HENRY MILLER, EL OBSCENO PROVOCADOR DE AMÉRICA
By: Max Palacios
Al evocar el nombre de Henry Miller en nuestra memoria literaria surgen, ligados a su nombre, términos como obscenidad, erotismo, desenfreno y escándalo. Sin embargo, estos posibles encasillamientos poco mérito hacen a la obra de este gran escritor norteamericano y no permiten apreciar el mundo de vitalidad, energía y desenfreno que el autor de los “Trópicos” abre ante los ojos del lector.
Henry Miller había nacido en la capital del mundo, Nueva York, un 26 de diciembre de 1891. Desde muy joven, conoció las calles y la inclemente vida urbana y, además, ejerció innumerables e inverosímiles trabajos. Durante un breve periodo de tiempo, asistió al City College de su ciudad natal, antes de marcharse a París, en 1930, huyendo de la Gran Depresión, que trajo abajo el sueño americano. En la Ciudad Luz, en la que residió durante diez años, llevó una vida bohemia, entregada al exceso y al desenfreno, la cual recreó en tres novelas eróticas de carácter autobiográfico, Trópico de Cáncer (1934), Primavera negra (1936) y Trópico de Capricornio (1939). Por aquellos años, data su extraño y retorcido romance con Anaïs Nin -quien prologó la primera edición de Trópico de cáncer-, y que fue llevado a la pantalla grande en la recordada película Henry y June, dirigida en 1990 por Philip Kaufman.
Posteriormente, viajó a Grecia, durante un año, invitado por el novelista y poeta británico Lawrence Durrel y a su regreso, en 1940, a los Estados Unidos se instaló en Big Sur, California, desde donde rememoró su estancia griega en El coloso de Marussi (1941) original guía de Grecia, presentada como el lugar donde es posible recuperar lo que de divino tiene el ser humano. Entre sus siguientes obras se cuentan La pesadilla del aire acondicionado (1945-1947); una trilogía, La crucifixión rosada, formada por Sexus (1949), Plexus (1953) y Nexus (1960); Big Sur y las naranjas del Bosco (1957); y el ensayo literario El mundo de D.H. Lawrence (1980).
Uno de los puntos centrales de la obra narrativa de Henry Miller es la sexualidad. Sin embargo, calificar al autor de Trópico de Cáncer de pornográfico es asumir una visión estrecha y reducida de su gran obra narrativa. El mismo escritor señala que más que pornografía lo que existe en su obra es obscenidad. La primera, aclara, tiene como intención “lograr la excitación sexual”, la última tiene por objetivo “provocar y despertarnos del profundo letargo en que estamos sumergidos” y comunicarnos una “sensación de realidad”.
En Miller, la obscenidad es un recurso utilizado por el escritor para provocar; y el sexo, un instrumento, que a manera de altavoz, llame la atención de nuestro pudoroso silencio. Esta actitud rebelde y provocadora no es algo gratuito sino que es la expresión de un profundo y marcado rechazo a todo el engranaje social que le tocó vivir en su tiempo, una protesta contra aquella Norteamérica grotesca y superficial: “…quería ver a América destruida, arrasada de arriba abajo. Quería verlo suceder por pura venganza, como expiación por los crímenes que cometían contra mí y contra otros como yo que nunca han sido capaces de alzar la voz y expresar su odio, su rebeldía, su legítima sed de sangre”, anota en una de sus novelas.
Esta rebeldía nace en Miller de su perfecto conocimiento del hombre y de la certera lucidez que surge al tomar conciencia de su inhumanidad: “Hoy me siento orgulloso al decir que soy inhumano, que no pertenezco a los hombres ni a los gobiernos, que no tengo nada que ver con credos ni principios (…) Codo a codo con la raza humana, corre otra raza de seres, los inhumanos, la raza de los artistas…” Y este estado de inhumanidad se logra en virtud de la soledad a la que está condenado el escritor. Una soledad que empuja a muchos de sus personajes a las calles, a buscar aquello para lo que estaba reservado, la literatura: “Las calles eran mi refugio. Y nadie puede entender el encanto de las calles hasta que no se ve obligado a refugiarse en ellas (…) Soy un hombre sin casa, sin amigo, sin esposa. Soy un monstruo que pertenece a una realidad que todavía no existe”.
La única posibilidad que se le ofreció a este gran amante de la vida, enamorado del placer, la única salida para aniquilar la soledad y la muerte fue la literatura: “Si algún hombre se atrevería alguna vez a expresar todo lo que lleva en el corazón, a consignar lo que es verdaderamente su experiencia, lo que es realmente su verdad, creo que entonces el mundo se haría añicos, que volaría en pedazos, y ningún dios, ningún accidente, ninguna voluntad podría volver a juntar los trozos”. Si logró o no Miller hacer estallar el universo todo, eso ya dependerá del fervor con que el lector enfrenta su obra, lo que sí podemos afirmar es que este escritor norteamericano es uno de los artífices de la gran conflagración contra el aniquilamiento, la alienación y la desrealización de la sociedad y desde su ausencia nos comunica la estruendosa carcajada con que asumió su partida definitiva, el 7 de junio de 1980 en Pacific Palisades (California). Parafraseando una sentencia que hizo Henry Miller sobre Arthur Rimbaud, otro maldito por excelencia, (“El futuro le pertenece al poeta”), “El porvenir le pertenece a Miller y a sus Trópicos”.