30 July 2008

2 AÑOS DE AMORES BIZARROS


SEGUNDO ANIVERSARIO

Entre las vacaciones de medio año y las incursiones a la Feria Internacional del Libro se me olvidó la fecha de nuestro segundo aniversario. Son dos años de un proyecto alternativo qe buscó expandir las fronteras de nuestra blogósfera literaria hacia otros campos artísticos y que nuestros lectores han podido apreciar a lo largo de todo este tiempo de existencia. Un buen motivo para iniciar algunos cambios y ofrecerles novedades en los próximos días. Para empezar, hemos cambiado de plantilla a nuestro blog para una mejor lectura.

A manera de celebración y como agradecimiento a los lectores, los dejo con un cuento del ultimo libro de relatos que hemos publicado.:


LA CULPA LA TIENE NABOKOV


Por: Max Palacios

Nunca pensé que ese sábado que salí de compras con mis hijos al centro comercial iba a recordar uno de los capítulos más singulares de mi vida. Hubiera preferido que Alonso estuviera a mi lado para hacerme olvidar pronto algo que nunca quise volver a rememorar; pero él estaba en viaje de negocios y yo me había quedado a cargo de la casa y de los hijos. Bastaron solo unos minutos para retroceder a mi época de adolescente y transportarme al tiempo de la secundaria. Todo fue tan rápido que no tuve capacidad de respuesta. Justo cuando ya estaba en la cola de la caja del supermercado para pagar las compras de la semana apareció él. Ahí estaba, con su eterno aspecto bohemio: traje oscuro, cabello largo, lentes de intelectual y su delgada figura. Pero el tiempo no había pasado en vano, ya estaba viejo (bien viejo), las cabellos blancos que poblaban su cabeza y los rastros de la vida nocturna que reflejaba su rostro era para que ninguna mujer se detuviera a mirarlo. Solo yo, que alguna vez lo amé con locura desmedida, pude percatarme de su presencia. Volví a ser la adolescente rebelde y atrevida, la muchachita mala de la historia, la niña terrible de la clase. Sin embargo no me atreví a saludarlo, ya el tiempo había pasado y la vida había colocado las cosas en su sitio.

Aquel año, era mi último de la secundaria. Me habían cambiado de colegio por que las monjas del colegio anterior ya no me soportaban y no dejaron que terminara la secundaria en lo que consideraban un colegio de señoritas bien y me hicieron creer que yo era el problema. El problema no era yo, el problema era lo reprimidas que estaban ellas y todas las que asistían a ese colegio. Virgen de la Asunción se llamaba el colegio. Qué tal nombrecito: “Vir-gen-de-la-A-sun-ción”, cuando ninguna de mis compañeras era virgen y ya se habían iniciado desde tercer año de media. La única virgen era yo, la única tonta que se creyó el cuento de la virginidad era yo, la única que se hizo la idea de llegar intacta al matrimonio era yo y nada más que yo. Pero felizmente eso cambio y la culpa la tuvo Nabokov. Él y su maldita teoría de las nínfulas no me dejaban dormir. Bueno, la culpa no solamente la tenía Nabokov sino también mi padre. Él me enseñó a leer los libros prohibidos, aquellos que ninguna señorita bien podía leer. Mi madre siempre peleaba con él por haberme educado de manera tan liberal, pero él decía que una mujer tenía que saber todo sobre la vida para que ningún vivo me engañara. Pobre de ellos, deben estar allá arriba, en algún lugar del cielo, continuando con sus peleas inútiles, con sus discusiones sin sentido. Era el quinto año de media y yo estaba muy rebelde porque me habían cambiado de colegio, me habían sacado de mi círculo de amigas para llevarme a ese colegio a donde iban a parar aquellos hijitos y niñitas de papá que eran expulsados de todos los colegios. Al inicio de clases no me hablaba con nadie, no había nadie que me inspirara confianza, no había nadie que compartiera mi mundo: todos eran una sarta de adolescentes que no sabían absolutamente nada sobre música, cine, literatura, pintura o poesía, nada de nada. Pero todo cambio cuando llegó él. Recuerdo su primera clase: literatura griega. A todos nos preguntó si habían leído a Safo de Lesbos y nadie respondió, ni yo, porque no me dio la gana, porque estaba muy rebelde y no me dio la gana de responder. Sin embargo, él se levantó del pupitre y nos dio la mejor clase sobre literatura clásica que había escuchado hasta ese momento. Años después me di cuenta que sus conocimientos sobre la literatura eran muy anticuados, muy tradicionales, pero en aquel momento todos nos quedamos fascinados, todos queríamos que la clase continuara, que siguiera hablando y llenando nuestras vidas de personajes y lugares que no conocíamos.

