20 May 2012

ADELANTO DE NOVELA "SI MI AMOR FUERA COMETA"





CAPÍTULO I

UN PUEBLO, 1971



Emilio y el Barbas llegaron al pueblo al mediodía. El sol caía verticalmente y producía un bochorno insoportable dentro del auto. Una cerveza helada les hubiera sentado bien. Hicieron un recorrido por las tres únicas calles del lugar y no encontraron a ningún lugareño que les pudiera indicar alguna bodega.

El pueblo era pequeño y tenía la apariencia de ser un lugar apacible que solo se veía perturbado por el cambio de clima, cuando llegaban las lluvias. La primera calle –la más larga– llevaba el nombre de avenida San Pablo y por ella se extendía la Panamericana Norte, donde, de vez en cuando, transitaban los ómnibus y camiones que iban hacia Piura; la segunda era la calle Real, una calle polvorienta poblada por casas de un solo piso; y la tercera era la calle 28 de Julio, donde vivía el alcalde del pueblo y desembocaba en la plaza. Las otras calles eran tan insignificantes que ni siquiera tenían nombre. Salvo la residencia del alcalde, todas las viviendas eran de adobe con techo de calamina.

El auto, un Mustang convertible de color azul, conducido por el Barbas, circulaba lentamente buscando un lugar donde comprar alguna cerveza. En la radio sonaba el último éxito de Los York´s:

                      “Abraza, abrázame baby,
                          abraza, abrázame así.
                          Entre mis brazos nena,
                          tú siempre estarás
                          para poder decirte
                          cuánto te quiero yo”.

Finalmente, llegaron hasta la plaza y se estacionaron en una bodega. El Barbas descendió del vehículo e ingresó al establecimiento. Llevaba un polo negro sin mangas que le permitía lucir un águila tatuada en el brazo derecho, un blue-jeans gastado y unas botas texanas marrones que terminaban en punta de acero.

La tienda era pequeña y mal iluminada. En un viejo armario se mostraban los escasos productos, todos llenos de polvo. La anciana que atendía tras el mostrador se atemorizó un poco cuando vio al voluminoso hombre que cruzó el umbral de la puerta de zinc. Desde un primer momento pudo adivinar que era un forastero. El pelo largo, la barba crecida al descuido y los lentes oscuros que llevaba no eran propios de los lugareños.

-Buenas tardes, señora, ¿me podría vender una cerveza bien fría? –preguntó el Barbas, sacándose los Ray-Ban, con un tono de voz alto para que la vieja señora lo pudiera escuchar.
                                                                                               
La anciana se levantó de la silla, miró al hombre de pies a cabeza y, al fin, alcanzó a decir:

-No vendemos cerveza, jovencito. En este pueblo sólo se toma chicha de jora.

-Ok. ¿Y sabe usted dónde puedo encontrar un lugar donde vendan chicha de jora,  señora?

-Tiene mucho lugares, joven, pero el mejor es el chicherío de Saco-mocho.

-¿Sacomocho?

-Sí, como escuchó. Es un hombre pequeño que siempre anda de saco y corbata.

-Ya entiendo. Y, ¿dónde está el lugar?

-Al final de la avenida San Pablo, casi llegando al cementerio.

-Muy bien, señora, gracias –se despidió el Barbas.

Antes de salir preguntó si vendían Coca-cola. “En este pueblo no va a encontrar nada, jovencito”, respondió la mujer vieja con mucha seguridad. El Barbas llegó hasta el Mustang, lo puso en marcha e inmediatamente se dirigió hasta el chicherío.

El lugar era una casa de adobe de una sola planta, sin ventanas y con una puerta de calamina. A la entrada había un gran patio sin paredes laterales y con techo de esteras, en donde se atendía a los clientes. Se sentaron en una mesa larga con bancas de madera. El Barbas golpeó la mesa con el llavero del auto. Al momento, salió una jovencita vestida de negro, de cabellos largos y rostro mochica.

-Una jarra de chicha –ordenó Emilio.

-Buenas tardes, joven –dijo la muchacha haciendo una venia y cogiéndose las manos-. La chicha no se vende por jarra sino por balde.

-Bueno, tráenos un balde –ordenó el Barbas.

La muchacha ingresó a la casa y minutos después salió con un cubo lleno de chicha de maíz y dos vasijas de calabaza. Colocó el balde en el centro de la mesa y los recipientes a cada lado. “¿Lo acabaremos?”, preguntó Emilio. “De todas maneras”, respondió el Barbas. Vertieron la bebida en las vasijas e hicieron un brindis. 

-¡Salud! –dijo Emilio, acercó la vasija a su nariz y pudo sentir el fuerte aroma de la chicha fermentada-. Y que todo salga bien.

