27 November 2008

LOS QUEHACERES DE UN ZÁNGANO (ADELANTO DE NOVELA)


En los próximos días, aparecerá la novela Los quehaceres de un zángano (Bizarro Ediciones, 2008), del narrador Fernando Morote. Mientras tanto, para que tengan una idea de la temática de la misma, los dejo con el primer capítulo, como un adelanto del libro.

CAPÍTULO 1

El placer humano no es el de la carne


A dos cuadras de mi casa vivía Rosa. Rosita. Tenía marido, dos hijos, y las carnes ya un poco descolgadas. Pero todavía estaba buena. Cada vez que nos cruzábamos por la calle, ella me desvestía con una mirada y con otra me invitaba a su cama. Yo también tenía ganas de tirarla; para qué mentir. Sin embargo, nunca nos dijimos nada. Una mañana pasé por su casa y vi abierta la puerta de la cocina. Por el intersticio la vi también a ella en cuatro patas tratando de componer algo en la tubería del lavatorio. Le vi el culo, muy buen culo, y seguí de largo. Antes de doblar la esquina escuché su voz:

—¿Puedes ayudarme? —me preguntó, casi cantando. Era una voz empalagosa, falsa, cojuda.
Me volví hacia ella y la vi parada en la entrada de su casa, mostrándome sus manos sucias con un gesto de torpeza en la cara. La quedé mirando. No había duda; estaba buena. Una mujer hermosa, o que lo ha sido, cuando está sucia lo es aún más.
—Se me ha malogrado el caño —explicó.
“¿Y?”, pensé.
—No sé nada de gasfitería —respondí.
—No importa —insistió ella— Haz lo que puedas. Ayúdame, por favor.

“Lo que puedas” para mí, en estos casos, quiere decir: “nada”. Abrí, pues, los brazos y moví la cabeza. Acepté. Entramos a la cocina. Los platos sucios del desayuno estaban arrumados en el lavatorio, y el olor a desayuno junto con los platos. Rosita se agachó para mostrarme el desperfecto de la tubería. Disimuladamente escudriñé a través de la abertura de su blusa tratando de vislumbrar sus senos. Divagué un instante nadando mentalmente en medio de ellos. Rosita tenía unas tetas enormes, hipertróficas; una fiesta infantil. Pero no vi nada. No pude. Aprecié entonces, una vez más, su culo. Magnífico culo. Los culos de las mujeres no se miran; se aprecian. Cualquiera mira. Me provocó besarla en el arete. ¡Cuántas veces me había provocado hacerlo, al verlo zangolotearse así, caprichoso el arete, detrás de ella!

—Mira —me dijo— Aquí está el hueco.
—Sí, ya lo vi —respondí, pero refiriéndome a su hermoso almacén.

Rosita estaba agarrando el tubo de la cañería como seguramente le agarraba el pájaro a su marido. Lo sobaba. ¡Qué manos! Las uñas perfectas, pintadas a rayitas. Y sus brazos gruesos, deliciosos. Me turbó, sobre todo, la enigmática marca de su vacuna; creo que fue eso lo que más extravió mi mente. Le pregunté por su esposo.

—No está —me contestó— Ha salido.
—¿Y tus hijos?
—Han salido con mi esposo.
—Entonces habrá que llamar a un gasfitero.
—¿No podrías tapar el hueco con algo para evitar que siga goteando?

Mi mente se puso en blanco. Me agaché y revisé la avería; mentira: fingí revisarla, porque de gasfitería, como de muchas otras cuestiones domésticas, no entiendo ni el nombre. El óxido había formado un hueco en el tubo del lavatorio y por ahí se filtraba el agua. Con un buen nudo se solucionaba el problema. El problema era hacer el nudo.

—Préstame una pita —le dije.

Rosita me alcanzó una soguilla. Y comenzó la lucha. Por gusto insistí, me trompeé y le requinté mentalmente la madre. La soguilla indolente lo aceptó todo. Me sentí más inútil que en otras ocasiones. Frente a un extraño -y Rosita no dejaba de serlo-, mi ineptitud me causa siempre más embarazo. Es un horror.

Entonces sentí una mano en el hombro. Las uñas perfectas, pintadas a rayitas. Era una mano blanca, deliciosa. Con un pájaro asido. Mi pájaro. Rosita. Era Rosita calata. Pero con zapatos. Unos zapatos negros, altos, elegantes, de mujer rica. Rosita no era rica. Levanté la vista.