Jamás pensé que todo iba a terminar de esa manera. Al principio lo veía como un profesor más, como unos de los tantos que había tenido, pero poco a poco las cosas fueron cambiando, a medida que pasaba el tiempo su voz me subyugaba, sus conocimientos me sobrecogían, su cultura me fascinaba. Ya no lo veía como un profesor más. Esperaba cada viernes para disfrutar de su presencia, para contemplar ese rostro de persona desamparada, de hombre que camina al borde del abismo y necesita la mano que lo retenga a la vida. Sí, esperaba cada viernes para escuchar su clase y alucinar con cada idea que se me venía a la cabeza. Esos viernes, mientras papá me llevaba al colegio (siempre lo hacía por temor a que no asistiera), esos días, iba con mi discman escuchando Friday I´m in love de The Cure, saboreando cada frase de Robert Smith y su voz cómplice y oscura. Llegaba al colegio y solo esperaba la clase de literatura para ser feliz por dos horas. Pero, ahí no más quedaba todo. No me atrevía a acercarme. Cada vez que daba el primer paso hacia el pupitre una insólita cobardía invadía mi entusiasmo y me sentía la niña más estúpida del planeta. A un lado quedaba mi rebeldía e inconformidad, no atinaba a hacer ni decir nada. Nada de nada.

Hasta que llegó el día: llegó el momento en que tenía que escucharme y saber que yo no era una más de la clase, que había leído mucho más que los idiotas que me rodeaban. Llegó el momento en que le demostrara que nunca iba a encontrar mejor alumna que yo. Era una clase sobre literatura del siglo XX. La semana anterior ya habíamos hablado de Kafka y de Hemingway. Ese día teníamos que discutir la obra de Nabokov. Nadie había leído Lolita, pero todos se llenaban la boca hablando del tío mañoso y de la mocosa calentona. Nadie podía entender el amor entre Dolores y Humbert Humbert. Quién si no yo para poder comprender los límites de ese amor, quién mejor que yo para poder entender el amor de un hombre mayor por una nínfula. Noches enteras me había imaginado esa forma de amar. Trataba de explicarme cómo es que un hombre mayor podía enamorarse de una niña y cómo una niña podía fijarse en un hombre que podía ser su padre. Hasta que lo entendí. Comprendí que siempre un adulto busca la juventud para beber de su fuente. Sí, pues, eso era todo: un hombre mayor busca en una nínfula ese fruto maduro que se le ofrece fresco y rebosante de juventud y belleza, busca su complemento, su contrapeso, algo que lo ate más a la vida y lo mantenga vital y rejuvenecido. Pero, ¿que empujaría a una adolescente a enredarse con una persona mayor?, ¿no era eso algo espantoso? Tener que soportar el aliento amargo de un viejo, acariciar el rostro envejecido por el paso del tiempo, sentir la barriga que ha crecido por la falta de ejercicio, todo eso era algo despreciable. Pero para mí valía la pena soportar todo ello con tal de sentir unos brazos curtidos por la vida, ser amada por un hombre que ha vivido más que los mocosos que me rodeaban, escuchar atenta lo que podía enseñarme alguien que sabía más que yo. Valía la pena y estaba dispuesta a asumir el riesgo.

