SAPOS, LORNAS Y OTRAS ESPECIES (GUSTAVO RODRÍGEZ)
"Por la ventanita"
A los trece años hubiera comido basura con tal de tener un
par de zapatillas Puma. A veces me soñaba sentado en la cama de mi habitación
sacando de su caja alemana unas de cuero blanco con la banda azul curvada que,
según mis reflexiones adolescentes, estilizaba la cola de un felino rampante. Luego
ponía una de las zapatillas a la altura de mis narices y, con la emoción de
quien alza a su primogénito por primera vez, aspiraba largamente aquel cuero
que había cruzado el Atlántico para terminar, quién sabe por qué
circunstancias, pisando polvo en una mediana ciudad del norte peruano. En mis
sueños también me veía sentado con angustia en la misa a la que nos obligaban a
asistir los curas del colegio, preguntándome si valía la pena ganarme un pecado
mortal con tal de lucirlas en público. El cura Espósito habría caído fulminado
por la furia si se hubiera enterado de que, para los adolescentes de Trujillo,
el pasillo de su iglesia que conducía a sus feligreses al altar era la pasarela
de un desfile de modas donde podíamos despertar envidias y hacer demostraciones
de poder. De haber llegado a tener un par de Pumas es muy posible que me
hubiera animado a comulgar sin haberme confesado. Se me habría hecho
irresistible la idea de avanzar lentamente por aquella alfombra roja camino al
cuerpo y la sangre de Cristo, sabiendo que, con toda seguridad, mis compañeros
estarían examinándome del cuello a los pies, si usas polo Lacoste y jeans
Jordache te voy a respetar un poco más que si usas camisa sin marca y jean
nacional, hasta que mis Puma hacen su aparición imponente rumbo a la hostia,
despertando envidias porque son la marca más difícil de conseguir en
seiscientos kilómetros a la redonda.
Estoy seguro de que si mi fantasía se hubiera hecho
realidad, Mirko hubiera sido el más envidioso de todos mis compañeros. Tengo la
impresión de que nada le complacía más que mostrarse, cada vez que podía, con
alguna nueva prenda de categoría.
Pero yo no puedo arrojar la primera piedra.
Recuerdo con nostalgia indulgente la noche que fui a buscar
a Mirko para ir a la misa del domingo. Salió al portal con un cortavientos
blanco que ya le había visto y un pantalón celeste de corduroy que su mamá le
había traído de Miami un par de meses atrás. Pero fue lo que llevaba bajo la
basta de los pantalones lo que encendió mi codicia. Eran unas naves blancas. Un
portento de ingeniería. Unos templos gemelos que dejaban a mis zapatos como
burda artesanía para proteger los pies. Eran unas Puma tan hermosas que hasta
ahora no las he podido olvidar. Su padre se las acababa de traer de Europa porque
había llegado a culminar el año escolar con sólo dos notas reprobatorias. Eran
totalmente blancas y absolutamente de cuero. La banda lateral que distinguía a
la marca no tenía un color adicional, como era costumbre. Estaba delineada por
agujeritos perfectos que, en su conjunto, la dibujaban sobre el cuero cual
línea de Nazca. Pero la gran innovación de aquellas maravillas del diseño
alemán descansaba en el lugar donde debían estar los pasadores. Durante trece
años me había acostumbrado al concepto de que, para ponerse zapatillas, hay que
aprender primero a amarrar un lazo. Pero las zapatillas que Mirko bajó por la
escalera de su casa desbarataron en un segundo las teorías de mi universo
conocido. Sólo años después tuve la misma sensación en mi primer trabajo, al
descubrir que ya no era preciso utilizar un mensajero para enviar papeles a
distancia. El fax se había inventado. Y, en el caso de las Puma de Mirko, las
bandas de pega-pega habían nacido.
