CON EL DIABLO DENTRO
(FRAGMENTO)
1
La mañana de
invierno iba despertando en las viejas calles de Lima. La débil neblina que
circulaba por la ciudad me sorprendió durmiendo en una de las bancas de la
Plaza Francia. Cuando desperté, sentí mi cerebro como una piedra dentro de mi
cabeza. La noche anterior aparecía en mi mente como un vago fantasma. La droga
y el alcohol atiborraban mis sentidos. Inconscientemente me llevé las manos al
bolsillo del pantalón. ¡Puta madre!, todo el dinero que había recibido ayer me
lo había gastado. Sentí frío en mis largos y esqueléticos pies: me habían
robado los zapatos. (Cojudo, eso te pasa por borracho).
Los recuerdos
de la juerga que me había dado se entrecruzaban en mi mente. Desde las seis de
la tarde había estado en uno de los tantos bares de Quilca tomando con unos amigos de la universidad.
-Salud, pues, Salvador –dijo el Perro-. Seguro que estás pensando
en tu hembrita, huevón. Chupa, chupa, no más. Por ellas aunque mal paguen.
-Tú no hables, Perro. Yo
al menos tengo a alguien, en cambio, tú, paras jalándote la tripa –le dije con
animo de ofenderlo.
-No seas picón, y sigue
tomando –dijo el Perro en tono conciliador.
Los vasos de cerveza volvieron a llenarse y los
levantamos para hacer un brindis:
-Salud –dijo el Perro- ,
por la amistad.
-Salud –dijo Alex- , por
la revolución.
-¡Puta madre! Ya empiezas
con tus huevadas –dijo el Perro.
-No son huevadas, son
principios, cojudo. Y en lugar de tener una actitud de indiferencia deberías
luchar por tu país –le reprochó Alex.
-Ya, carajo, nada de
discusiones políticas que hemos venido para celebrar –les dije y brindé con los
dos.
-¡Mozo! –gritó el Perro- ,
dos más.
Un enano de bigotes se acercó y colocó dos cervezas sobre
la mesa.
-Voy al baño –les dije,
antes de que el enano cobrara las cervezas.
Esquivando con cierta dificultad las mesas, llegué hasta
el baño. En la pared, un almanaque mostraba una mujer desnuda. Mi mirada se
detuvo en su apetitosa entrepierna y me imaginé explorando su vagina. Por
instinto, me llevé las manos a la bragueta del pantalón y liberé el bulto que
se había formado entre mis piernas. Intenté masturbarme para arrojar todo el
semen que había acumulado desde que dejé de ver a Rebeca, pero no tenía ganas.
Lo mejor hubiera sido conseguir a alguna mujer que apagara mis deseos. Salí del
baño sin orinar. Había sido una falsa alarma.
-Vieron a la flaca del
almanaque del baño –les dije apenas me senté.
-Es un hembrón -dijo el Perro.
-Es muy simpática –agregó
Alex y echó hacia atrás los cabellos que se le venían a la cara.
-Muchachos, vamos a buscar
putas –propuso el Perro con una mirada lujuriosa.
-No jodas, Perrito, y
sigue tomando. Para mí que tú hace tiempo que no la ves, pajero de mierda. Te
van a salir callos en las manos –le dije y nos cagamos de risa.
Ahora, que
había amanecido, me reía de mí mismo y notaba cómo los numerosos vagabundos que
dormían en la plaza no se habían dado cuenta de mi presencia. A la izquierda,
junto al monumento a la Libertad, encontré a un viejo borracho que la noche
anterior se había parado en una de las mesas del bar y había gritado a todos
que era la reencarnación de Humareda. ¡Pobre infeliz! A la luz de la mañana, lo
grotesco de su rostro y la suciedad de su vestimenta me hizo recordar esa
hermosa fealdad que el solitario pintor
había plasmado en sus lienzos. Mas allá del viejo, sobre el césped, un
grupo de pirañitas se abrigaban entre sí, formando un carga montón de ropas
sucias y harapientas. Una inmensa tristeza invadió mi corazón. Tenía ganas de
gritar. Yo también era un pobre diablo como los vagabundos que me acompañaban,
que nadie me esperaba en las cuatro paredes que tenía como habitación. Nadie.
Pero, ¿serviría de algo gritar? “Será mejor que te levantes y te vayas a casa”,
me dije.
A duras penas, me incorporé y crucé la calle
descalzo. El frío del asfalto me traspasó los pies y se me subió hasta el
cerebro. Tenía que llegar hasta el cruce de Alfonso Ugarte y Uruguay para tomar
el micro y pedirle, por favor, al chofer que me jalara hasta la pensión.
