El poeta Héctor Ñaupari, via correo electrónico, me hace llegar dos respuestas sobre una controversia suscitada a raíz de un artículo publicado inicialmente en este blog:
SI ERES ARTISTA Y LOS INDIOS NO TE ENTIENDEN
Respuesta a Daniel Salas
Héctor Ñaupari
Sirva la interesante respuesta Héctor Ñaupari y las confusiones del marketing, de Daniel Salas, para ampliar y extender algunos de los argumentos en el debate sobre la situación del escritor en el Perú.
En primer término, en ningún momento sostengo que los escritores deberían ceder su libertad de crear para entregarla a los intereses del mercado. Afirmo, para que no quede duda de mi posición, que los escritores tienen el derecho inalienable a escribir sobre lo que mejor les parezca. Esa libertad debe ser defendida a cualquier costo y contra todo el que se oponga a ella. Nadie –ni una dictadura, ni un gobierno democrático, ni el mercado, ni como ahora los censores travestidos de críticos– tiene ningún derecho de decirle al escritor qué temas tratar o cómo escribir. En realidad no incluí esta afirmación en mi primer artículo sobre el tema porque la consideré demasiado obvia. Quizás haya lectores poco avisados que requieren de una explicación con ese detalle, así que lo escribo para que no haya discusión al respecto.
Por otra parte, Salas cuestiona que la literatura tenga que acomodarse al gusto de la gente. Dar en el gusto en la gente no es una tarea fácil. Sin embargo, Salas está convencido de que así es. Y precisamente por ello, es inmoral y de pésimo gusto hacerlo. Más aún, cree sinceramente que eso ensucia la literatura y la rebaja, pues la lleva a las masas, incultas, mestizas y sucias, que –Salas debería saberlo bien– es el mercado. En realidad, lo que parece decirnos es que un escritor siempre se encuentra por encima de sus lectores y es capaz de tomar por ellos una decisión mejor. En suma, siempre tendrá mejor gusto que ellos, ¿no es así? Por algo ha leído y ha escrito, mientras que otros trabajan en innobles oficios, como el de comerciante minorista, conductor de combi o panadero. Así, si a la gente no le gusta lo que él escribe, no es su responsabilidad, es que las masas incultas no lo entienden. Como en ¿Porqué no se van?, la letra de esa extraordinaria banda Los Prisioneros que da título a esta respuesta.
Lo que he venido combatiendo con este tema es justamente esa arrogancia del escritor, para el cual los lectores no existen y son seres despreciables, casi débiles mentales. Porque su resultado inmediato es la mala calidad de la literatura peruana y su alta tolerancia a la mediocridad. Como sólo nos leemos entre nosotros, nuestra medida de calidad no está sujeta al texto, a la historia que se cuente, a si es capaz de atrapar a cualquiera, sino a los petites Napoléons, esos pequeños dictadores literarios o sumos sacerdotes de esos todavía más pequeños cenáculos de los cuales está constituida toda, sino gran parte, de nuestra escritura. Es evidente que si se logra llegar con esos temas al gran público, ese ínfimo poder sacerdotal se verá mermado. Si todos leen, si todos opinan, si todos tienen algo que decir sobre determinado poema o novela, ¿cómo ejercer influencia? Así las cosas, se trata en realidad de no perder posiciones de poder.
Y es que la literatura es peligrosa, sobre todo la buena literatura. Nadie mejor para saberlo que los propios escritores. Un poema de Paz puede conmover, enardecer o modificar para siempre el comportamiento de cualquier ser humano, por ejemplo. En eso consiste su genialidad. ¿Qué pasaría si lo leyera un conductor de combi? ¿No sería acaso un mejor ser humano, no estaría menos embrutecido? ¿No vería la vida de otro color? De acuerdo con Salas, eso no debe pasar. Ésa es la verdadera posición reaccionaria: la de aquél que considera al lector como un ser inferior, incapaz de opinar sobre un texto, o decirnos qué es lo que le gustaría o no leer. ¿No tiene derecho el lector a opinar y decir qué le parece lo que escribimos? ¿Acaso debe permanecer mudo porque no está a nuestro “elevado” nivel?
Y eso me lleva al segundo tema de Salas. Es verdad que no existen temas feos para quien lee. Pero eso no es lo que sostengo. Una vez más, se puede escribir sobre el travestismo o cualquier tema. Ya que se puede escribir sobre todo, es importante hacerlo también sobre las escabrosas aventuras sexuales de los virreyes amancebados con sus esclavos, o las de los críticos literarios que desprecian al inculto público, cómo no. En cuanto a la violencia, somos un país muy violento, qué duda cabe. Pero para algunos es mejor escribir sobre la violencia política que sobre la doméstica, pese a que la segunda es más vigente y dolorosa. Sus razones tendrán. Pero no querer someter esos temas al juicio multitudinario y tumultuoso de la gente –mientras más, mejor– que reitero, es el mercado de lectores, es muestra de un desprecio que de ninguna manera comparto.
En lo que hasta Salas coincidirá conmigo es que resulta muy exagerado de su parte comparar la literatura de Mario Vargas Llosa con la de Ruiz–Ortega y los matarifes que inundan las sentinas locales. Por lo demás, para todo lector es evidente que nuestro escritor mayor nos ofrece frescos de toda la realidad peruana, de la cual las perversiones sexuales son apenas una ínfima porción. En los matarifes, es todo lo que vemos. Van únicamente de la alcoba al bar. Y un trayecto tan corto se agota muy rápido.