—Procede —susurró ella, sobándome el hombro.

Y procedí. Le recorrí todo el cuerpo. Primero con los ojos. Después con la lengua, con la nariz. ¡Ah, qué inolvidable recorrido! Las axilas sin afeitar, los vellos en las piernas, deliciosos. El olor de sus axilas sudadas y de sus piernas húmedas. Las tetas hipertróficas. Tan excitado estaba que ya no le besaba las tetas, se las mordía, “au” decía ella, pero le gustaba y pedía más, más. Toma Rosita, agarra.

Escupí su orgasmo antes de proseguir. Luego le pedí que se echara para la segunda vuelta. El calor de los cuerpos era suficiente para calentar el suelo. Me desvestí en un segundo. La ropa mojada, sobre todo el pantalón, el calzoncillo. Antes de echarse, Rosita se quitó los zapatos. Y arruinó la magia; se desmondongó toda, su encanto quedó al instante sin efecto. Se echó completamente calata en el suelo frío. De su cuerpo apetecible sólo quedó una masa acezante tirada en el piso. Rosita no era más una mujer. Era sólo sesenta kilos de buena carne, de carne blanca. Y yo tenía hambre. Siempre le tuve hambre. Así es que me serví. Penetré hasta el fondo de su alma. Casi toqué su hígado. Y ella movía el culo, cómo movía el culo, como una licuadora, como un animal. Dos minutos nada más. El semen saltó blanco, caliente, viscoso. Se chorreó la pasta dental del chisguete.

Las convulsiones se detuvieron; las detuve. La comunicación también es importante. “No todo en la vida puede ser sexo”, pensé. “Para Rosita sí, estoy seguro”.

—Un respiro, Rosita —le dije— Puede llegar tu marido.

Pero después pensé: “Qué mierda”. Hacía tiempo que Rosita le sacaba la vuelta a su marido. Y su marido también le sacaba la vuelta a ella. Pero con otro hombre. “Está bien así. Todos somos felices”. Me incorporé un poco y recorrí nuevamente con los ojos el cuerpo de Rosita. Sin ropa evidenciaba ya un desgaste natural: los años, los polvos ilegales¼Rosita no llegaba todavía a los cuarenta. No, no llegaba. Es extraño. Las mujeres a los treinta y tantos aparentan, todas, una cierta madurez. Pero tal vez sea una madurez física solamente. A esa edad las mujeres instintivas como Rosita sólo piensan en tener sexo con amantes jóvenes, chiquillos, pingas vigorosas, incansables. Como la voracidad de sus pulpas. “Estar con ellas es como estar solo. Fuera de la cama no sirven para otra cosa. Mi interés hacia ellas es puramente coital. Nada más”.

El tubo de luz que se filtraba por la ventanita de la cocina dejaba ver claramente una procesión de microbios suspendida en el aire. Ahí estaba el cerebro de Rosita.

—Rosita.

Me contestó con un jadeo: síntoma inequívoco de que aún seguía con hambre. Otra vez los perros fornicando. Me clavó las uñas en la espalda y me lamió absurdamente el cuello. Ella estaba en el clímax mientras yo me arrastraba de risa oyendo sus gemidos. “Una mujer que sólo piensa en el sexo no puede aspirar a ser la mujer de un gran hombre”.

Sentí otra vez su mano sobre mi hombro. Sólo que ahora era real. Levanté la vista y la quedé mirando. De nuevo me desvestía con una mirada y con otra me invitaba a su cama. Sentí que mis cuerdas vocales se destemplaban, que saltaban de la guitarra. La quedé mirando.

—Hipócrita de mierda —le dije. Y me puse de pie:— Sólo quieres revolcarte un rato conmigo. Sé sincera.

Rosita se quedó de una pieza. Una pieza calata. Sin responder. No sabía qué responder. Qué bien.

—Búscate alguien a quien le guste el galanteo, la mentira. Alguien que te siga la corriente. Conmigo no la pegas; no lo vuelvas a intentar. Si quieres un amante, dilo, pídelo por correo. Eres una mujer adulta. —Imité su voz, casi cantando:— ¿Puedes ayudarme a arreglar el caño? —y continué:— Toma. Cachera.

Y le devolví la soguilla. Nunca pude hacer el nudo.


* * * * *

—Mi viejo paga todo, no te preocupes —dijo Augusto.