-¡Salud! –brindó el Barbas y chocó su vasija con la de Emilio-. Si todo sale como lo hemos planeado, estaremos regresando a Chiclayo hacia la medianoche.


Las vasijas produjeron un sonido opaco al chocar. Apuraron la bebida y volvieron a brindar. Por un momento, Emilio  se sumergió en sus pensamientos y llegó a preguntarse si valía la pena hacer todo lo que estaba haciendo para conseguir algo que, tal vez, le estaba negado desde siempre; pero ya estaba allí y no podía dar marcha atrás. Se sentía como un pescador en alta mar que ha lanzado el cordel con todos los accesorios indispensables para capturar un buen botín, pero que ignora si va a tener éxito o no en su empeño. Lo que iba a ocurrir a partir de ahora definiría su futuro por el resto de su vida. Tenía ganas de levantarse y regresar a la ciudad, pero el Barbas, como adivinando su pensamiento le dijo: “No te preocupes, todo va a salir bien”.



-Hace poco me acaban de enviar el último disco de Janis Joplin –agregó el Barbas para sacar a Emilio de su aislamiento.


-Así, y ¿cómo haces para conseguirte esos discos?


-Me los envía un primo de San Francisco. Él está metido en todo el movimiento hippie y todo ese rollo. El anteaño pasado, en agosto, estuvo presente en el concierto de Woodstock, fue un vuelo total. Además de los discos, me ha enviado unos ácidos que son muy buenos.

-¿Unos ácidos? –preguntó Emilio sin mucho interés.

-Sí, son unas cápsulas que te las tomas y entras en un estado de psicodelia total: ves todos los colores muy vivos y llegas a una revelación total. Un viaje alucinante. Lo que los budistas logran con muchos años de meditación, lo hacen los hippies en media hora con esas cápsulas.

-En lugar de estar pensando en alucinógenos, deberías preocuparte por lo que está pasando en el mundo. Nixon acaba de ordenar el retiro de las tropas norteamericanas que ingresaron a Camboya en abril pasado, y acá, el chino Velasco, en nombre de la revolución, va a llevar al país al diablo. La reforma agraria que se está implementando no va a funcionar si no se concientiza al campesino. Por ejemplo, en Cuba la cosa está funcionando. Allá se está formando al “hombre nuevo”.

-Mira, no me vengas con tus discursos izquierdosos. En Cuba, el barbón de Fidel aprovecha su política educativa para idiotizar la gente. A eso le llamas hombre nuevo, a una sarta de autómatas con el cerebro programado para luchar por la revolución socialista, y ¿para qué?, para terminar como el Che Guevara: muerto como un perro en un lugar inhóspito de Bolivia. No te has enterado de las miles de personas que huyen de la isla hacia Miami. ¿En qué mundo vives, ah?, ¿en el mundo del materialismo dialéctico e histórico? No me hagas reír. Prefiero meterme un par de ácidos al cerebro y olvidarme de todo esto. Además, de alguna u otra forma tú también te has contagiado de la onda hippie. Mira tu pelo largo, tus patillas, tu camisita floreada, tu blue-jeans roto, tus zapatos macarios. No puedes negar que tienes un look hippie.

-Tienes razón, comparto algunas cosas de los hippies, como por ejemplo, la negativa de ir a Vietnam a matar gente inocente, pero lo que no entiendo es su pasividad. Ese Peace and love  no me convence mucho. Tal vez para ellos el “paz y amor” funcionen, pero para nosotros que estamos jodidos, es muy difícil hablar de paz y amor cuando la gente se muere de hambre.

El Barbas se detuvo a observar el rostro de Emilio: tenía una mirada profunda y despejada, los ojos claros, la frente amplia, las mejillas huesudas, los cabellos largos y desordenados.  Intuyó que estaba a punto de iniciar una discusión a las que lo tenía acostumbrado y decidió acabar  todo con un sonoro “¡Salud!”. A Emilio no le quedó más remedio que levantar el vaso y brindar.

Tal vez el Barbas tenía razón, pensó Emilio. ¿En qué mundo vivía?, ¿en un mundo elaborado de acuerdo con las leyes marxista? Pero, ¿no eran esas leyes las que explicaban mejor el mundo?, ¿no era la lucha de clases la teoría más coherente para explicar la evolución de las sociedades? ¿Acaso no era el imperialismo yanqui lo que impedía que los países latinoamericanos desarrollasen?

-Salud –volvió a decir el Barbas.

-Salud –repitió Emilio, apuró la vasija y se convenció de que en ese momento lo mejor era evitar pensar en política; ya tenía suficiente con el problema que iba a afrontar dentro de unas horas.