Por último, en su esfuerzo por denostar a “la gente” y sus bajos o malos gustos, Salas también pasa por alto que mucha de la música o literatura de alto nivel ha provenido o tiene como protagonistas a los incultos de los arrabales. Jean Valjean de Los Miserables, por ejemplo. El tango y el jazz, considerados hoy “música culta” han provenido de los prostíbulos porteños y los corralones de Nueva Orleáns, respectivamente. Y no hablemos de la música criolla, que se inició en las palizadas y los callejones de un solo caño, y cuyas letras conmueven a hoy a ricos y pobres, cultos e incultos por igual, más que un poema de Ybarra, por citar un solo caso. Allí está el valse de Miguel Paz, realmente anarquista, Desdén. Va esta parte, como admonición: sigamos buscando que el pueblo lea y juzgue nuestras obras “sin escuchar las espantadas voces/ de los envenenados por la muerte”.
Surco, 14 de Enero de 2007
UN CLEMENTE MENOR
Breve respuesta a Félix Reátegui
Héctor Ñaupari
Algunas aclaraciones para Félix Reátegui. En primer término, Conversación en la Catedral sí tiene un lugar privilegiado en la literatura peruana. De sus artículos se podría suponer muchísimas cosas de usted, pero creo que es poco decoroso y menos aún caballeroso hacer pasar esas suposiciones mías como afirmaciones suyas. Si uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras, esas alusiones a mi persona le pertenecen sólo a usted.
En ese orden de ideas, le indico lo siguiente, para que no cometa de nuevo ese torpe y manido desliz de hacer pasar sus interpretaciones como los dichos de otro. (Eso, por si no lo ha notado, señor Reátegui, sí es una táctica muy rudimentaria. Lo imaginaba más sutil).
Primero, sí creo que la literatura se ordena a partir de la preferencia del público, así como de otros factores, como el tiempo, o la interpretación verdadera e intelectualmente honesta de un crítico serio, por ejemplo. Fue la suma de todos esos factores lo que hizo a Vallejo imperecedero e inmortal. Si su poesía hubiera dependido exclusivamente de la interpretación de Clemente Palma, nadie jamás habría leído al autor de Poemas Humanos y Trilce.
Segundo, ¿temas edulcorados o patrióticos? Es un error muy básico hacer querer pasar a algunas partes como el todo, me parece. Nada más lejos de lo que afirmo. Quizás se podría novelar la triste historia de la izquierda peruana, y decir por fin si apoyaron o no al terrorismo vesánico. O contar también, con lujo de detalles, las verdaderas atrocidades de la dictadura velasquista, sus corrupciones y deportaciones, y de los pérfidos y oportunistas que se auparon a una dictadura militar, se enriquecieron con ella y justificaron al precio de un plato de lentejas expropiaciones y torturas: una nueva Conversación en la Catedral. Pero lo olvidaba: en tanto el éxito o el fracaso literarios dependan de nuestros Clementes menores, esa novela nunca existirá.
Tercero, si he oído del gusto popular. Y muy bien. Respecto de ello, sólo decir lo de nuestro poeta mayor, tomado de su Himno a los voluntarios de la república: “todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él, de frente o transmitidos por incesantes briznas, por el humo rosado de amargas contraseñas sin fortuna”. Quizás no sepa que del pueblo provinieron Césareo Martínez, José María Arguedas, Oswaldo Reynoso o, una vez más, César Vallejo. Del pueblo, que asquea tanto a Reátegui, tomaron su voz fresca y la vertieron en sus creaciones, y el tiempo y el fervor del público lector se encargaron del resto.
Cuarto, defiendo toda libertad con la misma pasión. Incluso la de aquéllos que desprecian el gusto popular y hacen mofa y ridículo de ese gusto en sus opiniones y comentarios. Siguiendo la senda de Voltaire, defenderé hasta la muerte la libertad de Reátegui de dar sus opiniones, aunque me hagan hervir la sangre (y también, supongo, la de MC Francia, intérprete de reggaetón). Aunque, como está visto, él no hará lo mismo por mí, pues alegará que mis opiniones eran en realidad interpretaciones suyas.
Quinto, los liberales no hacemos trampa en nuestras lecturas, como si los marxistas. Le recomiendo a Reátegui, que seguramente combate el racismo y la discriminación, que no pase por alto la opinión que tenía Marx de Simón Bolívar, en carta escrita a Engels el 14 de febrero de 1858: “Considero a Bolívar un cerdo negro, cobarde, vil y miserable….un verdadero Soulonge (el tirano haitiano) un antiguo esclavo negro que a través de una combinación de crueldad y astucia naturales, había tomado el poder en Haití…”, o el comentario del propio Engels sobre Paul Lafarge, médico socialista, yerno de Marx, y bisnieto de haitianos, en carta a Conrad Smith, del 5 de agosto de 1890, de quien decía que “su origen negro lo sitúa un grado más cerca del reino animal que a la especie humana…”, citado por Saul Padover, Karl Marx, an Intimate Biography, McGraw-Hill, 1978, página 502.
Sexto y último, Constant es citado por los liberales peruanos. Lo hace Luis Felipe Villarán en su Constitución peruana comentada (Lima, E. Moreno Editor, 1899), y José María Quimper en su Derecho Político (Gand, 1886). Si no me cree, o si lo quiere interpretar a su manera, le presto los libros citados cuando guste. Pero le ruego, cíteme directamente, no me interprete. La honestidad intelectual es esencial: usted antes que nadie, debería saberlo.