Acepté con entusiasmo. Todo lo que sabía de sexo era lo que había visto en las revistas pornográficas que devoraba con insaciable apetito durante el recreo, y en algunas películas del Metro-Pulga, un cine de mala muerte sin nombre conocido, donde podía entrar sin ser mayor de veintiuno con tal de pagar mi boleto como cualquier parroquiano.

—Vas a subir de categoría, Federico: —me dijo el papá de mis amigos mientras esperábamos en la fila— verás cómo montoya es más rico que manuela —y echó a reír con todas sus ganas.

El señor Banegas era un tipo gordo, grande, empleado bancario, de aspecto vulgar; tenía la costumbre de ver televisión desnudo mientras su esposa le servía la comida al llegar del trabajo. En cierta ocasión, gracias a un relajo de la intimidad doméstica, fui testigo de ello. La escena me resultó incómoda, pero al mismo tiempo quedé fascinado. Mis adolescentes hormonas empezaban a manifestar sus exigencias. “¿Sexo con mi prima?”, me preguntaba después de escuchar tantas historias en el colegio. No hallaba cómo. Moría de miedo tan sólo de pensar que pudiera insinuarme un día con ella, correría a acusarme con mis tíos y quedaría como un depravado, un mañoso o un imbécil ante toda la familia. Me conformaba con masturbarme imaginando desnuda a la mamá de mis amigos, atendiéndome amorosamente, poniendo la bandeja de comida sobre mis piernas, dejando caer sus tetas grandes y redondas, con los pezones negros como chupones, sobre mi cara.

El estacionamiento de El Trocadero no era más que un inmenso lote de tierra, lúgubre como una cueva. Los viejos colectivos que cubrían la ruta desde el Parque Universitario hasta la Avenida Colonial llegaban y partían cada cinco minutos atestados de clientes. Antes de entrar comimos un par de huevos duros con papa sancochada. Según me ilustraron, proteínas y vitaminas eran elementos cruciales para estos trajines. Otros preferían consumir el mismo menú a la salida, para recuperar energías. “Cuestión de estilo y estrategia”, dijeron. Después de comprar los boletos, el señor Banegas deslizó furtivamente una propina al portero.

Una vez adentro, el olor a perfume invadió mi cerebro. Era un extraño aroma penetrante que recorría todo el edificio. Excepto por aquellas de colores, que tenuemente salían de las habitaciones dispuestas a lo largo de los pasadizos, casi no había luces. Las mujeres semidesnudas se apoyaban contra sus puertas en poses sugerentes. En un minuto estaba excitadísimo. El papá de Augusto y Brayan dijo:

—Muy bien, muchachos. Aquí nos separamos. Miren bien y escojan la hembra que más les guste. Aquí tienen el dinero, esto les alcanzará. Después, si se quieren meter otro polvo, me avisan y ya vemos. Nos reunimos en este sitio dentro de cuarenta minutos, ¿ok?
—Buena voz, papá —dijo Augusto.

Sentí que esas instrucciones eran como las que seguramente impartían los oficiales de campo a sus soldados antes de entrar en acción ante la inminente batalla. Ahora tenía que arreglármelas por mi propia cuenta. Di algunas vueltas en círculo. El edificio tenía dos pisos, con varios pasadizos, que al parecer, por lo que fui descubriendo, conferían diferente categoría a las putas. Muchas puertas se encontraban cerradas. Algunas mujeres dejaban la puerta abierta y se echaban en la cama mostrando sus atributos a los clientes, invitándolos a pasar. Otras decían cosas sucias, arrechantes, mientras uno pasaba delante de ellas o les preguntaba cuál era su tarifa y el tipo de servicio que ofrecía.

—Completo, papito —respondían algunas.

Yo tenía vergüenza de preguntar qué significaba “completo” en ese lenguaje. No se lo iba a preguntar a la puta, por supuesto, no tenía intenciones de quedar como un idiota ante ninguna de ellas. En una de ésas, no aguanté más y corrí a buscar a Brayan para preguntarle.

—Te la chupan y todo, pues huevón —me contestó— Si eres pendejo, y te la ganas, tú también se la puedes chupar a ella. Le haces la sopa. Y después se la metes por atrás. Vas a ver que es bien rico, yo sé lo que te digo. ¿Ya sabes adónde vas a entrar?
—No, todavía —respondí.

