Bizarro Ediciones se complace en presentar a sus lectores un nuevo lanzamiento literario. Se trata del libro de cuentos de Rossina Winder Calmet, No olvides no quitarte los zapatos. En este libro, que reúne 7 textos cortos, se recrea el complejo universo femenino en sus diferentes aspectos cotidianos. Los personajes, seres discretos y sutiles, afrontan situaciones que los empuja a mostrar la verdadera esencia de la cual están hechos, para salir a flote, ya sea triunfantes o derrotados. El lector no quedará indemne ante la galería de personajes femeninos que invaden las páginas de esta primera entrega de la autora.
Fue un buen vuelo. Cuando quiso ponerse los zapatos no le entraban, tenía los pies hinchados como dos camotes. Se había dicho más de mil veces que no usaría esos zapatos para viajar. Si decidía ponerse sandalias, una vez en el avión, sentía frió, si eran zapatos cerrados luego al querer ponérselos no le entraban, como sucedía ahora. El avión ya había tocado suelo y por más que lo intentaba no lograba que le entraran los zapatos. El señor sentado a su lado la observaba, mas bien, observaba sus movimientos extraños, bastante asombrado. La manta le cubría los pies. Ella estaba un poco inclinada y pretendía mirar a todo el mundo fingiendo que no pasaba nada.
Le era difícil afrontar esta situación. El avión se detuvo y los pasajeros comenzaron a levantarse de sus asientos y a recoger su equipaje del compartimiento superior de la cabina del avión. Ella tenía también equipaje de mano que recoger, pero no podía, sentía mucha vergüenza de pararse sin zapatos y mostrar aquellos “camotes”. Estaba segura de que todos lo notarían. Definitivamente estaba a punto de tener que bajarse del avión sin zapatos, estos condenados no querían entrar.
—No gracias— le contestó con su mejor sonrisa.
Decidió esperar a que todos bajaran para decirle a la azafata que no le entraban los zapatos,
intentando encontrar compasión y ayuda, o un par de zapatos dos tallas más.
—Perdón, tiene usted equipaje, ¿Necesita que se lo alcance?— le dijo la azafata.
Efectivamente, era patético. Nunca había visto tal cosa. La rodeaban todas las azafatas de aquel viaje. Al verlo entrar, un grito estruendoso y lamentable se dejo oír sin reservas, comocuando están a punto de ponerte una inyección a los dos años y ya ha visto antes la cara del doctor. La manta que le cubría el cuerpo del delito se deslizó al mismo tiempo que el grito, y dejó al descubierto los “camotes”. Se miraron unos a otros, algunos trataron de contener la risa, otros ni siquiera trataron,”vaya humillación”, pensó Nuria Comet, “quiero verlos en mis zapatos”, y es que el llanto no era tanto de dolor como de impotencia. Recordó como una fotografía cuando era chica, no más de diez años y salió corriendo de su casa buscando a su hermano diez años mayor para que entrara a la casa a cenar, y se equivocó abrazando al amigo de éste, en pleno atardecer y sin darse cuenta sino hasta que todos se reían de ver su equivocación infantil, por supuesto salió corriendo y no volvió a mostrar la cara por los próximos días. La rabia de equivocarse de esa forma la atormentaba, se consideraba una estúpida y no se toleraba el más mínimo error. Como ahora. ¿Por qué no fue más inteligente y se apretó como pudo los zapatos o salió con ellos en la mano y descalza? Al fin y al cabo no era el centro del universo, es más, ya nadie se fijaba en nadie, nadie le iba a prestar atención.
Ella seguía llorando sin poder articular palabra alguna. El capitán, un hombre guapo, alto, delgado de unos 55 años, sintió compasión. Trató de recordar alguna situación similar, no, nunca antes había tenido que lidiar con una urgencia tan baja, al ras del suelo.
—No se preocupe, le explicaré, es usual que con la altura y la presión los pies se hinchen,
esto le pasara en un rato y podrá, Ud. ponerse los zapatos.