Toda la clase estaba concentrada en lo que hablaba el profesor, todos con la boca abierta escuchaban la disertación sobre las nínfulas y el amor prohibido. Todas querían ser Dolores y todos querían estar en el pellejo de Humbert Humbert. Hasta que levanté la mano y me paré de la carpeta. Era la primera vez que intervenía en la clase y también fue la última. Le pregunté al hombre con el cual yo había fantaseado todos los viernes: “Profesor, ¿usted sería capaz de estar con una nínfula?” Todos voltearon hacía mí con una mirada de desconcierto y de censura. Él me miro tranquilo y con una voz grave y contundente me dijo: “Jamás me involucraría con una adolescente, señorita”.

Ahí se acabo toda mi ilusión, hasta allí llegó mi estúpida idea de que ese hombre algún día pudiera tener algo conmigo. Desde ese viernes todo se fue al diablo. Ya no quería ir al colegio, ya no más Robert Smith ni The Cure. Ya no más fantasías ni ilusión. Todo estaba dicho, mi fantasía de niña estúpida se había hecho añicos como una copa de cristal y era imposible volver a juntar los pedacitos. Pero no me di por vencida. A partir de ese momento trate de idear una estrategia para acercarme a ese objeto distante de mi deseo. Me hice amiga de un profesor que siempre hablaba con él en la cafetería del colegio. Así pude averiguar que era soltero, que vivía solo en un distrito alejado de la ciudad, que había estado comprometido durante buen tiempo y que la novia lo abandonó por un europeo, que solo trabajaba en las mañanas y que en las tardes iba al cine y leía, que los fines de semana se reunía con sus amigos en un bar exclusivo para tomar y conversar de literatura, que nunca pudo viajar al viejo continente para realizar su sueño de escritor y que arrastraba una amargura que la vida y los años gratuitamente le habían prodigado. Lo llegué a saber todo. Solo faltaba poner en práctica algún tipo de artimaña para que ese hombre cayera a mis pies. Lo único que se me ocurrió fue ir al bar donde se reunía con sus amigos (como lo había visto en una película, donde la chica va a buscar al chico y lo encuentra y terminan besándose en el baño del lugar). Me decidí ir a ese bar, pero había un pequeño inconveniente: era menor de edad. Claro que era alta y cuando me pintaba parecía de veinte años, pero no podía ir sola. Tenía que ir acompañada. Me hice invitar por un idiota que me estaba merodeando hace meses y ese viernes de fin de semana fui dispuesta a todo.

