CAPÍTULO I
UN
PUEBLO, 1971
Emilio
y el Barbas llegaron al pueblo al mediodía. El sol caía verticalmente y
producía un bochorno insoportable dentro del auto. Una cerveza helada les
hubiera sentado bien. Hicieron un recorrido por las tres únicas calles del
lugar y no encontraron a ningún lugareño que les pudiera indicar alguna bodega.
El
pueblo era pequeño y tenía la apariencia de ser un lugar apacible que solo se
veía perturbado por el cambio de clima, cuando llegaban las lluvias. La primera
calle –la más larga– llevaba el nombre de avenida San Pablo y por ella se
extendía la Panamericana Norte, donde, de vez en cuando, transitaban los
ómnibus y camiones que iban hacia Piura; la segunda era la calle Real, una
calle polvorienta poblada por casas de un solo piso; y la tercera era la calle
28 de Julio, donde vivía el alcalde del pueblo y desembocaba en la plaza. Las
otras calles eran tan insignificantes que ni siquiera tenían nombre. Salvo la
residencia del alcalde, todas las viviendas eran de adobe con techo de
calamina.
El
auto, un Mustang convertible de color azul, conducido por el Barbas, circulaba
lentamente buscando un lugar donde comprar alguna cerveza. En la radio sonaba
el último éxito de Los York´s:
“Abraza, abrázame
baby,
abraza, abrázame así.
Entre mis brazos nena,
tú siempre estarás
para poder decirte
cuánto te quiero yo”.
Finalmente,
llegaron hasta la plaza y se estacionaron en una bodega. El Barbas descendió
del vehículo e ingresó al establecimiento. Llevaba un polo negro sin mangas que
le permitía lucir un águila tatuada en el brazo derecho, un blue-jeans gastado
y unas botas texanas marrones que terminaban en punta de acero.
La
tienda era pequeña y mal iluminada. En un viejo armario se mostraban los
escasos productos, todos llenos de polvo. La anciana que atendía tras el
mostrador se atemorizó un poco cuando vio al voluminoso hombre que cruzó el
umbral de la puerta de zinc. Desde un primer momento pudo adivinar que era un
forastero. El pelo largo, la barba crecida al descuido y los lentes oscuros que
llevaba no eran propios de los lugareños.
-Buenas
tardes, señora, ¿me podría vender una cerveza bien fría? –preguntó el Barbas,
sacándose los Ray-Ban, con un tono de voz alto para que la vieja señora lo
pudiera escuchar.
La
anciana se levantó de la silla, miró al hombre de pies a cabeza y, al fin,
alcanzó a decir:
-No
vendemos cerveza, jovencito. En este pueblo sólo se toma chicha de jora.
-Ok.
¿Y sabe usted dónde puedo encontrar un lugar donde vendan chicha de jora, señora?
-Tiene
mucho lugares, joven, pero el mejor es el chicherío de Saco-mocho.
-¿Sacomocho?
-Sí,
como escuchó. Es un hombre pequeño que siempre anda de saco y corbata.
-Ya
entiendo. Y, ¿dónde está el lugar?
-Al
final de la avenida San Pablo, casi llegando al cementerio.
-Muy
bien, señora, gracias –se despidió el Barbas.
Antes
de salir preguntó si vendían Coca-cola. “En este pueblo no va a encontrar nada,
jovencito”, respondió la mujer vieja con mucha seguridad. El Barbas llegó hasta
el Mustang, lo puso en marcha e inmediatamente se dirigió hasta el chicherío.
El lugar
era una casa de adobe de una sola planta, sin ventanas y con una puerta de
calamina. A la entrada había un gran patio sin paredes laterales y con techo de
esteras, en donde se atendía a los clientes. Se sentaron en una mesa larga con
bancas de madera. El Barbas golpeó la mesa con el llavero del auto. Al momento,
salió una jovencita vestida de negro, de cabellos largos y rostro mochica.
-Una jarra de chicha
–ordenó Emilio.
-Buenas tardes, joven
–dijo la muchacha haciendo una venia y cogiéndose las manos-. La chicha no se
vende por jarra sino por balde.
-Bueno, tráenos un
balde –ordenó el Barbas.
La
muchacha ingresó a la casa y minutos después salió con un cubo lleno de chicha de
maíz y dos vasijas de calabaza. Colocó el balde en el centro de la mesa y los recipientes
a cada lado. “¿Lo acabaremos?”, preguntó Emilio. “De todas maneras”, respondió
el Barbas. Vertieron la bebida en las vasijas e hicieron un brindis.
-¡Salud! –dijo Emilio,
acercó la vasija a su nariz y pudo sentir el fuerte aroma de la chicha
fermentada-. Y que todo salga bien.
