ESPECULACIÓN
Un hombre entra a la función de cine. La película ya ha comenzado. No ve un lugar desocupado. De he hecho, no ve casi nada. Se aventura y pidiendo permiso, sin recibir respuesta alguna, logra llegar a una silla. Espera no haber causado mucha molestia. Al parecer no ha incomodado. Nadie chista o siquiera habla. Intenta acomodarse en un puesto y se le cae el vaso con crispetas. Se inclina y palpa con la mano el suelo en busca de la pote de cartón. Sus ojos aún no se acostumbran a la penumbra. Pasado un rato, sigue allí inclinado y por fin consigue tocar algunas crispetas regadas. Intenta recogerlas pero cree que hace mucho ruido y desiste. Se olvida del asunto y se incorpora en su silla. Teme haber interrumpido la atención de los espectadores pero ninguno parece haberse perturbado. Se quita la gabardina para mayor comodidad y la coloca sobre sus rodillas. Por fin, desde que entró, fija su vista en la pantalla. Para su sorpresa, se encuentra con una escena que reproduce una sala de cine colmada de gente que tiene puesta su atención en la pantalla. Le causa gracia al principio. Después de un tiempo en que no cambia la escena empieza a inquietarse. Gira la cabeza para ver la reacción de su vecino. Sus ojos tienen mejor visibilidad ahora. A su lado izquierdo no hay nadie, al derecho tampoco, ni atrás o adelante: la sala está vacía. ¿Se habrá equivocado de sala o todo el mundo, aburrido de la monótona escena, se ha marchado? Se levanta entre decepcionado y molesto para salir de allí. Entonces se le ocurre una idea que lo estremece. Antes de poder reaccionar, la escena cambia.
IMPÍOS
Fue en busca de ayuda pero nadie parecía entenderle. Le sorprendía que en su estado de agitación su voz fuera incapaz de surgir, que ni un grito le saliera, atribuyó esto a la excitación, sin embargo pronto comprobó la verdadera razón: era una película muda.
Esperó la aparición de algún letrero del siguiente tenor: «¡Ayudad a apagar el incendio!» al cual antecediera la indicación angustiada de una mujer y secundara la movilización masiva de los vecinos.
Pero nada.
Corrió al primer lugar que se presentó a su vista: un café. Entró y al ver un teléfono intentó llamar al departamento de bomberos. Era inútil, no podía articular palabra. Sonó un piano. Interpretó aquello como el preludio de una tragedia, aunque no podía imaginar una peor que saber su casa consumida por las llamas.
Salió del café. Regresó al lugar donde antes había estado su casa. Ahora sólo quedaba una pila de escombros calcinados y un túmulo de ceniza. Se sentó sobre la acera a llorar su pena. Veía a los transeúntes aglomerarse en torno al despojo chamuscado, haciendo exagerados gestos de asombro, sosteniendo mudas conversaciones y todo aquello le pareció absurdo e insufrible.
Se largó de inmediato.
¿Cómo es que nadie hizo nada?, se preguntaba, a pesar de que nadie más que él concibiera la pregunta, pues por ninguna parte surgió letrero alguno que la refiriera. Juró venganza. Tampoco quedó el juramento consignado por escrito y su voz no fue más sonora que el silencio.
Sin que nadie supiera cómo, se presentó con una extensa manguera que, fue fácil inferirlo, provenía de un depósito de combustible. Roció éste sobre la pietá que se erigía en una de las principales plazas de la ciudad.
Nadie reparó en el asunto. Quizá no escuchaban, pensó con suspicacia e hizo un gesto de mayor expresión que cualquiera contenido en M, la película de Fritz Lang.
Finalmente arrojó una cerilla encendida a la escultura.
Tardó en consumirse varios días.
Al cabo de éstos, una cuadrilla de obreros removía el amasijo de bronce fundido y los restos del pedestal, para ubicar un entarimado sobre el cual se plantó el alcalde con chistera y levita, con intención de imponer una condecoración al ciudadano incendiario. Un aplauso sordo fue el de la concurrencia.
El hombre ignoraba a qué se debía la impostura de lo que parecía un altísimo honor. Sus dudas fueron disipadas por un pliego similar a un diploma que le tendió el comisionado de policía. Leyó: se trataba de una mención especial cuya gratificación era una casa, por ahorrar al ayuntamiento gastos de demolición del antiguo monumento, patrimonio urbano de la localidad que en adelante sería reemplazado por una escultura futurista con movimiento perpetuo, símbolo del advenimiento de los tiempos modernos.
