deambulaba de un lado para otro con 2 ó 3 periódicos bajo el brazo. Mayor preocupación se hubiese generado en ella si se percataba que al finalizar la investigación de texto, el joven profesor pasó al trabajo de campo. Caminaba sobre el puente Villena una y otra vez, sentía el empuje del viento. Contaba la cantidad de autos que pasan debajo de él y, a veces, lanzaba una piedra pequeña calculando los segundos para saber cuánto tiempo se demoraba en chocar contra el piso. Según sus investigaciones, los suicidas que se lanzan al vacío mueren de infarto, pues el corazón no aguanta la tensión ni el vértigo provocado por el inminente impacto. Cada vez que lanzaba una piedra pensaba que la caída era tan rápida, la altura no tanta, por lo tanto, desde este puente, los tanáticos sí morían por el impacto, por el dolor de sus huesos rompiéndose y la sangre escapando de su cuerpo. Más de una noche buscó los hoteles favoritos de los suicidas. Hoteles que eran usados para el fingimiento amatorio. Cuatro tipos de suicidios: egoísta, altruista, anómico y fatalista. Se echaba sobre esas sábanas, escuchaba las conversaciones de los parroquianos. Recordaba lo que había leído. 1.07 de la mañana. Juan Martínez Quispe (27). Huancavelicano. Se levanta, hace jirones su camisa y la enreda el marco de la puerta. Reza. Hace un nudo invencible, mortal. Bota con los pies el banco, su único y último sostén. Sus pies quedan en el aire, sus brazos dan un último aleteo. Es cierto, el profesor de escuela se ha preguntado más de una vez cómo el redactor de la noticia conoció de detalles como el de rezar. Pero eso no era lo importante. Se imaginaba a sí mismo colgado. Su cuerpo yendo y viniendo. Otras noches, motivo más que preocupante para cualquiera que sea su acompañante, aunque sea momentánea, era que hacía un tour bizarro. Se paseaba por distintas farmacias y compraba los medicamentos necesarios para construir un cóctel final.

El suicidio egoísta o altruista eran el resultado de una débil o fuerte integración del individuo en la sociedad.

Pero a pesar de todos estos esfuerzos las preguntas no tenían respuestas.

Eran los últimos días del año, las últimas clases del profesor de escuela cuando, después de analizar unas cuantas falacias, encontró la respuesta: caminó por los pasadizos formados por las filas de carpetas. Enrumbó a la ventana desde la que se veían los seis pisos que estaban debajo y sin más se lanzó por ella. Un grito.

Carla, alumna brillante de una escuela en la que un profesor se había suicidado semanas antes, quedó muy impresionada. Parecía no dormir las noches que sucedieron. Se sabe de distintos paseos que hacía por puentes y las observaciones por horas frente a hoteles de mala pinta. Los circuitos que realizaba comprando medicamentos. 24 de diciembre. 10.04 de la noche. Carla Gonzáles Arica (15). Limeña. Escucha la algarabía de la nochebuena que se celebra en la sala, a unos cuantos metros de su cama. Se dirige al baño y ve, a través del pasillo, a su familia sirviéndose una copa de vino y al abuelo riendo. Cierra la puerta, abre unos frascos. Consume 37 cápsulas. Cada vez que una cápsula ingresa a su cuerpo ella recuerda a alguien. Al amanecer del 25 de diciembre es descubierta, muerta, bajo sus sábanas.


Seis alumnos del profesor tanático de escuela han quedado conmocionados. Ya se han suicidado cinco.

Las noticias de los suicidas escolares ha llamado la atención de la opinión pública. El sexto está en supervisión. Trató de suicidarse, pero fue encontrado y salvado a tiempo. Después de despertar no ha querido hablar con nadie. Su primera reacción fue de sorpresa, luego de decepción y, finalmente, frustración. Ha estado bajo tratamiento siquiátrico los últimos meses sin lograr mayores avances.
Su siquiatra ha sido encontrado, pendulante, en la habitación de un hotel detrás del estadio de La Victoria. El joven, que los medios han nominado como “el sobreviviente”, sigue bajo observación.

Solo se han podido encontrar algunas notas de su analista. Tenía una suerte de diario en el que se repetía una fórmula: “No hay progresos”. En alguna anotación se presentaba su frustración al no poder ayudar a su paciente. Hasta que...

Jueves. 6.05 p.m. Marzo.

Los dos están frente a frente. El joven tanático no lo mira siquiera. Echa un vistazo a la habitación. La luz mortecina que depende de una lámpara vieja. El siquiatra lo observa y decide guardar silencio. Pasan 25 minutos. Después de meditar dice: El suicidio anómico y fatalista vienen determinados por una débil y excesiva regulación por parte de la sociedad, respectivamente. El joven tanático levantó la vista hacía su analista y le dijo: teoría del suicidio social, Emile Durkheim. Con esta anotación cerró su cuaderno de apuntes ese día:
“El sobreviviente”, después de completar la cita, me miró, solicitó al enfermero que se lo lleve a su habitación y me pidió que mañana nos encontremos nuevamente, pues tiene mucho que comentarme.

Las notas referidas a lo que fue la conversación con “el sobreviviente” han sido analizadas minuciosamente.

Al llegar, el sobreviviente me solicitó que tome asiento y que guarde silencio y, encarecidamente, que no grabe lo que íbamos a conversar pues podría desatar un fenómeno semejante al vivido después de la publicación de 1774. Y por una cuestión de confianza, además, decidí no grabar la conversación. De pie, libre, daba vueltas alrededor mío y contaba cómo todo empezó. “Después de la muerte del profesor de escuela, Carla, una de sus estudiantes más cercanas encontró un cuaderno de notas que el profesor de escuela había usado para resumir sus investigaciones e ir analizando el avance y acercamiento a las respuestas que tanto buscaba. Carla fue cerciorándose de los aciertos. Y nos comentaba sus propios progresos. Alguien planteó que tal vez la única manera de encontrar las respuestas a las preguntas era haciendo el último experimento. Pero Carla no creía eso. Ella pensaba que el haber encontrado las respuestas es lo que lo llevó a…”. En ese momento, el sobreviviente movió la cabeza, con una especie de satisfacción. Solo quiero decirle algo, señaló el sobreviviente, mientras tomaba asiento y se disponía a volver al autismo que lo había caracterizado. Las respuestas están en todas partes, son las preguntas las que están mal formuladas. ¿Entiende?

Después del suicidio del siquiatra hubo uno más que mantuvo relación con los anteriores. El sobreviviente murió de asfixia el mismo día que su analista. Tragó su propia lengua.

Este mes, recién es 14 y ya van más de 9 suicidios confirmados y 14 posibles, entre desaparecidos y muertes inexplicables.