-¡Salud! –brindó el
Barbas y chocó su vasija con la de Emilio-. Si todo sale como lo hemos
planeado, estaremos regresando a Chiclayo hacia la medianoche.
Las vasijas produjeron un sonido opaco al chocar. Apuraron
la bebida y volvieron a brindar. Por un momento, Emilio se sumergió en sus pensamientos y llegó a
preguntarse si valía la pena hacer todo lo que estaba haciendo para conseguir
algo que, tal vez, le estaba negado desde siempre; pero ya estaba allí y no
podía dar marcha atrás. Se sentía como un pescador en alta mar que ha lanzado
el cordel con todos los accesorios indispensables para capturar un buen botín,
pero que ignora si va a tener éxito o no en su empeño. Lo que iba a ocurrir a
partir de ahora definiría su futuro por el resto de su vida. Tenía ganas de
levantarse y regresar a la ciudad, pero el Barbas, como adivinando su
pensamiento le dijo: “No te preocupes, todo va a salir bien”.
-Hace poco me acaban de enviar el último
disco de Janis Joplin –agregó el Barbas para sacar a Emilio de su aislamiento.
-Así, y ¿cómo haces para conseguirte esos discos?
-Así, y ¿cómo haces para conseguirte esos discos?
-Me los envía un primo de San Francisco.
Él está metido en todo el movimiento hippie y todo ese rollo. El anteaño
pasado, en agosto, estuvo presente en el concierto de Woodstock, fue un vuelo
total. Además de los discos, me ha enviado unos ácidos que son muy buenos.
-¿Unos ácidos? –preguntó Emilio sin
mucho interés.
-Sí, son unas cápsulas que te las tomas
y entras en un estado de psicodelia total: ves todos los colores muy vivos y
llegas a una revelación total. Un viaje alucinante. Lo que los budistas logran
con muchos años de meditación, lo hacen los hippies en media hora con esas
cápsulas.
-En lugar de estar pensando en
alucinógenos, deberías preocuparte por lo que está pasando en el mundo. Nixon
acaba de ordenar el retiro de las tropas norteamericanas que ingresaron a
Camboya en abril pasado, y acá, el chino Velasco, en nombre de la revolución,
va a llevar al país al diablo. La reforma agraria que se está implementando no
va a funcionar si no se concientiza al campesino. Por ejemplo, en Cuba la cosa
está funcionando. Allá se está formando al “hombre nuevo”.
-Mira, no me vengas con tus discursos izquierdosos.
En Cuba, el barbón de Fidel aprovecha su política educativa para idiotizar la
gente. A eso le llamas hombre nuevo, a una sarta de autómatas con el
cerebro programado para luchar por la revolución socialista, y ¿para qué?, para
terminar como el Che Guevara: muerto como un perro en un lugar inhóspito de
Bolivia. No te has enterado de las miles de personas que huyen de la isla hacia
Miami. ¿En qué mundo vives, ah?, ¿en el mundo del materialismo dialéctico e
histórico? No me hagas reír. Prefiero meterme un par de ácidos al cerebro y
olvidarme de todo esto. Además, de alguna u otra forma tú también te has
contagiado de la onda hippie. Mira tu pelo largo, tus patillas, tu camisita
floreada, tu blue-jeans roto, tus zapatos macarios. No puedes negar que tienes
un look hippie.
-Tienes razón, comparto algunas cosas de
los hippies, como por ejemplo, la negativa de ir a Vietnam a matar gente
inocente, pero lo que no entiendo es su pasividad. Ese Peace and love
no me convence mucho. Tal vez para
ellos el “paz y amor” funcionen, pero para nosotros que estamos jodidos,
es muy difícil hablar de paz y amor cuando la gente se muere de hambre.
El Barbas se detuvo a observar el rostro de Emilio: tenía
una mirada profunda y despejada, los ojos claros, la frente amplia, las
mejillas huesudas, los cabellos largos y desordenados. Intuyó que estaba a punto de iniciar una
discusión a las que lo tenía acostumbrado y decidió acabar todo con un sonoro “¡Salud!”. A Emilio no le
quedó más remedio que levantar el vaso y brindar.
Tal vez el Barbas tenía razón, pensó Emilio. ¿En qué mundo
vivía?, ¿en un mundo elaborado de acuerdo con las leyes marxista? Pero, ¿no
eran esas leyes las que explicaban mejor el mundo?, ¿no era la lucha de clases
la teoría más coherente para explicar la evolución de las sociedades? ¿Acaso no
era el imperialismo yanqui lo que impedía que los países latinoamericanos
desarrollasen?
-Salud –volvió a decir el Barbas.
-Salud –repitió Emilio, apuró la vasija
y se convenció de que en ese momento lo mejor era evitar pensar en política; ya
tenía suficiente con el problema que iba a afrontar dentro de unas horas.