Mirko sabía muy bien el efecto que aquellas zapatillas podía
lograr sobre todos nosotros. Y, por ello, debía cuidarlas como el tesoro que
eran. Al darse cuenta de que cada paso que daba arrugaba irremediablemente el
cuero del empeine, sacó partido de la enorme confianza que me tenía y, sin
avergonzarse, empezó a caminar sin doblar los pies, apoyando totalmente las
plantas como quien pisa globos en una fiesta infantil.
Por mi mente no cruzó la más leve intención de reírme de
él.
Yo habría hecho lo mismo.
Pero el reinado absoluto de las zapatillas de Mirko declinó
inevitablemente cuando, al año siguiente, los noticieros mostraron a John
McEnroe mandando a la mierda al juez del partido mientras alzaba insolente su
raqueta Head de aluminio. ¿Qué marca eran aquellas zapatillas que aquel rebelde
usaba? ¿Qué simbolizaba aquel listón azul a los costados?
En esos momentos, en el estado norteamericano de Oregon,
algunos ejecutivos caucásicos no tenían ni la más remota idea de cómo se
pronunciaba Trujillo, ni sabían si valía la pena gastar un alfilercito en
aquella nueva conquista en el mapa mundial de su marca bautizada en honor a una
diosa griega.
Cabeto fue el primero que estrenó aquellas zapatillas en la
misa del domingo. Eran igualitas a las de McEnroe pero, a diferencia de las
Puma de Mirko, usaban cordones para amarrarse. Poco importaba. Eran Nike.
Mientras yo ahorraba mis propinas para mandarme traer unas
de Lima, Mirko se había visto obligado a usar métodos más drásticos. En esa
época su padre le había negado dinero por culpa de sus notas cada vez peores, y
aquel castigo lo llevó a tener que usar la ventanita con mayor frecuencia.
El padre de Mirko era el dueño de la farmacia más grande de
la ciudad. Su puerta metálica enrollable lucía a todo lo ancho, orgullosa, el
apellido de su familia. De la pared de la fachada asomaba hacia la calle un
gran letrero luminoso bajo el cual, una noche a la semana, se encendía un
letrerito rojo que decía “Turno”. En aquellos días era obligatorio que toda
farmacia atendiera un día de la semana durante toda la noche. Pero las ansias
de calzar un par de Nikes hizo que Mirko encendiera el letrerito rojo una vez
adicional, una hora antes de la retreta dominguera.
Una noche me convenció de acompañarlo en su operación
clandestina. Entramos agachados por la puertita hija de la gran puerta enrollable,
abrimos la ventanita metálica, y encendimos el letrero de “Turno”.
Mientras yo sintonizaba música en una radio cercana a la
caja, Mirko había ido a la trastienda a buscar el vademécum que le servía de
guía en los casos en que le era difícil encontrar una medicina en los estantes.
Era extraño estar en un lugar así y en esas circunstancias.
La unión de la penumbra y el olor a medicina me puso nervioso, y busqué algo
con qué entretenerme. Lo primero que se me ocurrió fue tratar de ubicar la
sección de condones, y no tardé en hallarlos. Le comenté a Mirko lo sorprendido
que estaba por la variedad de modelos y texturas con que los fabricaban, pero
no pareció interesarle. Pensé que como había crecido entre ellos, para él eran
algo tan usual como pueden parecerle un par de tuercas a un ferretero. Pero la
razón de su silencio era otro. Estaba contrariado porque ya habían transcurrido
treinta minutos desde que habíamos encendido el letrero y ningún cliente en
emergencia había aparecido. Solamente quedaban treinta minutos más para no
llegar tarde a la retreta. Sólo cuando inflé un extralarge con espuelas, y
empecé a dominarlo con los pies, su cara sonrió algo. Ya vendrá alguien, lo
animé. Fue cuando estábamos haciendo un pin-pon de cabecitas con aquel globo
improvisado que unos golpes desesperados en la puerta llamaron nuestra
atención. Mirko sonrió con nerviosismo y caminó rápidamente hacia la ventanita.