Mientras caminaba fui observando los primeros despertares de Lima. Era
asombroso ver cómo sobre las ruinas de una ciudad colonial y aristocrática se había levantado una Lima chicha y
folclórica. Debajo de los viejos balcones republicanos, los vendedores
ambulantes estacionaban sus coloridas carretas con las chucherías que ofrecían
para ganarse la vida; al pie de barrocas
iglesias coloniales, se instalaban toldos inmensos que servían de comedores
ambulantes para aquellos que no podían regresar a casa. Todo formaba parte de un
grotesco collage que combinaba el extinguido gusto aristocrático con el
naciente provincianismo limeño. Así era Lima, la horrible. Bella y grotesca, a
la vez. Brutalmente poética: un monstruo de un millón de cabezas con una
gigantesca mandíbula que a todos tritura. Una laberinto de cemento donde todos
tienen su precio y la vida vale poco menos que nada.
Al llegar a Alfonso
Ugarte, un vagabundo se me acercó y me mostró una red de cicatrices en la
barriga. “Acabo de salir del penal, flaquito: un sencillo”. Le sonreí irónico y
le señalé mis pies desnudos. El vagabundo me dio una palmada en el hombro y
siguió su camino.
Esperar el maldito micro y
pedirle al chofer que me lleve gratis no era nada agradable. Durante media hora
permanecí sentado sobre el filo de la vereda observando a un loco que se
buscaba piojos desesperadamente. Llevaba la mano a la cabeza y después de una
intensa lucha con sus pegoteados
cabellos lograba capturar una víctima. Inmediatamente, se la metía en la boca y
la masticaba sin ningún apuro.
¿Qué
sabor tendrían los piojos? Parte de mi infancia se me vino a la memoria. En el
colegio, a los niños contagiados con estos bichos les rapaban la cabeza
dejándoles los cabellos como una bola de
clavos y eran excluidos del grupo como si fueran leprosos. En las tardes, mi
madre, me sentaba en sus faldas y me despiojaba. Mientras miraba el suelo,
podía escuchar el sonido que producían los piojos al ser reventados entre las uñas. El loco seguía buscándose los
piojos y cada vez que encontraba alguno, una leve sonrisa se le
dibujaba en el rostro.
A
lo lejos, pude divisar el ómnibus amarillo con franjas negras que me llevaría a
casa. “Tío, una jaladita hasta la Universitaria, me acaban de robar todo lo que
tenía”. “Sube no más”, me contestó
fríamente el viejo chofer envuelto en una bufanda blanca. Me senté en uno de
los últimos asientos. A esa hora, sólo viajaban obreros. Era fácil
reconocerlos: a las ocho de la mañana, ya tenían que estar en las fabricas y
descargar todas las energías acumuladas durante la noche, para luego volver a
descansar y al día siguiente comenzar nuevamente la misma jornada y así durante
toda su vida, condenados a trabajar sin descanso. Sí, era muy fácil reconocer a los obreros:
dormían todo el trayecto y justo se despertaban faltando una cuadra para el
paradero final. A través de la ventana, vi cómo los padres acompañan a sus
pequeños hijos a tomar el bus rumbo al colegio y pensé que no sería mala idea
el casarse y tener hijos; sin embargo, no podía engañarme, yo no había nacido
para eso.
Lentamente,
me incorporé del asiento y avancé hacia la puerta trasera. Mis pies desnudos
sintieron el kerosene del piso del ómnibus. Bajé a la volada porque el chofer
no tenía intenciones de parar. En dos minutos llegué a casa, justo cuando la
señora de la pensión servía el desayuno. Me hizo bien el café caliente que fui
tomando a sorbos, el pan lo dejé para después.
Cada
vez que me iba de juerga lo peor venía después. La cabeza me palpitaba
fuertemente. Mis pensamientos se entrecruzaban con otros que no eran los míos.
Cuando me tranquilizaba, podía escuchar cómo latía mi mente. Parecía que
alguien habitara dentro de ella y estuviera destruyéndolo todo.
Poco después, sentía unas voces interiores invitándome a la
autodestrucción. Sentía la total ausencia de mi ser. Ya nada me conmovía y me
pasaba todo el tiempo en un estado de inercia absoluto.
La
medianoche había llegado y seguía tirado en la cama, no podía dormir y
observaba el vacío como queriendo romperlo. El ruido de algún auto que
circulaba veloz me sacaba de mis meditaciones. Afuera estaba todo lo que odiaba
y a quienes odiaba. Mejor hubiera sido quedarme encerrado de por vida en esas
cuatro paredes, pero necesitaba de lo
que más odiaba para poder vivir.