Me vestí con una blusita pequeña, una minifalda y unas botas negras: parecía una verdadera Lolita. Es más, parecía una puta, y disfrutaba mucho mirándome al espejo, coqueteando cada vez que volteba a mirarme. Me coloqué una chaqueta y salí de casa a buscar a mi invitado. Cuando llegamos al bar todo estaba a media luz, no se podía distinguir muy bien los rostros; sin embargo pude darme cuanta que él todavía no había llegado. Me senté con el muchacho que me acompañaba en una mesa apartada de la barra. Pedimos unos tragos y me dispuse a esperar a Humbert Humbert. Mi acompañante se dio cuenta que miraba mucho hacia la puerta de entrada y me preguntó si esperaba a alguien. Le dije que no, que estaba un poco paranoica porque no quería que nadie me viera en ese lugar. De pronto apareció. Estaba totalmente distinto a como iba vestido al colegio. Llevaba una camiseta negra, un jeans desgastado, un saco negro, el cabello un poco desordenado y sus típicos lentes de intelectual. Parecía más joven y tenía el aspecto más bohemio que de costumbre. Dejé que se sentara en una mesa cercana sin que me viera. Iba acompañado de un hombre más joven que él. Cuando la música empezó a inundar el local fui hasta la cabina del encargado y le pedí temas de The Cure. Ordenamos algo más de tomar y poco a poco me fui sintiendo ligera. Me sentía una Lolita embriagada de felicidad, pero no quería estar ebria, así que pare la mano con el trago. I don’t care if Monday’s blue. / Tuesday’s grey and Wednesday too. La letra de Friday I’m in love penetraba en mi piel y me volvía loca. Thursday, I’dont care about you. / It’s Friday, I’m in love. Me paré de la mesa y jale al muchacho para que bailara conmigo. Saturday, wait, / and Sunday always comes too late, / but Friday never hesitate. Me puse a bailar de tal manera que mi Humbert Humbert pudiera verme. Al menos todos me miraban, todos: nadie como yo para bailar y llamar la atención de los hombres. Un amigo me había dicho que cuando bailaba le provocaba una erección y siempre, siempre, pensaba en eso cuando bailaba. Pero baila y baila, y todos me miraban, menos él. De reojo volteé a mirar la mesa donde estaba y él seguía conversando de lo más lindo con el tipo que había venido. Me dio cólera y bailé de manera frenética. Los hombres empezaban a aplaudirme como si estuviera haciendo un strip-tease. Todos me miraban, todos me deseaban, todos querían que los mirara menos ese imbécil. El muchacho que había venido conmigo no se daba cuenta de lo que pasaba, pero tenía la cara del hombre más idiota que he visto en mi vida. Seguí bailando hasta que se acabó la música y me fui a sentar. Pedí más trago y lo único que quería era emborracharme. Me di cuenta que mis intentos fueron en vano, y me puse a tomar como loca. Poco a poco sentí que el alcohol se me subía a la cabeza y me abandoné a la embriaguez, hasta que terminé ebria y vomitando en el inodoro.

Cuando salí, él estaba parado en la puerta del baño de varones. Fui hacia él y lo besé con furia y deseo. Lo empuje hacia adentro y nos metimos al baño y en pocos minutos ya estábamos haciendo el amor como locos (si es que a eso se le puede llamar amor). Después, él terminó y me dijo: “¿Ya estás contenta?, ¿ya conseguiste lo que querías? Te pido, por favor que nunca vuelvas a acercarte a mí. El chico que está afuera es mi pareja. Si lo he hecho contigo es para que dejes de molestarme”. Salió del baño dando un portazo y me dejó más estúpida que nunca. Lo único que atiné a hacer fue sentarme en el inodoro y llorar. Llorar como nunca antes había llorado. Jamás iba a pensar que el hombre del cual estaba enamorada iba a terminar siendo gay. Todo se vino abajo y mis ilusiones de Lolita desaparecieron como las bocanadas de humo por el viento. Esa noche salí con el muchacho que me había acompañado. Fuimos a un hotel barato e hicimos el amor durante toda la noche. Me entregué a ese muchacho con una mezcla de amor y despecho, y, esa, sí fue mi primera vez. Poco después fuimos enamorados, novios, y, finalmente me case con él por la lealtad que me mostró siempre. Ahora estamos casados y tenemos dos hijos. Él siempre viaja, pero eso me permite a mí continuar con mis sueños de Lolita. Aunque ahora ya no salgo con viejos sino con adolescentes. Soy una Lolita al reves: ya no me alocan los viejos, ni los hombres maduros. Ahora me fascinan los jóvenes, siento una terrible debilidad por los adolescentes y creo que yo no les disgusto a ellos.

De pronto, la chica de la caja registradora me saca de mis pensamientos. “Señora, ¿va a pagar con tarjeta o en efectivo?”. Le entrego la tarjeta y a lo lejos distingo la figura delgada de mi antiguo Humbert Humbert. Él se acerca a un joven y le da una palmada en el hombro. Se hizo tarde. Tengo que apurarme porque debo ir a una cita con uno de mis muchachos. Llevaré a mis hijos donde su abuela para que me los cuide unas horas y esta noche me divertiré contándole a mi nueva conquista sobre este encuentro y que toda la culpa la tuvo Nabokov.