La voz del cliente me pareció conocida por lo altisonante y creo que Mirko
conocía a su dueño, porque lo saludó con una familiaridad que no se le entrega
a cualquier comprador en apuros. Del diálogo que sostuvieron yo sólo alcancé a
escuchar una palabra extraña que terminaba en “on”. Me di cuenta de que algo
raro estaba pasando cuando vi a Mirko buscar contento la medicina solicitada en
el vademécum, para después cambiar de actitud y quedarse largo rato leyendo el
texto relacionado al medicamento. ¿Qué pasa?, le pregunté. ¿No sale ahí la
medicina?
Se quedó pensativo, sin responderme, hasta que unos
manotazos en la puerta metálica lo hicieron decidirse.
¿Ya, carajo? ¡¿Por qué te demoras?!
Aproveché que Mirko había ido a ubicar la medicina al
estante, y leí la página abierta del vademécum. Ante mí apareció la palabra
Cloroferón, Laboratorios Pfiden. Tenía un sello rojo muy claro que decía
“Obligatoria prescripción médica”, y una anotación con la letra del padre de
Mirko que decía “¡Ojo!”. Pensé que, obviamente, ese medicamento contenía algún
compuesto prohibido para la venta libre. Mirko me había contado que, en una
ocasión, su padre despidió a un empleado de la farmacia por haberle vendido Diazepan
a una chica desesperada durante una noche de turno. Si la chica hubiera tenido
un problema a causa de sobredosis, el responsable de la farmacia infractora
habría acabado en la cárcel, cosa poco probable en Trujillo, y mucho menos
tratándose de un profesional tan conocido como el padre de Mirko. Ahora me
explicaba la contrariedad en el rostro de Mirko al darse cuenta de la turbia
historia del Cloroferón. Sin embargo, en el vademécum encontré un dato que
llamó mi atención mucho más que la advertencia junto al nombre de la droga.
El precio de cada frasco era altísimo. No recuerdo la cifra
pero, en ese momento, calculé que con ese dinero podía haber llegado a tener
cuatro cartuchos de Atari o la mitad de lo que costaban un par de zapatillas
decentes.
Cuando Mirko regresó con la medicina lo atajé. ¿Vas a
venderle esa huevada? Él me miró sonriendo nerviosamente. ¿Sabes quién es?,
preguntó señalando la ventanita. Mi silencio le dio el ánimo para contestarme
envalentonado.
Es el loco Iturriaga, me dijo. ¿Quieres que me abolle la
puerta a patadas? ¿Quieres que me saque la mierda mañana en el colegio?
Pensé en preguntarle si aquel miedo a la reacción de
Iturriaga era la verdadera razón de la venta. Pero me quedé callado.
Aquella fue la única transacción de esa noche, y cuando
salimos rumbo a la retreta, a Mirko le había regresado el buen humor. En la
Plaza de Armas ya había gente dando vueltas y autos estacionados con los
parlantes retumbando. Pronto nos encontramos con Cabeto y María Eugenia, su
primera novia, y comenzamos a pasear alrededor de la plaza tomando nuestro
lugar en aquel tonto carrusel que son las retretas de provincia. Cuando
estábamos frente a la catedral unos gritos desesperados llamaron nuestra
atención y pudimos ver que un remolino de gente se estaba formando junto a un
auto estacionado. Una chica gritaba lisuras irreproducibles y alguien a su lado
pedía una ambulancia. Cuando llegamos al centro del remolino y pudimos ver lo
que ocurría, Mirko y yo nos retiramos con los corazones en nuestras bocas. En
el suelo una chica se agarraba la cara ensangrentada y, más allá, el loco
Iturriaga exclamaba palabras entrecortadas agitando una botella rota de
cerveza.
Mirko no se atrevió a mirarme mientras nos alejábamos y
empezó a caminar más rápido, como perseguido por su culpa.
No pude dormir muy bien aquella noche, y me imagino que
Mirko tampoco. La imagen del loco blandiendo la botella me persiguió implacable
hasta cerca del amanecer. Su apodo era el correcto. Había que estar loco para
usar unas zapatillas marca Sinfín teniendo la plata que tenía.