En términos generales, fue un final feliz.
EL MÁS PURO DE LOS COLORES*
Tiró la puerta del apartamento de aquel suburbio del este de Edimburgo.
El lugar quedaba cerca de una de las populares tiendas Fish N’ Chips donde minutos antes se encontraba devorando algo de comida rápida con la habitual grasa impregnando sus dedos.
Al dirigirse del local a su auto-patrulla, pasó su mano por la boca pringosa antes de atender el llamado en la radio que había estado sonando con insistencia.
Alguien había llamado a la policía reportando disparos escuchados en el vecindario. Y ahora Bruce acudía para atender la emergencia y hacerse cargo.
Sólo en momentos como éstos lamentaba no tener un compañero de servicio como los demás. No había sido fácil lograr que le dejasen salir a las calles sin ninguna compañía pero la asignación de la pareja habría de esperar tanto que finalmente accedieron y él lo prefería así: sin nadie olisqueándote el trasero a cada paso que das.
Pidió refuerzos, consciente del enrome riesgo de adentrarse solo en aquel territorio.
Se trataba de un derruido edificio en el que podías encontrar desde prostitutas hasta asesinos pagos y el más variado tráfico, incluyendo objetos robados, porno y drogas blandas y duras.
Nadie había respondido desde dentro cuando Bruce llamó y se identificó como policía.
Luego de unos cuantos empujones, derribó la puerta de una patada.
No se oía ruido alguno dentro. Sin embargo, llevaba metida en la cabeza la melodía de «Storm arm of the law» de Saxon, la única banda que en un principio se había atrevido a llamarse Son Of A Bitch y, quizá sólo por ello, una de sus favoritas. La guitarra rauda y envolvente con sucios riffs y ripiosos arpegios de Graham Oliver lo encendía más que cualquier otra cosa. Sonrió pensando en que el brazo duro de la ley era justo lo que él representaba.
Todavía estaba pensando más en la música que en el asunto que le competía cuando fue sorprendido por un golpe en la nuca que lo dejó desplomado en el piso y a merced de los criminales que le habían pillado armado pero con la guardia baja.
Al recobrar el conocimiento se halló inerme, despojado de su placa y con las manos a la espalda, sujetas con sus propias esposas. Había sido arrojado sobre un percudido y maloliente diván. Un hombre de tez oscura y acento extranjero le hostigaba, acercando su cara a la de él, recorriéndolo con una mirada desorbitada y deslizando el cañón del arma de Bruce desde su pecho, al lado izquierdo –justo donde un acelerado palpitar manifestaba su miedo ante una imprevista muerte–, hasta su bragueta.
A un lado se encontraba otro hombre de piel amarilla que observaba la escena como un hincha que ve a su equipo de fútbol ganar un partido.
—Si gritas, te vuelo las pelotas —le dijo el negro apuntando a su entrepierna.
Bruce pasó saliva. El hombre siguió restregándole el arma por el cuerpo. Finalmente la puso delante de su boca y le ordenó que la abriera. Bruce se resistió. Recibió un golpe en la frente que abrió de inmediato una herida. Un sudor frío se mezcló con la sangre caliente que escurría por su cara. Imaginaba lo que seguiría y prefería morir mil veces que sobrevivir a semejante ultraje.
No era capaz de distinguir entre amenazas e insultos proferidos por el hombre.
Finalmente le oyó pronunciar lapidariamente y sin su marcado acento:
—Ahora sabrás que cuando los colores se unen no producen Benetton sino el más puro de los colores: el blanco.
El negro se erigió como un puente levadizo sobre el policía y emitió una horrible carcajada que resonó en los oídos de Bruce cuya cabeza era sostenida por el oriental en tanto su boca seguía abierta bajo la amenaza del arma.
Para cuando llegaron los refuerzos, los criminales habían tenido tiempo de huir y Bruce de escupir e intentar borrar cualquier huella de lo ocurrido limpiándose la boca pringosa ahora de aquel maldito color.
* El personaje principal está basado en el sargento Bruce Robertson de la novela Escoria (Filth, 1998) de Irvine Welsh, escritor escocés, autor de Trainspotting.