Por: Gabriel Rimachi
pero no le abre las puertas a los desesperados...
La lápida de su tumba ha sido robada dos veces, los jóvenes y los adolescentes lo leen con una devoción cercana al fanatismo, han fundado un grupo con su nombre y el más pequeño de sus lectores tiene doce años, sus libros son hurtados de las bibliotecas públicas, su casa natal recibe constantemente el peregrinaje de admiradores que desean conversar unos minutos con su padre o su hermana, sus libros se imprimen por millares para toda Latinoamérica, y es que Andrés Caicedo (Cali, 1951-1977) antes de morir, fundó un cine club en Cali, filmó dos películas, escribió una treintena de cuentos y tres novelas sobre la juventud de la clase alta caleña, pasó por clínicas psiquiátricas, se obsesionó con Vargas Llosa y rechazó a García Márquez con una energía visceral, viajó a Estados Unidos a venderle sus guiones al cineasta Roger Corman, entrevistó al legendario Sergio Leone, se introdujo en cuerpo y alma en el mundo de las drogas, escribió y dirigió la mítica revista cinematográfica Ojo al Cine y escribió para diarios y revistas de Colombia y Perú. Tenía sólo 25 años.
Andrés Caicedo creció en Cali en medio de las convulsiones sociales que afectaron a Colombia durante el inicio de la segunda mitad del siglo XX, el desarrollo paulatino de la violencia política, el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, el posterior Bogotazo, la violencia callejera, la irrupción de la salsa dura y el establecimiento de una cultura de la noche que hasta entonces sólo era aceptada en las clases bajas. Ya en el colegio mostraba la destreza de su arte, logrando estrenar un par de obras de teatro. Al obtener el bachillerato descubre que el tiempo se le está acabando y entonces explota todas sus aristas artísticas: desde escritor y guionista hasta actor y productor de mediometrajes. Sus amigos más cercanos, entre ellos Carlos Mayol, colaboran con el desarrollo del artista adolescente. Lector compulsivo y crítico despiadado de sus lecturas, escribió una serie de textos que recién vieron la luz treinta años después de su muerte: El cuento de mi vida. Poco antes de cumplir veintiuno, Andrés se distancia de su familia y conoce a dos niños de nueve y once años, Clarisol y Guillermito, con quienes pasa del norte al sur, del rock a la salsa, de la marihuana a las pepas, de lo imaginario a lo real, pero a lo real drogado, y entonces dicta la sentencia: los niños a uno también lo pueden corromper. Es entonces cuando realiza una exploración por una ciudad desconocida, alimentándose del lenguaje para poder escribir, haciendo una mezcla singular entre el horror de la violencia en todas sus expresiones y el vampirismo, como la salsa más salvaje de la Fania All Stars, Richie Ray and Bobby Cruz, y la actitud disconforme del espíritu oscuro de los Rolling Stones, frecuentando gente más lumpen, menos burguesita, reflejando al adolescente rebelde de todas las épocas. Pero las drogas y la rumba son incompatibles con el orden y la disciplina necesarias para escribir. Su fascinación por el mal le producía angustias, su vida creativa estaba fuera de control. ¿La razón? Creía que vivir más de 25 años era una insensatez. Y con ese lema como norte, se desató en su interior una genialidad contenida, un deseo de expresar todo lo que su cuerpo, su mente y su talento podían explotar en el soporte que fuera: el teatro, el cine, la literatura.
El escritor chileno Alberto Fuguet ha reconocido en Caicedo al “eslabón perdido del boom, y el enemigo número uno de Macondo. No sé hasta qué punto se suicidó o acaso fue asesinado por García Márquez y la cultura imperante en esos tiempos. Era mucho menos el rockero que los colombianos quieren, y más un intelectual. Un nerd súper atormentado. Tenía desequilibrios, angustia de vivir. No estaba cómodo en la vida. Tenía problemas con mantenerse de pie. Y tenía que escribir para sobrevivir. Se mató porque vio demasiado”. Y es que Caicedo durante la época de los festivales teatrales de los 70 formó parte de un grupo llamado Los Dialogantes, que contaba con la participación de escritores y críticos como Carmiña Navia, Gustavo Álvarez Gardeazábal, y Eduardo Serrano, entre otros; es aquí donde inicia un periodo compulsivo en su formación como escritor. Sin descuidar esta parte de su vida, trabaja con el Teatro Experimental de Cali como actor. Allí funda el Cineclub de Cali, que inicialmente funcionaría en la sala del TEC para posteriormente ser trasladado al desaparecido Teatro Alameda y luego al Teatro San Fernando, cineclub que poco a poco se convierte en “una actitud generacional” para los jóvenes de Cali, epicentro de una intensa actividad cultural en la ciudad y que junto con Ciudad Solar —especie de posada-espacio cultural— se convierten en centro de operaciones y disipaciones de Andrés y su grupo de amigos. También es desde el cineclub que planea y ejecuta su folleto Ojo al Cine que hacia 1974 se convertiría en la revista especializada sobre cine más importante de Colombia. Entre el cineclub y Ciudad Solar, Caicedo inicia sus proyectos cinéfilos con sus “pocos buenos amigos” entre los que sobresalen Hernando Guerrero, Luis Ospina, Carlos Mayolo y Sandro Romero, con quienes intenta llevar al cine su guión Angelita y Miguelángel, de cuyas grabaciones todavía se conservan algunos fragmentos.
En 1973, Caicedo viajó a Estados Unidos con cuatro guiones de largometrajes escritos por él y que pretendía vender al cineasta de películas clase B, Roger Corman, pero no lo reciben. Ahí empieza la escritura de ¡Que viva la música!, que alcanzara su publicación en 1975 por Colcultura. En 1976 la casa editora Crisis, de Buenos Aires, compró los derechos de impresión de ¡Que viva la música! Caicedo intentaría por primera vez suicidarse ese año tomando 300 pastillas de valium, y como lograran salvarlo, lo vuelve a intentar con Mayeptil (droga que inhibe el acto de pensar), pero fracasa por segunda vez.
La mañana del 4 de marzo de 1977, Andrés despertó con un sinsabor en el alma: una pregunta con respuesta pendiente. El sol abrasador de Cali prometía un día hermoso a pesar de todo, a pesar de haber peleado con Patricia Restrepo, la musa de toda su vida. En el aeropuerto recogió el ejemplar de su primera novela impresa ¡Que viva la música!, y entonces la respuesta apareció. De regreso a su departamento en el edificio Corkidi, en el corazón de la Avenida Sexta, empezó a disfrutar sus páginas como quien baila un bolero. Cuando Patricia llegó, él le había escrito una carta donde decía: No peleemos, Patricita, reconciliémonos. No te vayas no te vayas no te vayas no te vayas no me dejes no me dejes no me dejes no me dejes... Entonces salió y tomó 60 pastillas de secobarbital, suficientes para matar a un elefante. Luego entró, se sentó en el escritorio y le dijo a Patricia: me acabo de tomar 60 pastillas, ojalá no se me reviente el cerebro. ¿Es por mi causa? Preguntó ella con la voz entrecortada. No, no es por tu causa; yo tomé esta decisión hace muchos años, en ese entonces había un motivo... ahora no hay nada qué hacer. Y se quedó muerto, encima del escritorio. Su pregunta había sido respondida: le habías ganado a la muerte, Andrés, tal como escribiste en tu novela: Tú enrúmbate y después derrúmbate. Échale de todo a la olla que producirá la salsa de tu confusión. Ahora me voy, dejando un reguero de tinta sobre este manuscrito. Hay fuego en el 23.