Continué recorriendo los pasillos. Encontré que ante algunas puertas cerradas había varios hombres haciendo cola, se les veía cansados, con cara de aguantados. Decían que la puta de ese cuarto era fantástica, una loba culeando, cobraba un poco más caro pero te exprimía todito. “Vale la pena esperar”, decían.

Pude ver que había mujeres de todas las edades y etnias. Multitud de cuerpos, variedad de formas. Perfumes exóticos, ropas interiores provocadoras. Los cuartos presentaban decoraciones peculiares. Algunos tenían afiches de películas o cantantes de moda. Otros más bien lucían crucifijos, virgencitas. El recorrido ofrecía una miscelánea de ritmos musicales: rock, criollo, salsa, guaracha.

A medida que avanzaba el tiempo, empecé a sentir cierta angustia. Aunque experimentaba un deleite sensual al descubrir ese nuevo mundo, respirando aquellos perfumes, más tóxicos que aromáticos, viendo tantas mujeres calatas al alcance de mis manos, me presionaba la idea de saber que pronto debía enfrentar el momento de la verdad y entrar en uno de los cuartos. No veía en ningún pasadizo a mis amigos ni a su papá. Seguramente habían entrado ya a comerse alguna puta, luego saldrían y nos tendríamos que ir. En uno de mis patrullajes de reconocimiento, me gustó una mujer de piel blanca y cabello castaño, bajita de estatura, que tenía un delicioso cuerpo al trasluz de su habitación y llevaba una ropa interior roja con zapatos altos del mismo color. Recordé que había sido muy cariñosa cuando le pregunté cuánto cobraba. Regresé a buscarla.

—Pasa, buenmozo —me dijo.

Al cruzar la puerta, me pidió que entrara al baño. Se sentó sobre la tapa del water con una batea llena de agua entre las manos. Me dijo que me bajara el pantalón. La luz del baño, a diferencia de la habitación, no era tenue ni de color; era una luz blanca, fría. Pude ver que la puta era más bien una mujer casi vieja, bien pintada para ocultar sus primeras arrugas, con gesto descortés en el rostro.

—No te vacees antes de tiempo, hijito —me dijo, mientras lavaba mi pene, desinfectándolo con un chorro de alcohol que me causaba un ardor horrible.

Su voz tenía un tono autoritario. Empecé a sentir algo de temor. Me sobrecogí ante su actitud de mando. Se quitó la ropa sin gracia ni elegancia mientras yo me enredaba con los pantalones, tratando de desvestirme, sentado encima de la cama. La puta advirtió mi nerviosismo. Vi que tenía cara de aburrida. Me masturbó enérgicamente para lograr mi erección. Lo consiguió sin dificultad. Agarraba mi pene como si fuera cualquier cosa. Yo trataba de besarla, ella esquivaba ese contacto. Esperaba un trato más cariñoso de su parte.

—Apúrate —me dijo— Métela de una vez.

Yo no tenía idea de cómo se hacía eso. Mis ojos, sin duda, eran muy elocuentes. Sentí que ella me miró como diciendo:

—Me estás haciendo perder el tiempo.

Tomó mi pene y lo introdujo en su vagina. Se movió aceleradamente por un instante, sin darme tiempo a que yo intentara poner algo de mi parte. Eyaculé sin remedio.

—La diste rápido, hijito —me dijo— Así es mejor, porque tengo que seguir trabajando y atender a otros clientes.

Saltó de la cama y trajo papel higiénico del baño. Me lavó el pene otra vez en la batea y me dijo:
—Vístete.

Yo estaba mudo, no podía pronunciar palabra. Sentía que esa mujer me estaba dando órdenes como si fuera mi mamá. Tenía ganas de llorar. La rabia, el miedo, la vergüenza me mordían por dentro. La puta, al ver que estaba ya casi vestido, me llevó apurada hasta la puerta.

—Chau, papito —me dijo, y me hizo una caricia traviesa en la mejilla— Regresa pronto.

Hubiera querido repetir la experiencia con otra puta, para disfrutarla esta vez. Cuando llegué al punto de encuentro convenido los tres me esperaban listos, exhibiendo gloriosas sonrisas de felicidad. Augusto y Brayan se mostraban frescos y bien peinaditos.

—¿Y, cómo te fue? —me preguntó el papá de mis amigos.
—Riquísimo ―contesté, añorando el calor de mi hogar— No pudo haber estado mejor.