Ella lo miró fascinada e intentó decirle lo bueno que era al comprenderla de esa manera, sin embargo no pudo y le contestó con un llanto más, que provocó que se tape la cara con la manta como queriendo desaparecer. No lo logró, es decir su cara sí pero los “camotes” no. George Hansmaker no era un piloto cualquiera. Había resuelto problemas muy graves, numerosos aterrizajes forzosos, había volado en la guerra del Golfo Pérsico en el año 1990. Había tenido que volver a la pista después que le avisaron que en el avión había un niño secuestrado por su padre y por si esto fuera poco tuvo que atender un parto prematuro y dejar al copiloto encargado cuando se adelanto un bebe a los siete meses, del cual era padrino, y que desde ese día tuvo pasajes gratis a cualquier parte del mundo por cortesía de la aerolínea para la que volaba George. Ahora el ahijado tenía 25 años y no volaba en ningún avión que no fuera piloteado por George Hansmaker.
Este hombre maduro y sensible tomó a Nuria de la mano y la consoló, la miró a los ojos y la sedujo al instante. Nuria no tenía esperanzas de encontrar una pareja, su gordura estaba en el límite de la obesidad y a sus treinta y cuatro años no había conseguido ni un solo enamorado. Había perseguido a varios desde muy pequeña. Cuando tenía tan solo 10 años correteó a un niño de 11 que era su vecino. Él regresaba del colegio caminando como se usaba en esa época de poca delincuencia en un barrio de clase media. Cuando el niño la vio emprendió la carrera hacia su casa, pero ella lo alcanzó y poniéndolo contra la puerta quiso obligarlo a besarla, a lo cual él se negó con un vaciamiento de vejiga seguido por un desaforado llanto. Nuria igual lo besó. Ahora pensaba, cuando se acordaba, lo cruel que había sido, no, no ella, sino él. Ahora, en estos momentos, miraba al capitán confundida entre sus ojos llorosos, sus pies como camotes y sus deseos eróticos reprimidos. Reprimidos es mucho decir, en realidad nunca logró reprimirlos por lo cual decidió dominarlos con el único medio que encontraba lejano: la gordura. Así fue como hasta el momento había logrado con una eficacia impecable mantenerlos en un estado, digamos de vitrina: se ven pero no se tocan. George por alguna razón que luego no supo explicarse, se agachó y con ternura le miró los pies, Nuria sintió una gran vergüenza, sin embargo él cogió un zapato y logró con una destreza usual en él y sin causarle el más mínimo dolor colocarle el zapato, y luego el otro, le tomó la mano y la ayudó a levantarse, en ese instante todos aplaudieron y Nuria sintió que era el día de su boda y su amado le tomaba las manos para besarla. Salió de su fantasía en el momento en el que él la soltó y sin decirle nada dio media vuelta, y mientras caminaba por el pasillo que lo llevaba a la salida dio unas instrucciones al personal que todavía quedaba ahí, y sin más reparos bajó las escalinatas del avión tan rápido como pudo.Ya en el mostrador de aduanas Nuria presentaba su pasaporte, habían pasado ya todos los pasajeros, y el inspector de aduanas, un hombre callado, pensó que era extraño que ella recién bajara del avión. Sospechó de aquella voluminosa y aparentemente indefensa mujer. Le hizo una cantidad enorme de preguntas acerca de su viaje: dónde se hospedaría, con cuánto dinero viajaba, cuánto tiempo se quedaría, por qué viajaba sola, si alguien la esperaba o la recogería del aeropuerto, etc, etc, etc. Luego tocó un silencioso timbre y aparecieron dos personas, un hombre y una mujer, le pidieron que los acompañe. Nuria se puso nerviosa y eso hizo desconfiar más a los policías de migraciones, sin embargo no dijo nada, no preguntó, ni protestó, no hizo reclamo alguno, se dejó guiar como el sudor que le corría por la frente. No siendo la primera vez en su vida que viajaba, parecía que lo era. Entraron en un cuarto pequeño con las paredes sucias, un escritorio viejo con una computadora y un par de sillas, lo que más le llamó la atención fue ver sus maletas ahí, en el suelo y abiertas de par en par. Los agentes seguían sin decirle nada y ella sin preguntar, le indicaron con un ademán que se sentara, lo cual hizo calladamente. Entraron dos hombres más, vestidos de civil a la pequeña oficina, uno de ellos tenía el pasaporte de Nuria en la mano, el mismo que la saludo parcamente. Por fin uno de ellos decidió hablarle.