Necesitaba de todo lo que aborrecía para poder redimirme y sentirme un ángel,
un ser divino y etéreo. Cómo me hubiera gustado que Rebeca estuviese a mi lado,
acariciando mis cabellos y besándome con la inocencia propia de sus diecisiete
años.
¡Ah! Rebeca, Rebeca, nombre de puta,
¿dónde estarás? ¿Por qué mierda te fuiste, si sabías que te amaba? ¿Por qué,
Rebeca? ¿Por qué? Deberías estar aquí, ofreciéndome tu cuerpo desnudo, suave
como la piel de un durazno. ¡Rebeca!, ¡Rebeca! ¿Por qué? Eso de ir a visitar a
tus padres fue tan sólo un cuento.
Aún recuerdo perfectamente aquel sábado
de agosto cuando nos conocimos por primera vez. Ya todos los de la pensión se
habían ido a descansar y sólo quedábamos tú y yo.
-¿No tienes sueño? –le
pregunté.
-No
–me contestó, recogiéndose el cabello.
-Compramos un trago.
-Esta bien, pero deja que
me abrigue. Soy muy friolenta.
Salimos
hacia la avenida Venezuela para buscar una licorería. Nada. Todo estaba
cerrado. Caminábamos mirando nuestros pasos. El frío del invierno limeño nos
llegaba hasta los huesos. Cuando ya todo estaba perdido nos acordamos de la
licorería del parque.
-Vamos al Adrián, él
cierra un poco tarde –le dije mientras encendía un cigarrillo.
-Está bien.
-¿Hace cuánto que estás en
esta pensión?.
-Hace dos años, desde que
mis viejos viajaron a España.
-¿No los extrañas?.
-No, ya me acostumbre a
estar sola.
A
lo lejos, pudimos divisar la licorería. Estaba abierta. Una sonrisa luciferina
apareció en mi rostro. Entramos al pequeño local.
-Hola
Adrián, un ron Pomalca y una Coca-Cola
–le pedí al que atendía.
-Aquí
tienes jugador –me dijo Adrián y me entregó las botellas.
-Compra
cigarros, por favor –pidió Rebeca.
-Dame
una cajetilla de Marlboro.
Se
metió al deposito y al rato salió con el paquete. “Son cuatro soles”, me dijo
después de entregarme la cajetilla. “Gracias”. “Suerte, jugador”.
Poco
después estábamos en el cuarto de Rebeca preparando un ron con Coca-Cola y en
la radio se escuchaba una vieja canción del 60':
All
you need is love.
All you need is love.
All you need is love,
love, love,
love.
Love is all you need.
Llenamos
los vasos y apresuramos el contenido de un solo trago. Mientras las voces de
Lennon y McCartney se escuchaban, el ron iba surtiendo efecto. Al terminar la
canción, la atraje hacia mí y nuestras lenguas se unieron en un beso que
pareció eterno: aquella noche fue la más hermosa de nuestras putas existencias.
Rebeca:
era hermoso acariciar tu cuerpo de Afrodita desflorada, tus cabellos de
culebras pelirrojas, tus pechos redondos y perfectos, y tus labios de niña
traviesa, ingresar a tu sexo ardiente, quemarme en tu fuego interno y arrojar a
chorros la mierda que iba acumulando día a día, porque, eso era para nosotros
hacer el amor: arrojar toda la inmundicia que el mundo inoculaba en nuestro
cuerpo, para luego purificarnos con un beso adánico que nos devolviera a ese
estado de inocencia con el que nacemos. Sí, eso era para nosotros el amor, una
labor de purificación y limpieza. Es por ello que nos encerrábamos días enteros
sin salir de la habitación, porque era divinamente bello amanecer entre tus
piernas calientes y ver tu mirada de niña que ha perdido su inocencia.
Debajo
de la cama, nunca faltaba una botella de ron para seguir embriagándonos y así
continuar con nuestra tarea de purificación y redención, creyendo que la vida
era tomar, cachar y dormir; tomar, cachar y dormir hasta quedar extasiados y sin sentido como en una especie
de trance místico que no hubiéramos podido describir.
Así
eran nuestros días, Rebeca: sin trabajo, sin presiones, sin hijos, sin nada que
nos ate a este mundo, totalmente libres, viviendo un sueño que no podía durar
mucho, y que no duró por mucho tiempo, porque tú te fuiste, Rebeca de mierda,
dejándome más solo que un perro callejero que ya nadie quiere. Duerme,
Salvador, duérmete, que no ganas nada
con los recuerdos.